sábado, 30 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Si sufrimos con él, también con él seremos glorificados


En Cristo nos fue otorgado este don singular: que en la naturaleza pasible no subsistiera la condición mortal, que la esencia impasible había asumido, de suerte que en razón de lo que no podía morir, resucitase lo que estaba muerto.

Hemos de esforzarnos, carísimos, con la máxima intensidad de nuestro cuerpo y de nuestra alma, por sintonizar perfectamente con este sacramento. Pues si descuidar las fiestas pascuales es ya un gravísimo sacrilegio, es todavía más peligroso sumarse, sí, a las asambleas litúrgicas, pero sin participar en la pasión del Señor. Pues si el Señor dice: El que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí; y el Apóstol: Si sufrimos con él, también con él seremos glorificados ¿quién honra verdaderamente a Cristo paciente, muerto y resucitado, sino el que con él padece, muere y resucita? Estas realidades comenzaron ya, en todos los hijos de la Iglesia, con el mismo misterio de la regeneración, en el que la muerte del pecado es la vida del renacido, y en el que la trina inmersión recuerda los tres días de la muerte del Señor. De modo que, eliminado un cierto comportamiento típico de la sepultura, los que el seno de la fuente recibió viejos, los da a luz, rejuvenecidos, el agua del bautismo. Sin embargo, hay que llevar a cabo en la vida lo que se ha celebrado en el sacramento, y los renacidos del Espíritu Santo no conseguirán mantener a raya lo que en ellos queda de tendencias mundanas si rehúsan aceptar la cruz.

Por tanto, cuando alguien se dé cuenta de que rebasa los límites de la disciplina cristiana y que sus pasiones le arrastran hacia lo que le obligaría a desviarse del recto camino, recurra a la cruz del Señor y clave en el leño de la vida los impulsos de su mala voluntad. Invoque al Señor con las palabras del profeta, diciendo: Traspasa mi carne con los clavos de tu temor; yo respeto tus mandamientos.

¿Qué significa tener la carne traspasada con los clavos del temor de Dios, sino mantener los sentidos corporales alejados del atractivo de los deseos ilícitos por miedo al juicio de Dios? De suerte que quien resiste al pecado y da muerte a sus concupiscencias para que no hagan nada digno de muerte, tenga la osadía de repetir con el Apóstol: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en el cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo.

Así pues, que el cristiano se establezca allí donde Cristo lo llevó consigo, y oriente sus pasos hacia allí donde sabe que fue salvada la naturaleza humana. La pasión del Señor se prolonga hasta el fin del mundo. Y del mismo modo que Cristo es honrado y amado en sus santos, es alimentado y vestido en sus pobres, igualmente él está compadeciéndose en todos los que sufren persecución a causa de la justicia. A menos que debamos pensar que, difundida la fe por todo el mundo y disminuido el número de los impíos, se hayan acabado todas las persecuciones y todos los combates a que anteriormente fueron sometidos los santos mártires, como si la necesidad de llevar la cruz sólo incumbiera a los que fueron sometidos a atrocísimos suplicios en un intento por separarlos del amor a Cristo.

Por tanto, las almas sabias, que han aprendido a temer a un solo Señor, a amar y a esperar en un único Dios, después de haber mortificado sus pasiones y crucificado sus sentidos corporales, no se doblegan ante el temor de enemigo alguno ni se dejan sobornar por ningún regalo. Colocaron incluso la voluntad de Dios por encima de cualquier preferencia personal, y se aman tanto más cuanto, por amor de Dios, menos se aman.

Carísimos, en tales miembros del cuerpo de Cristo se celebra legítimamente la santa Pascua y no carecen de ninguno de los triunfos adquiridos por la pasión del Salvador. Creo, amadísimos, que por hoy ya os he hablado bastante de lo concerniente a la participación de la cruz, de modo que el sacramento pascual pueda celebrarse dignamente también en los miembros del cuerpo de Cristo.

San León Magno, Sermón 70, sobre la Pasión del Señor (3-5: CCL 138A, 428-432)

viernes, 29 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


La cruz de Cristo, fuente de todas las bendiciones y origen de todas las gracias


Entregado el Señor a la voluntad de sus enemigos, se le obligó a llevar el instrumento de su suplicio para burlarse de su dignidad real. Así se cumplió lo predicho por el profeta Isaías, cuando dice: Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado. Pues que el Señor saliera llevando el leño de la cruz —ese leño que había de convertirse en cetro de su soberanía—, era a los ojos de los impíos ciertamente objeto de enorme humillación, pero que aparecía a los ojos de los fieles como un gran misterio. Pues este gloriosísimo vencedor del diablo y potentísimo debelador de los poderes adversos, llevaba muy significativamente el trofeo de su triunfo, y cargaba sobre los hombros de su invicta paciencia el símbolo de la salvación, digno de ser adorado por todos los reinos; se diría que en aquel momento, con el espectáculo de su comportamiento, quería confirmar y decir a todos sus imitadores: El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.

Cuando, acompañado de la multitud, se dirigía Jesús al lugar del suplicio, encontraron a un cierto Simón de Cirene, a quien cargaron con la cruz del Señor, para que también en este gesto quedase prefigurada la fe de los paganos, a quienes la cruz de Cristo no iba a serles objeto de confusión, sino de gloria. Por este traspaso de la cruz, la expiación operada por el cordero inmaculado y la plenitud de todos los sacramentos pasará de la circuncisión a la incircuncisión, de los hijos carnales a los hijos espirituales. Pues la verdad es que —como dice el Apóstol— ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo; el cual ofreciéndose al Padre como nuevo y verdadero sacrificio de reconciliación, fue crucificado, no en el templo cuya misión sacral había tocado a su fin, ni dentro del recinto de la ciudad, destinada a la destrucción en mérito a su crimen, sino fuera de las murallas, para que habiendo cesado el misterio de las antiguas víctimas, una nueva víctima fuera presentada sobre el nuevo altar, y la cruz de Cristo fuera el ara no del templo, sino del mundo.

Amadísimos: habiendo sido levantado Cristo en la cruz, no debe nuestra alma contemplar tan sólo aquella imagen que impresionó vivamente la vista de los impíos a quienes se dirigía Moisés con estas palabras: Tu vida estará ante ti como pendiente de un hilo, temblarás día y noche, y ni de tu vida te sentirás seguro. Estos hombres no fueron capaces de ver en el Señor crucificado otra cosa que su acción culpable, llenos de temor, y no del temor con que se justifica la fe verdadera, sino el temor que atormenta la mala conciencia.

Que nuestra alma, iluminada por el Espíritu de verdad; reciba con puro y libre corazón la gloria de la cruz, que irradia por cielo y tierra, y trate de penetrar interiormente lo que el Señor quiso significar cuando, hablandode la pasión cercana, dijo: Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Y más adelante: Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora, Padre, glorifica a tu Hijo. Y como oyera la voz del Padre, que decía desde el cielo: Le he glorificado y volveré a glorificarlo, dijo Jesús a los que lo rodeaban: Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.

San León Magno, Tratado 59 sobre la Pasión del Señor (4-6: CCL 138A, 354-359)

jueves, 28 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


El Cordero inmaculado nos sacó de la muerte a la vida

Muchas predicciones nos dejaron los profetas en torno al misterio de Pascua, que es Cristo; a él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Él vino desde los cielos a la tierra a causa de los sufrimientos humanos; se revistió de la naturaleza humana en el vientre virginal y apareció como hombre; hizo suyas las pasiones y sufrimientos humanos con su cuerpo, sujeto al dolor, y destruyó las pasiones de la carne, de modo que quien por su espíritu no podía morir acabó con la muerte homicida.

Se vio arrastrado como un cordero y degollado como una oveja, y así nos redimió de idolatrar al mundo, como en otro tiempo libró a los israelitas de Egipto, y nos salvó de la esclavitud diabólica, como en otro tiempo a Israel de la mano del Faraón; y marcó nuestras almas con su propio Espíritu, y los miembros de nuestro cuerpo con su sangre.

Este es el que cubrió a la muerte de confusión y dejó sumido al demonio en el llanto, como Moisés al Faraón. Este es el que derrotó a la iniquidad y a la injusticia, como Moisés castigó a Egipto con la esterilidad.

Este es el que nos sacó de la servidumbre a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la tiranía al recinto eterno, e hizo de nosotros un sacerdocio nuevo y un pueblo elegido y eterno. El es la Pascua de nuestra salvación.

Este es el que tuvo que sufrir mucho y en muchas ocasiones: el mismo que fue asesinado en Abel y atado de pies y manos en Isaac, el mismo que peregrinó en Jacob y fue vendido en José, expuesto en Moisés y sacrificado en el cordero, perseguido en David y deshonrado en los profetas.

Este es el que se encarnó en la Virgen, fue colgado del madero y fue sepultado en tierra, y el que, resucitado de entre los muertos, subió al cielo.

Este es el cordero que enmudecía y que fue inmolado; el mismo que nació de María, la hermosa cordera; el mismo que fue arrebatado del rebaño, empujado a la muerte, inmolado al atardecer y sepultado por la noche; aquel que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro.

Melitón de Sardes, Homilía sobre la Pascua (65-71: SC 123, 95-101)

miércoles, 27 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.


En estos días en que se celebra solemnemente el aniversario memorial de la pasión y cruz del Señor, ningún tema de predicación más apropiado, según creo, que Jesucristo, y éste crucificado. E incluso en cualquier otro día, ¿puede predicarse algo más conforme con la fe? ¿Hay algo más saludable para el auditorio o más apto para sanear las costumbres? ¿Hay algo tan eficaz como el recuerdo del Crucificado para destruir el pecado, crucificar los vicios, nutrir y robustecer la virtud?

Hable, pues, Pablo entre los perfectos una sabiduría misteriosa, escondida; hábleme a mí, cuya imperfección perciben hasta los hombres, hábleme de Cristo crucificado, necedad ciertamente para los que están en vías de perdición, pero para mí y para los que están en vías de salvación es fuerza de Dios y sabiduría de Dios; para mí es una filosofía altísima y nobilísima, gracias a la cual me río yo de la infatuada sabiduría tanto del mundo como de la carne.

¡Cuán perfecto me consideraría, cuán aprovechado en la sabiduría si llegase a ser por lo menos un idóneo oyente del crucificado, a quien Dios ha hecho para nosotros no sólo sabiduría, sino también justicia, santificación y redención! Si realmente estás crucificado con Cristo, eres sabio, eres justo, eres santo, eres libre. ¿O no es sabio quien, elevado con Cristo sobre la tierra, saborea y busca los bienes de allá arriba? ¿Acaso no es justo aquel en quien ha quedado destruida su personalidad de pecador y él libre de la esclavitud al pecado? ¿Por ventura no es santo el que a sí mismo se presenta como hostia viva, santa, agradable a Dios? ¿O no es verdaderamente libre aquel a quien el Hijo liberó, quien, desde la libertad de la conciencia, confía hacer suya aquella libre afirmación del Hijo: Se acerca el Príncipe de este mundo; no es que él tenga poder sobre mí? Realmente del Crucificado viene la misericordia, la redención copiosa, que de tal modo redimió a Israel de todos sus delitos, que mereció salir libre de las calumnias del Príncipe de este mundo.

Que lo confiesen, pues, los redimidos por el Señor, los que él rescató de la mano del enemigo, los que reunió de todos los países; que lo confiesen, repito, con la voz y el espíritu de su Maestro; Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

Beato Guerrico de Igny, Sermón 2 en el domingo de Ramos (1: PL 185, 130-131)

martes, 26 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo, quiso morir para darnos vida


Nuestro Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, que, siendo justo, llevó a cabo todos los misterios de la humana salvación y al que los profetas vieron representado en David, tuvo un interés particular en realizar una cosa: que el hombre, instruido en la ciencia divina, se convirtiera en digna morada de Dios. Y que el hombre está destinado a convertirse en morada de Dios, lo sabemos por el mismo Dios, quien dice por boca del profeta: Habitaré y caminaré con ellos, y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo; y de nuevo: Que se alegren con júbilo eterno y habitarás en medio de ellos.

Más tarde, el Señor dice en el evangelio: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. Y también el Apóstol dice: Sois templos de Dios y el Espíritu de Dios habita en vosotros.

Dios viene a habitar en el alma de los creyentes no a través de una pasarela corporal, ni siquiera abriéndose una brecha en la espesura de la naturaleza humana, como si, saliendo de un lugar, se encerrase allí donde ha entrado; no, penetra en los corazones purificados de las pasiones terrenas, en virtud de una energía espiritual y se introduce como luz en las almas abiertas a la inocencia, para iluminarlas.

Por tanto, el Hijo unigénito de Dios, asumido con el cuerpo, jura que no entrará bajo el techo de su casa es decir, no retornará a su morada celestial, hasta que el corazón del hombre se haya convertido en sede del Señor. De igual modo hace voto de no subir al lecho de su descanso. El lecho significa el descanso de las fatigas humanas. Y como quiera que en el cielo está en continuo reposo, y la naturaleza divina es incapaz de experimentar el cansancio, Dios está siempre en el lecho, o sea, en actitud de descanso.

Nuestro Señor Jesucristo, permaneciendo Dios, asumió la condición de esclavo y se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. ¡Ignoro si hubiera podido soportar un sufrimiento superior a la muerte! Y se sometió incluso a la muerte de cruz, sólo por esto: para ofrecernos la posibilidad de convertirnos en morada de Dios. El que es la vida, quiso no obstante morir y no dudó en asumir, con inagotable fuerza de amor, la precaria habitación del cuerpo para hacer suya, aun permaneciendo Dios, la condición de esclavo.

Se levantó, pues, del lecho de su eterna beatitud cuando, por obedecer la voluntad del Padre-Dios, se hizo hombre; de poderoso, débil, muerto. ¡El que da la vida, eterno juez de los tiempos, juzgado reo de cruz!

San Hilario de Poitiers, Tratado sobre el salmo 131 (6-7: CSEL 22, 666-667)

lunes, 25 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Los frutos de la muerte de Cristo


Veamos qué es lo que el Salvador dice por boca del profeta: Yo, como cordero manso, llevado al matadero, no sabía los planes homicidas que contra mí planeaban: «Metamos un leño en su pan, arranquémoslo de la tierra vital, que su nombre no se pronuncie más». También Isaías dice que Cristo fue como cordero llevado al matadero y que como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Si en este pasaje habla el profeta de Cristo, en aquel es el mismo Cristo el que habla de sí: Yo —dice—, como cordero manso, llevado al matadero, no sabía. No conocía el mal ni el bien, no conocía el pecado o la injusticia; en una palabra: No conocía. Te ha dejado el encargo de que investigues qué es lo que desconocía. Lee el Apóstol: Al que no conocía el pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados.

Ellos tramaban contra mí, diciendo: Metamos un leño en su pan. El pan de Jesús, del que nosotros nos alimentamos, es su palabra. Y como, cuando enseñaba, algunos intentaron poner obstáculos a su enseñanza, crucificándolo dijeron: Venid, metamos un leño en su pan. A la palabra y a la enseñanza de Jesús le hicieron seguir la crucifixión del Maestro: éste es el leño metido en su pan. Ellos, es verdad, dijeron insidiosamente: Venid, metamos un leño en su pan, pero yo voy a decir algo realmente maravilloso: el leño metido en su pan mejoró el pan.

Tenemos de ello un precedente en la ley de Moisés: lo mismo que el leño metido en el agua amarga la volvió dulce, así el leño de la pasión de Cristo, hizo más dulce su pan. En efecto, antes de meter el leño en su pan, cuando era solamente pan y no leño, su voz no había resonado por toda la tierra; en cambio, cuando recibió fortaleza del leño, el relato de su pasión se conoció en todo el universo. El agua del antiguo Testamento se convirtió en dulce al contacto con el leño, en virtud de la cruz que en él estaba prefigurada.

Arranquémoslo de la tierra vital, que su nombre no se pronuncie más. Lo mataron con la intención de erradicar totalmente su nombre. Pero Jesús sabe por qué y cómo morir. Por eso dice: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo. Por tanto, la muerte de Jesucristo, cual espiga de trigo, produjo siete veces y mucho más de lo que se había sembrado.

Pensemos por un momento en la eventualidad de que no hubiera sido crucificado ni, después de la muerte, descendido a los infiernos: el grano de trigo hubiera quedado solo y de él no habrían nacido otros. Presta mucha atención a las palabras divinas, para ver qué es lo que quieren darnos a entender: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo. La muerte de Jesús dio como fruto todos éstos. Por tanto, si la muerte ha producido una cosecha tan abundante, ¿de qué abundancia no será portadora la resurrección?

Orígenes, Homilía 10 sobre el libro del profeta Jeremías (1-3: PG 13, 358-362)

domingo, 24 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


La pasión de Cristo es seguridad y fortaleza para quien cree en él


Cristo, a pesar de su naturaleza divina y siendo por derecho igual a Dios Padre, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Realmente su pasión saludable abatió a los principados y triunfó sobre los dominadores del mundo y de este siglo, liberó a todos de la tiranía del diablo y nos recondujo a Dios. Sus cicatrices nos curaron y, cargado con nuestros pecados, subió al leño; y de este modo, mientras él muere, a nosotros se nos mantiene en la vida, y su pasión se ha convertido en nuestra seguridad y muro de defensa. El que nos ha rescatado de la condena de la ley, nos socorre cuando somos tentados. Y para consagrar al pueblo con su propia sangre, murió fuera de la ciudad.

Por eso, repito, la pasión de Cristo, su preciosa cruz y sus manos taladradas se traducen en seguridad, en muro inaccesible e indestructible para quienes creen en él. Por lo cual dice justamente: Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen, y yo les doy la vida eterna. Y también: Nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Y esto porque precisamente viven a la sombra del Omnipotente, protegidas por la ayuda divina como en una torre fortificada.

Desde el momento, pues, en que Dios Padre nos sostiene casi con sus manos, custodiándonos junto a él, sin permitir que seamos inducidos al mal o que sucumbamos a la malicia de los malvados, ni ser presa de la violencia diabólica, nada nos impide comprender que las murallas de Sión designadas por sus manos, signifiquen a los expertos en el arte espiritual que, poseídos por la gracia, se dan a conocer en el testimonio de la virtud.

En consecuencia, podríamos decir que las murallas de Sión construidas por Dios, son los santos apóstoles y evangelistas, aprobados por su propia palabra, que nunca se equivoca ni se devalúa. Sus nombres están escritos en el cielo y figuran en el libro de la vida. No hemos de maravillarnos si dice que los santos son los baluartes y las murallas de la Iglesia. El mismo es el muro y el baluarte, como una fortaleza.

De igual modo que él es la luz verdadera y, no obstante, dice que ellos son la luz del mundo, así también, siendo él el muro y la seguridad de quienes creen en él, confirió a sus santos esta estupenda dignidad de ser llamados murallas de la Iglesia.

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, or 4: PG 70, 1066-1067)

sábado, 23 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Carguemos con su cruz, siendo extraños al mundo


De la figura tomó el Apóstol la idea de sacrificio, y la comparó con el modelo primitivo, diciendo: Los cadáveres de los animales, cuya sangre lleva el sumo sacerdote al santuario para el rito de la expiación, que se queman fuera del campamento; y por eso Jesús, para consagrar al pueblo con su propia sangre, murió fuera de las murallas. Los sacrificios antiguos eran figura del nuevo; por eso Cristo cumplió plenamente las profecías muriendo fuera de las murallas. Da a entender asimismo, que Cristo padeció voluntariamente, demostrando que aquellos sacrificios no se instituyeron porque sí, sino que tenían el valor de figura y su economía no estaba al margen de la pasión, pues la sangre clama al cielo.

Ya ves que somos partícipes de la sangre que era introducida en el santuario, en el santuario verdadero; partícipes del sacrificio del que sólo participaba el sacerdote. Participamos pues, de la realidad. Por tanto, somos partícipes, no del oprobio, sino de la santidad: el oprobio era causa de la santidad; sin embargo, lo mismo que él soportó ser infamado, hemos de hacer nosotros; si salimos con él fuera de las murallas, tendremos parte con él.

Y ¿qué significa: Salgamos a encontrarlo? Significa compartir sus sufrimientos, soportar con él los ultrajes.. pues no sin motivo murió fuera de las murallas, sino para que también nosotros carguemos con su cruz, siendo extraños al mundo y esforzándonos por permanecer así. Y lo mismo que él fue escarnecido como un condenado, así lo seamos también nosotros.

Por su medio, ofrezcamos a Dios un sacrificio. ¿Qué sacrificio? Nos lo aclara él mismo: el fruto de unos labios que profesan su nombre, esto es, preces, himnos, acciones de gracias; este es el fruto de los labios. En el antiguo Testamento se ofrecían ovejas, bueyes y terneros, y los daban al sacerdote. No ofrezcamos nada de esto nosotros, sino acción de gracias y, en la medida de lo posible, la imitación de Cristo en todo. Brote esto de nuestros labios. No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente; ésos son los sacrificios que agradan a Dios. Démosle este sacrificio, para que lo ofrezca al Padre. Por lo demás, no se ofrecen sino por el Hijo, o mejor, por un corazón quebrantado.

Siendo la acción de gracias por todo cuanto por nosotros padeció el fruto de unos labios que profesan su nombre, soportémoslo todo de buen grado, sea la pobreza, la enfermedad o cualquiera otra cosa, pues sólo él sabe el bien que nos reporta. Porque nosotros –dice– no sabemos pedir lo que nos conviene. Por consiguiente, si no sabemos pedir lo que nos conviene de no sugerírnoslo el Espíritu Santo, ¿cómo podremos saber el bien que nos reporta? Procuremos, pues, ofrecer acciones de gracias por todos los beneficios, y soportémoslo todo con ánimo esforzado.

San Juan Crisóstomo, Homilía 33 sobre la carta a los Hebreos (3-4: PG 63, 229-230)

viernes, 22 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


La plenitud del amor


El Señor, hermanos muy amados, quiso dejar bien claro en qué consiste aquella plenitud del amor con que debemos amarnos mutuamente, cuando dijo: Nádie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Consecuencia de ello es lo que nos dice el mismo evangelista Juan en su carta: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos, amándonos mutuamente como él nos amó, que dio su vida por nosotros.

Es la misma idea que encontramos en el libro de los Proverbios: Sentado a la mesa de un señor, mira bien qué te ponen delante, y pon la mano en ello pensando que luego tendrás que preparar tú algo semejante. Esta mesa de tal señor no es otra que aquella de la cual tomamos el cuerpo y la sangre de aquel que dio su vida por nosotros. Sentarse a ella significa acercarse a la misma con humildad. Mirar bien lo que nos ponen delante equivale a tomar conciencia de la grandeza de este don. Y poner la mano en ello, pensando que luego tendremos que preparar algo semejante, significa lo que ya he dicho antes: que así como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Como dice el apóstol Pedro: Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. Esto significa preparar algo semejante. Esto es lo que hicieron los mártires, llevados por un amor ardiente; si no queremos celebrar en vano su recuerdo, y si nos acercamos a la mesa del Señor para participar del banquete en que ellos se saciaron, es necesario que, tal como ellos hicieron, preparemos luego nosotros algo semejante.

Por esto, al reunirnos junto a la mesa del Señor, no los recordamos del mismo modo que a los demás que descansan en paz, para rogar por ellos, sino más bien para que ellos rueguen por nosotros, a fin de que sigamos su ejemplo, ya que ellos pusieron en práctica aquel amor del que dice el Señor que no hay otro más grande. Ellos mostraron a sus hermanos la manera como hay que preparar algo semejante a lo que también ellos habían tomado de la mesa del Señor.

Lo que hemos dicho no hay que entenderlo como si nosotros pudiéramos igualarnos al Señor, aun en el caso de que lleguemos por él hasta el testimonio de nuestra sangre. El era libre para dar su vida y libre para volverla a tomar, nosotros no vivimos todo el tiempo que queremos y morimos aunque no queramos; él, en el momento de morir, mató en sí mismo a la muerte, nosotros somos librados de la muerte por su muerte; su carne no experimentó la corrupción, la nuestra ha de pasar por la corrupción, hasta que al final de este mundo seamos revestidos por él de la incorruptibilidad; él no necesitó de nosotros para salvarnos, nosotros sin él nada podemos hacer; él, a nosotros, sus sarmientos, se nos dio como vid, nosotros, separados de él, no podemos tener vida.

Finalmente, aunque los hermanos mueran por sus hermanos, ningún mártir derrama su sangre para el perdón de los pecados de sus hermanos, como hizo él por nosotros, ya que en esto no nos dio un ejemplo que imitar, sino un motivo para congratularnos. Los mártires, al derramar su sangre por sus hermanos, no hicieron sino mostrar lo que habían tomado de la mesa del Señor. Amémonos, pues, los unos a los otros, como Cristo nos amó y se entregó por nosotros.

San Agustín de Hipona, Tratado 84 sobre el evangelio de san Juan (1-2: CCL 36, 536-538)

jueves, 21 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria.


Padre, cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste. Ahora voy a ti. Guarda en tu nombre a los que me has dado. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. El contenido de esta oración, como lo indica el texto que hemos leído, se resume en tres puntos, que constituyen la suma de la salvación e incluso de la perfección, de suerte que nada se pueda añadir: a saber, que sean los discípulos guardados del mal, consagrados en la verdad y con él glorificados. Padre -dice-, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria.

¡Dichosos los que tienen por abogado al mismo juez! ¡Dichosos aquellos por quienes ora el que es digno de la misma adoración que aquel a quien ora! El Padre no va a negarle lo que piden sus labios, ya que ambos no poseen más que una sola voluntad y un mismo poder, pues son un solo Dios. Es de absoluta necesidad que todo lo que pide Cristo se realice, porque su palabra es poderosa y su voluntad, eficaz. En el momento de la creación, él lo dijo, y existió, él lo mandó y surgió. Éste es –dice– mi deseo: que estén conmigo donde yo estoy. ¡Qué seguridad para los fieles! ¡Qué confianza para los creyentes! Con tal de que no minusvaloren la gracia que recibieron. Pues esta seguridad no se promete a solos los apóstoles o a sus compañeros, sino a todos los que crean en Dios por la palabra de ellos. Dice en efecto: No sólo ruego por ellos, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos.

Porque a vosotros, hermanos, se os ha concedido la gracia no sólo de creer en él, sino de sufrir por él, como dice el Apóstol. A vosotros, esto es, a los que la fe en la promesa de Cristo, lejos de hacerlos más negligentes en la seguridad, los torna más fervientes en la alegría, y embarcados en una lucha sin cuartel contra los vicios, los corona con un martirio asiduo. Asiduo, pero fácil; fácil, pero sublime. Fácil, porque nada nos manda que supere nuestras posibilidades; sublime, porque la victoria es sobre todo el poderío de aquel fuerte bien armado. ¿O es que no es fácil llevar el suave yugo de Cristo? ¿Y acaso no es sublime ser coronado en su reino? Os ruego que me contestéis: ¿Puede haber algo más fácil que llevar las alas que llevan al que las lleva? ¿Y algo más sublime que planear sobre los cielos, donde Cristo ascendió?

Pero pensemos, hermanos; ¿podrá de repente alzar el vuelo a los cielos quien ahora no aprendiere a volar en el constante adiestramiento de cada día? Algunos vuelan contemplando; vuela tú al menos amando. Pablo fue, en éxtasis, arrebatado hasta el tercer cielo; Juan hasta la Palabra que existía en el principio; tú al menos no consientas en arrastrar por el polvo tu alma degenerada, ni soportes que tu corazón sumergido en la indolencia, se pudra en el cieno. Y si en alguna ocasión buscaste no los bienes de arriba, sino los de la tierra, repróchatelo a ti mismo y di al Señor con el profeta: ¿No te tengo a ti en el cielo? Y contigo, ¿qué me importa la tierra? ¡Miserable de mí! ¡Cómo me equivocaba! Tan grandes como son los bienes que me están reservados en el cielo y yo los despreciaba. Tan nada los que hay en la tierra, y con qué avidez los deseaba. Cristo, tu tesoro, ha subido al cielo: esté allí también tu corazón. De allí procedes, allí está tu Padre y'allí está tu heredad; de allí esperas al Salvador. Amén.

Beato Guerrico de Igny, Sermón en la Ascensión del Señor (2-3.4.5: SC 202, 274-280)

miércoles, 20 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


¿Cómo podremos, pues, imitar a Cristo?


Nuestro Dios y Salvador realizó su plan de salvar al hombre levantándolo de su caída y haciendo que pasara del estado de alejamiento, al que le había llevado su desobediencia, al estado de familiaridad con Dios. Este fue el motivo de la venida de Cristo en la carne, de sus ejemplos de vida evangélica, de sus sufrimientos, de su cruz, de su sepultura y de su resurrección: que el hombre, una vez salvado, recobrara, por la imitación de Cristo, su antigua condición de hijo adoptivo.

Y así, para llegar a una vida perfecta, es necesario imitar a Cristo, no sólo en los ejemplos que nos dio durante su vida, ejemplos de mansedumbre, de humildad y de paciencia, sino también en su muerte, como dice Pablo, el imitador de Cristo: Muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos.

Mas, ¿de qué manera podremos reproducir en nosotros su muerte? Sepultándonos con él por el bautismo. ¿En qué consiste este modo de sepultura, y de qué nos sirve el imitarla? En primer lugar, es necesario cortar con la vida anterior. Y esto nadie puede conseguirlo sin aquel nuevo nacimiento de que nos habla el Señor, ya que la regeneración, como su mismo nombre indica, es el comienzo de una vida nueva. Por esto, antes de comenzar esta vida nueva, es necesario poner fin a la anterior. En esto sucede lo mismo que con los que corren en el estadio: éstos, al llegar al fin de la primera parte de la carrera, antes de girar en redondo, necesitan hacer una pequeña parada o pausa, para reemprender luego el camino de vuelta; así también, en este cambio de vida, era necesario interponer la muerte entre la primera vida y la posterior, muerte que pone fin a los actos precedentes y da comienzo a los subsiguientes.

¿Cómo podremos, pues, imitar a Cristo en su descenso a la región de los muertos? Imitando su sepultura mediante el bautismo. En efecto, los cuerpos de los que son bautizados quedan, en cierto modo, sepultados bajo las aguas. Por esto el bautismo significa, de un modo misterioso, el despojo de las obras de la carne, según aquellas palabras del Apóstol: Fuisteis circuncidados con una circuncisión no hecha por hombres, cuando os despojaron de los bajos instintos de la carne, por la circuncisión de Cristo. Por el bautismo fuisteis sepultados con él, ya que el bautismo en cierto modo purifica el alma de las manchas ocasionadas en ella por el influjo de esta vida en carne mortal, según está escrito: Lávame: quedaré más blanco que la nieve. Por esto reconocemos un solo bautismo salvador, ya que es una sola la muerte en favor del mundo y una sola la resurrección de entre los muertos, y de ambas es figura el bautismo.

San Basilio Magno, Libro sobre el Espíritu Santo (Cap 15, 35: PG 32 127-130)

martes, 19 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo, anuncio anticipado del nacimiento que supera nuestra naturaleza


Su generación, ¿quién la explicará? No voy a hablaros ahora de la divina generación, sino de la de aquí abajo, de la que tuvo lugar en la tierra, de la que tenemos infinidad de testimonios. Y aun de ésta sólo os hablaré en la medida en que me lo permita la gracia del Espíritu Santo. Y no penséis que es cuestión de poca monta oír hablar de la generación temporal; levantad más bien vuestras almas y estremeceos cuando oís decir que Dios ha venido a la tierra. Es este un acontecimiento tan maravilloso y sorprendente, que los mismos coros angélicos dieron testimonio de ello haciendo resonar por toda la tierra un himno de gloria, y los antiguos profetas quedaron estupefactos al ver que Dios apareció en el mundo y vivió entre los hombre.

Verdaderamente es algo inaudito que un Dios inefable, inexplicable, incomprensible e igual al Padre se dignara descender a unas entrañas virginales, nacer de una mujer y tener en su árbol genealógico a David y a Abrahán. Al oír esto, levantad el ánimo y, desechando ruines pensamientos, maravillaos más bien de que, siendo Hijo e Hijo natural del Dios eterno, se dignó ser llamado asimismo Hijo de David para haceros a vosotros Hijos de Dios; se dignó tener un padre esclavo, para daros a vosotros, que erais esclavos, al Señor por Padre.

¿Ves cómo desde el principio se nos presentan los evangelios? Si dudas de lo que a ti te concierne, cree lo tuyo por lo que a él se refiere. Pues desde el punto de vista humano, es más difícil comprender a un Dios hecho hombre, que a un hombre hecho hijo de Dios. Cuando oigas, pues, que el Hijo de Dios se ha hecho hijo de David y de Abrahán, no te quepa la menor duda de que tú, hijo de Adán como eres, puedes llegar a ser hijo de Dios. En efecto, no sin motivo se humilló él hasta tal extremo, si no hubiera querido exaltarnos a nosotros. Nace él según la carne para que tú nazcas según el espíritu; nació de mujer, para que tú dejes de ser meramente hijo de mujer.

Hay, pues, dos generaciones en Cristo: la humana igual que la nuestra y la divina superior a la nuestra. Nacer de mujer es algo que compartió con nosotros; pero no haber nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino del Espíritu Santo, era un anuncio anticipado del nacimiento que supera nuestra naturaleza y que él nos ha de dar por la gracia del Espíritu Santo.

San Juan Crisóstomo, Homilía 2 sobre el evangelio de san Mateo, (2: PG 57, 25-26)

lunes, 18 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo se hizo obediente, hasta la muerte, por nuestra salvación


Esta es la historia de todo lo ocurrido que, consignada en los Libros sagrados, describe, como en un cuadro, el misterio del Salvador, consumado hasta en sus más ínfimos detalles. Es incumbencia nuestra adaptar la luz espléndida de la verdad a los acontecimientos que sucedieron en figura, y explicar con mayor claridad y uno por uno todos los sucesos que hemos propuesto. De esta forma, les resultará más fácil a los creyentes captar claramente el abstruso y recóndito misterio del amor.

Tomó, pues, el bienaventurado Abrahán al muchacho y se fue de prisa al lugar que Dios le había indicado. El muchacho era conducido al sacrificio por su padre, como símbolo y confirmación de que no debe atribuirse al poder humano o a la maldad de los enemigos el hecho de que Jesucristo, nuestro Señor, fuera conducido a la cruz, sino a la voluntad del Padre, el cual permitió, de acuerdo con una decisión previamente pactada, que él sufriese la muerte en beneficio de todos. Es lo que en un momento dado el mismo Jesús dio a entender a Pilato: No tendrías, dijo, ninguna autoridad sobre mí, si no te lo hubieran dado de lo alto; y en otro momento, dirigiéndose a su Padre del cielo, se expresó así: Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.

Abrahán tomó la leña para el sacrificio, y se lo cargó a su hijo Isaac. Igualmente los judíos, sin vencer ni coaccionar el poder de la naturaleza divina que eventualmente les fuera contrario, sino permitiéndolo así el eterno Padre en cumplimiento de un acuerdo anteriormente tomado y al que en cierto modo ellos servían sin saberlo, cargaron la cruz sobre los hombros del Salvador. Como testigo de ello, un testigo ajeno a cualquier sospecha de mentira, podemos aducir al profeta Isaías, que se expresa de este modo: Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre él nuestra iniquidad.

Cuando finalmente el patriarca llegó al sitio que le había dicho Dios, con mucha destreza y arte construyó un altar; sin duda para darnos con esto a entender, que la cruz impuesta a nuestro Salvador y que los hombres tenían por un simple leño, a los ojos del Padre común de la humanidad era considerada como un grandioso y excelso altar, erigido para la salvación del mundo e impregnado del incienso de una víctima santa y purísima.

Por eso Cristo, mientras su cuerpo era flagelado y al mismo tiempo escupido por los atrevidísimos judíos, decía, por el profeta Isaías, estas palabras: Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. Pues el Padre es un solo Dios, y Jesucristo, un solo Señor: ¡bendito él por siempre! El cual, desdeñando la ignominia por nuestra salvación, y hecho obediente al Padre, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, para que habiendo el Salvador dado su vida por nosotros y en nuestro lugar, pudiera a su vez resucitarnos de entre los muertos, vivificados por el Espíritu Santo; situarnos en el domicilio celestial, abiertas de par en par las puertas del cielo y colocar en la presencia del Padre y ante sus ojos, aquella naturaleza humana, que desde tiempo inmemorial se le había sustraído huyendo de él por el pecado.

Amados hermanos, que por estas egregias hazañas de nuestro Salvador, prorrumpan las bocas de todos en alabanza, y que todas las lenguas se afanen en componer cantos de alabanza en su honor, haciendo suyo aquel dulcísimo cántico: Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas. Asciende una vez consumada la obra de la salvación humana. Y no sólo sube, sino que: subiste a la cumbre llevando cautivos, te dieron tributo de hombres.

San Cirilo de Alejandría, Homilía pascual 5 (7: PG 77, 495-498)

domingo, 17 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Os hace falta constancia para cumplir la voluntad de Dios


Dice el Apóstol: Os hace falta constancia para cumplir la voluntad de Dios y alcanzar la recompensa. Por eso, necesitáis una sola cosa: esperar todavía un poquito, sin combatir aún. Habéis llegado ya a la corona; habéis soportado luchas, cadenas, tribulaciones; os han confiscado los bienes. ¿Qué más podéis hacer? Sólo os resta perseverar con valentía, para ser coronados. Sólo os queda esto por soportar: la prolongada espera de la futura corona. ¡Qué gran consuelo!

¿Qué pensaríais de un atleta que, después de haber vencido y superado a todos sus adversarios y no teniendo ya nadie con quien combatir, finalmente, cuando debiera ser coronado, no supiera esperar la llegada de quien debe imponerle la corona, y no teniendo paciencia para esperar, quisiera salir y marcharse como quien es incapaz de soportar la sed y el calor estival? ¿Qué es lo que el mismo Apóstol nos dice apuntando a esta posibilidad? «Un poquito de tiempo todavía, y el que viene llegará sin retraso».

Y para que no digan: «¿Cuándo llegará?», les conforta con la Escritura, para la cual este compás de espera es una no pequeña merced. Dice en efecto: «Mi justo vivirá de fe, pero, si se arredra, le retiraré mi favor».

Este es un gran consuelo: mostrar que incluso los que siempre han obrado rectamente pueden echarlo todo a perder por indolencia: Pero nosotros no somos gente que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma. Estas palabras fueron escritas para los Hebreos, pero es una exhortación que vale también para muchos hombres de hoy. Y ¿para quiénes concretamente? Para aquellos de ánimo débil y mezquino. Porque, cuando ven que los malos saben conducir bien sus propios negocios y ellos no, se afligen, se dejan invadir por la tristeza y lo soportan mal. Les desearían más bien penas y castigos, esperando para ellos el premio por las propias fatigas. Un poquito de tiempo todavía –decía hace un momento Pablo–, y el que viene llegará sin retraso.

Por eso, diremos a los desidiosos y negligentes: de seguro que nos llegará el castigo, vendrá ciertamente; la resurrección está ya a las puertas. Y ¿cómo lo sabemos?, preguntará alguno. No diré que por los profetas, pues mis palabras no van dirigidas a solos los cristianos. Son muchas las cosas que ha predicado Cristo: si no se hubieran acreditado de verdaderas, no deberíais creer tampoco éstas; mas si, por el contrario, las cosas que él anunció de antemano han tenido cumplimiento, ¿a qué dudas de las otras? Sería más difícil creer si nada hubiera sucedido, que no creer cuando todo se ha verificado. Lo aclararé más todavía con un ejemplo: Cristo predijo que Jerusalén sería objeto de una destrucción tal, como no la había habido igual hasta el momento, y que jamás sería reconstruida en su primitivo esplendor: y la profecía realmente se cumplió. Predijo que vendría una gran tribulación, y así sucedió.

Predijo que la predicación habría de difundirse como un grano de mostaza y nosotros comprobamos que día a día esa semilla invade todo el universo. Predijo: En el mundo tendréis luchas: pero tened valor: Yo he vencido al mundo, es decir, ninguno os vencerá; y vemos que también esto se ha cumplido. Predijo que el poder del infierno no prevalecería contra la Iglesia, aunque fuera perseguida, y que nadie sería capaz de neutralizar la predicación, y la experiencia da testimonio de que así ha sucedido.

San Juan Crisóstomo, Homilía 21 sobre la carta a los Hebreos (2-3: PG 63, 150-152)

sábado, 16 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Contemplación de la pasión del Señor


El verdadero venerador de la pasión del Señor tiene que contemplar de tal manera, con la mirada del corazón, a Jesús crucificado, que reconozca en él su propia carne.

Toda la tierra ha de estremecerse ante el suplicio del Redentor: las mentes infieles, duras como la piedra, han de romperse, y los que están en los sepulcros, quebradas las losas que los encierran, han de salir de sus moradas mortuorias. Que se aparezcan también ahora en la ciudad santa, esto es, en la Iglesia de Dios, como un anuncio de la resurrección futura, y lo que un día ha de realizarse en los cuerpos efectúese ya ahora en los corazones.

A ninguno de los pecadores se le niega su parte en la cruz, ni existe nadie a quien no auxilie la oración de Cristo. Si ayudó incluso a sus verdugos, ¿cómo no va a beneficiar a los que se convierten a él?

Se eliminó la ignorancia, se suavizaron las dificultades, y la sangre de Cristo suprimió aquella espada de fuego que impedía la entrada en el paraíso de la vida. La obscuridad de la vieja noche cedió ante la luz verdadera.

Se invita a todo el pueblo cristiano a disfrutar de las riquezas del paraíso, y a todos los bautizados se les abre la posibilidad de regresar a la patria perdida, a no ser que alguien se cierre a sí mismo aquel camino que quedó abierto, incluso, ante la fe del ladrón arrepentido.

No dejemos, por tanto, que las preocupaciones y la soberbia de la vida presente se apoderen de nosotros, de modo que renunciemos al empeño de conformarnos a nuestro Redentor, a través de sus ejemplos, con todo el impulso de nuestro corazón. Porque no dejó de hacer ni sufrir nada que fuera útil para nuestra salvación, para que la virtud que residía en la cabeza residiera también en el cuerpo.

Y, en primer lugar, el hecho de que Dios acogiera nuestra condición humana, cuando la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, ¿a quién excluyó de su misericordia, sino al infiel? ¿Y quién no tiene una naturaleza común con Cristo, con tal de que acoja al que a su vez lo ha asumido a él, puesto que fue regenerado por el mismo Espíritu por el que él fue concebido? Y además, ¿quién no reconocerá en él sus propias debilidades? ¿Quién dejará de advertir que el hecho de tomar alimento, buscar el descanso y el sueño, experimentar la solicitud de la tristeza y las lágrimas de la compasión es fruto de la condición humana del Señor?

Y como, desde antiguo, la condición humana esperaba ser sanada de sus heridas y purificada de sus pecados, el que era unigénito Hijo de Dios quiso hacerse también hijo de hombre, para que no le faltara ni la realidad de la naturaleza humana ni la plenitud de la naturaleza divina.

Nuestro es lo que, por tres días, yació exánime en el sepulcro y, al tercer día, resucitó; lo que ascendió sobre todas las alturas de los cielos hasta la diestra de la majestad paterna: para que también nosotros, si caminamos tras sus mandatos y no nos avergonzamos de reconocer lo que, en la humildad del cuerpo, tiene que ver con nuestra salvación, seamos llevados hasta la compañía de su gloria; puesto que habrá de cumplirse lo que manifiestamente proclamó: Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo.

San León Magno, Sermón 15 sobre la Pasión del Señor (3-4: PL 54, 366-367)


viernes, 15 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo otorgó a todos la salud y cargó con el pecado de todos.


El médico bueno, que cargó con nuestras enfermedades, sanó nuestras dolencias, y sin embargo, no se arrogó la dignidad de sumo sacerdote; pero el Padre, dirigiéndose a él, le dijo: Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy. Y en otro lugar le dice también: Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec. Y como había de ser el tipo de todos los sacerdotes, asumió una carne mortal, para, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentar oraciones y súplicas a Dios Padre. El, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer, para enseñarnos a ser obedientes y así convertirse para nosotros en autor de salvación. Y de este modo, consumada la pasión y, llevado él mismo a la consumación, otorgó a todos la salud y cargó con el pecado de todos.

Por eso se eligió a Aarón como sacerdote, para que en la elección sacerdotal no prevaleciera la ambición humana, sino la gracia de Dios; no el ofrecimiento espontáneo ni la propia usurpación, sino la vocación celestial, de modo que ofrezca sacrificios por los pecados, el que pueda comprender a los pecadores, por estar él mismo –dice–envuelto en debilidades. Nadie debe arrogarse este honor; Dios es quien llama, como en el caso de Aarón; por eso Cristo no se arrogó el sacerdocio: lo aceptó.

Finalmente, como la sucesión aaronítica efectuada de acuerdo con la estirpe, tuviera más herederos de la sangre, que partícipes de la justicia, apareció –según el tipo de aquel Melquisedec de que nos habla el antiguo Testamento– el verdadero Melquisedec, el verdadero rey de la paz, el verdadero rey de la justicia, pues esto es lo que significa el nombre: sin padre, sin madre, sin genealogía; no se menciona el principio de sus días ni el fin de su vida. Esto puede decirse igualmente del Hijo de Dios, que no conoció madre en aquella divina generación, ni tuvo padre en el nacimiento de la virgen María; nacido antes de los siglos únicamente de Padre, nacido de sola la Virgen en este siglo, ni sus días pudieron tener comienzo, él que existía desde el principio. Y ¿cómo podría tener fin la vida de quien es el autor de la vida de todos? El es el principio y el fin de todas las cosas. Pero es que, además, esto lo aduce como ejemplo. Pues el sacerdote debe ser como quien no tiene ni padre ni madre: en él no debe mirarse la nobleza de su cuna, sino la honradez de sus costumbres y la prerrogativa de las virtudes.

Debe haber en él fe y madurez de costumbres: no lo uno sin lo otro, sino que ambas cosas coincidan en la misma persona juntamente con las buenas obras y acciones. Por eso el apóstol Pablo nos quiere imitadores de aquellos que, por la fe y la paciencia, poseen en herencia las promesas hechas a Abrahán, quien, por la paciencia, mereció recibir y poseer la gracia de bendición que se le había prometido. El profeta David nos advierte que debemos ser imitadores del santo Aarón, a quien para nuestra imitación, colocó entre los santos del Señor, diciendo: Moisés y Aarón con sus sacerdotes, Samuel con los que invocan su nombre.

San Ambrosio de Milán, Carta 67 (47-50: PL 16,1253-1254)

jueves, 14 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Por la sangre de Cristo, viene nuestra salvacion


Examinemos ahora cada uno de los nombres que se le han dado al Salvador y consideremos con mayor diligencia el porqué y el significado de cada uno de estos atributos. Así caerás en la cuenta de que ciertamente en él quiso Dios que residiera toda la plenitud de la divinidad corporalmente, de que él mismo es el lugar de la expiación, el pontífice y el sacrificio que se ofrece por el pueblo.

Sobre su calidad de pontífice habla claramente David en el salmo y el apóstol Pablo escribiendo a los Hebreos. Que sea también sacrificio, lo atestigua Juan cuando dice: Este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. En su calidad de sacrificio, se convierte, por su sangre, en víctima de propiciación por los pecados del pasado; esta propiciación llega, por el camino de la fe, a cada uno de los creyentes. Si no nos otorgara la remisión de los pecados del pasado, no tendríamos la prueba de que la redención se he operado ya.

Ahora bien: constándonos de la remisión de los pecados, es seguro que se ha llevado a cabo la propiciación mediante la efusión de su preciosa sangre: pues sin derramamiento de sangre, como dice el Apóstol, no hay perdón de los pecados.

Pero para que no creas que Pablo es el único en dar a Cristo el título de víctima de propiciación, escucha cómo también Juan está perfectamente de acuerdo en este tema, cuando dice: Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. Así pues, por la renovada propiciación de la sangre de Cristo se opera la remisión de los pecados del pasado, con la tolerancia de Dios, en la espera de mostrar su justicia salvadora.

La tolerancia de Dios radica en que el pecador no es inmediatamente castigado cuando comete el pecado, sino que, como el Apóstol dice en el mismo lugar, por la paciencia, Dios le empuja a la conversión; y se nos dice que en esto manifiesta Dios su justicia. Y con razón añade: en este tiempo; pues la justicia de Dios consiste, en este tiempo presente, en la tolerancia; la del futuro, en la retribución.

Orígenes, Comentario sobre la carta a los Romanos (Lib 3, 8: PG 14, 950-951)

miércoles, 13 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo expió nuestros pecados sin él haber pecado


El Padre envió al Hijo para que, en su nombre, exhortara y asumiera el oficio de embajador ante el género humano. Pero como quiera que, una vez muerto, él se ausentó, nosotros le hemos sucedido en la embajada, y os exhortamos en su nombre y en nombre del Padre. Pues aprecia tanto al género humano, que le dio a su Hijo, aun a sabiendas de que habrían de matarlo, y a nosotros nos ha nombrado apóstoles para vuestro bien. Por tanto, no creáis que somos nosotros quienes os rogamos: es el mismo Cristo el que os ruega, el mismo Padre os suplica por nuestro medio.

¿Hay algo que pueda compararse con tan eximia bondad? Pues ultrajado personalmente como pago de sus innumerables beneficios, no sólo no tomó represalias, sino que además nos entregó a su Hijo para reconciliamos con él. Mas quienes lo recibieron, no sólo no se cuidaron de congraciarse con él, sino que para colmo lo condenaron a muerte.

Nuevamente envió otros intercesores, y, enviados, es él mismo quien por ellos ruega. ¿Qué es lo que ruega? Reconciliaos con Dios. No dijo: Recuperad la gracia de Dios, pues no es él quien provoca la enemistad, sino vosotros; Dios efectivamente no provoca la enemistad. Más aún: viene como enviado a entender en la causa.

Al que no había pecado –dice–, Dios lo hizo expiar nuestros pecados. Aun cuando Cristo no hubiera hecho absolutamente nada más que hacerse hombre, piensa, por favor, lo agradecidos que debiéramos de estar a Dios por haber entregado a su Hijo por la salvación de aquellos que le cubrieron de injurias. Pero la verdad es que hizo mucho más, y por si fuera poco, permitió que el ofendido fuera crucificado por los ofensores.

Dice: Al que no había pecado, sino que era la misma justicia, lo hizo expiar nuestros pecados: esto es, toleró que fuera condenado como un pecador y que muriese como un maldito: pues maldito todo el que cuelga de un árbol. Era ciertamente más atroz morir de este modo, que morir simplemente. Es lo que él mismo viene a sugerir en otro lugar: Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz. Considerad, pues, cuántos beneficios habéis recibido de él.

En consecuencia, si amamos a Cristo como él se merece, nosotros mismos nos impondremos el castigo por nuestros pecados. Y no porque sintamos un auténtico horror por el infierno, sino más bien porque nos horroriza ofender a Dios; pues esto es más atroz que aquello: que Dios, ofendido, aparte de nosotros su rostro. Reflexionando sobre estos extremos, temamos ante todo el pecado: pecado significa castigo, significa infierno, significa males incalculables. Y no sólo lo temamos, sino huyamos de él y esforcémonos por agradar constantemente a Dios: esto es reinar, esto es vivir, esto es poseer bienes innumerables. De este modo entraremos ya desde ahora en posesión del reino y de los bienes futuros, bienes que ojalá todos consigamos por la gracia y la benignidad de nuestro Señor Jesucristo.

San Juan Crisóstomo, Homilía 11 sobre la segunda carta a los Corintios (3-4: PG 61, 478-480)

martes, 12 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


En Cristo está la verdadera Pascua


Amadísimos: El sacramento de la pasión del Señor, decretado desde tiempo inmemorial para la salvación del género humano y anunciado de muchas maneras a todo lo largo de los siglos precedentes, no esperamos ya que se manifieste, sino que lo adoramos cumplido. Para informarnos de ello concurren tanto los nuevos como los antiguos testimonios, pues lo que cantó la trompeta profética, nos lo hace patente la historia evangélica, y como está escrito: Una sima grita a otra sima con voz de cascadas; pues a la hora de entonar un himno a la gloriosa generosidad de Dios sintonizan perfectamente las voces de ambos Testamentos, y lo que estaba oculto bajo el velo de las figuras, resulta evidente a la luz de la revelación divina. Y aunque en los milagros que el Salvador hacía en presencia de las multitudes, pocos advertían la presencia de la Verdad, y los mismos discípulos, turbados por la voluntaria pasión del Señor, no se evadieron al escándalo de la cruz sin afrontar la tentación del miedo, ¿cómo podría nuestra fe comprender y nuestra conciencia recabar la energía necesaria, si lo que sabemos consumado, no lo leyéramos preanunciado?

Ahora bien: después que con la asunción de la debilidad humana la potencia de Cristo ha sido glorificada, las solemnidades pascuales no deben ser deslucidas por la aflicción indebida de los fieles; ni debemos con tristeza recordar el orden de los acontecimientos, ya que de tal manera el Señor se sirvió de la malicia de los judíos, que supo hacer de sus intenciones criminales, el cumplimiento de su voluntad de misericordia.

Y si cuando Israel salió de Egipto, la sangre del cordero les valió la recuperación de la libertad, y aquella fiesta se convirtió en algo sagrado, por haber alejado, mediante la inmolación de un animal, la ira del exterminador, ¿cuánto mayor gozo no debe inundar a los pueblos cristianos, por los que el Padre todopoderoso no perdonó a su Hijo unigénito, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, de modo que, en la inmolación de Cristo, la Pascua pasara a ser el verdadero y único sacrificio, mediante el cual fue liberado, no un solo pueblo de la dominación del Faraón, sino todo el mundo de la cautividad del diablo?

San León Magno, Sermón 60 sobre la Pasión del Señor (1-2: CCL 138A, 363-365)

lunes, 11 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Cristo se ofreció por nosotros


En los sacrificios de víctimas carnales que la Santa Trinidad, que es el mismo Dios del antiguo y del nuevo Testamento, había exigido que le fueran ofrecidos por nuestros padres, se significaba ya el don gratísimo de aquel sacrificio con el que el Hijo único de Dios, hecho hombre, había de inmolarse a sí mismo misericordiosamente por nosotros.

Pues, según la doctrina apostólica, se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor. El, como Dios verdadero y verdadero sumo sacerdote que era, penetró por nosotros una sola vez en el santuario, no con la sangre de los becerros y los machos cabríos, sino con la suya propia. Esto era precisamente lo que significaba aquel sumo sacerdote que entraba cada año con la sangre en el santuario.

El es quien, en sí mismo, poseía todo lo que era necesario para que se efectuara nuestra redención, es decir, él mismo fue el sacerdote y el sacrificio, él mismo fue Dios y templo: el sacerdote por cuyo medio nos reconciliamos, el sacrificio que nos reconcilia, el templo en el que nos reconciliamos, el Dios con quien nos hemos reconciliado.

Como sacerdote, sacrificio y templo, actuó solo, porque aunque era Dios quien realizaba estas cosas, no obstante las realizaba en su forma de siervo; en cambio, en lo que realizó como Dios, en la forma de Dios, lo realizó conjuntamente con el Padre y el Espíritu Santo.

Ten, pues, por absolutamente seguro, y no dudes en modo alguno, que el mismo Dios unigénito, Verbo hecho carne, se ofreció por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor, el mismo en cuyo honor, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, los patriarcas, profetas y sacerdotes ofrecían, en tiempos del antiguo Testamento, sacrificios de animales; y a quien ahora, o sea, en el tiempo del Testamento nuevo, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, con quienes comparte la misma y única divinidad, la santa Iglesia católica no deja nunca de ofrecer, por todo el universo de la tierra, el sacrificio del pan y del vino, con fe y caridad.

Así, pues, en aquellas víctimas carnales se significaba la carne y la sangre de Cristo; la carne que él mismo, sin pecado como se hallaba, había de ofrecer por nuestros pecados, y la sangre que había de derramar en remisión también de nuestros pecados; en cambio, en este sacrificio se trata de la acción de gracias y del memorial de la carne de Cristo, que él ofreció por nosotros, y de la sangre, que, siendo como era Dios, derramó por nosotros. Sobre esto afirma el bienaventurado Pablo en los Hechos de los apóstoles: Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con su propia sangre.

Por tanto, aquellos sacrificios eran figura y signo de lo que se nos daría en el futuro; en este sacrificio, en cambio, se nos muestra de modo evidente lo que ya nos ha sido dado.

En aquellos sacrificios se anunciaba de antemano al Hijo de Dios, que había de morir a manos de los impíos; en este sacrificio, en cambio, se le anuncia ya muerto por ellos, como atestigua el Apóstol al decir: Cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; y añade: Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo.

San Fulgencio de Ruspe, Tratado sobre la verdadera fe a Pedro (Cap 22, 62: CCL 91A, 726.750-751)

domingo, 10 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Somos bendecidos por Cristo


Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama, como en el caso de Aarón. Tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote, sino aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy», o como dice otro pasaje de la Escritura: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec».

No puede decirse que el Hijo de Dios, en cuanto Palabra engendrada por el Padre, había ejercido el sacerdocio; ni que pertenecía a la estirpe sacerdotal, sino en cuanto que se hizo hombre por nosotros. Como se le da el título de profeta y de apóstol, se le da asimismo el de sacerdote, en virtud de la naturaleza humana que asumió. Los oficios serviles corresponden a quien se encuentra en una situación de siervo. Y ésta ha sido para él una situación de anonadamiento: el que es igual que el Padre y es asistido por el coro de los serafines y servido por millares de ángeles, después de haberse anonadado, sólo entonces es proclamado sacerdote de los consagrados y del verdadero tabernáculo. Es santificado juntamente con nosotros, él que es superior a toda criatura. El santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos, cuando dice: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos».

Por eso Dios que santifica, cuando se hizo hombre y habitó entre nosotros, hasta el punto de llamarse hermano nuestro en razón de su naturaleza humana, entonces se afirma que se santificó con nosotros. Le fue posible ejercer el sacerdocio y santificarse con nosotros gracias a la humanidad que había asumido: todo esto hemos de referirlo a su anonadamiento, si queremos pensar rectamente. Estableció, pues, a Melquisedec como imagen y figura de Cristo, por lo cual puede denominarse «rey de justicia y rey de paz». Este título conviene místicamente sólo al Emmanuel: él es efectivamente el autor de la justicia y de la paz, de las que nos ha hecho don a los hombres. Depuesto el yugo del pecado, todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo. De nuestra miserable condición de pecadores, que nos había hecho esclavos separándonos de Dios, hemos obtenido la paz con Dios Padre, purificados y unidos a él por medio del Espíritu; pues el que se une al Señor es un espíritu con él.

Después afirma san Pablo que la bendición invocada sobre Abrahán y la ofrenda del pan y del vino eran símbolo y figura de un sacerdocio más excelente.

Así pues, somos bendecidos cada vez que acogemos como don del cielo y viático para la vida aquellos dones místicos y arcanos. Somos bendecidos por Cristo y por la oración que ha dirigido al Padre por nosotros. Efectivamente, Melquisedec bendijo a Abrahán con estas palabras: Bendito sea el Dios altísimo, que ha entregado tus enemigos a tus manos. Y nuestro Señor Jesucristo, nuestro intercesor: Padre santo —dijo—, santifícalos en la verdad.

De la misma interpretación de los nombres deduce Pablo por qué Melquisedec es figura de Cristo; como ejemplo, pone expresamente ante nuestros ojos su peculiar tipo de sacerdocio: Melquisedec ofreció pan y vino. Por eso dice de él: No se menciona el principio de sus días ni el fin de su vida. En virtud de esta semejanza con el Hijo de Dios, permanece sacerdote para siempre.

San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el libro del Génesis (Lib 2, 7-9: PG 69, 99-106)

sábado, 9 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Jesucristo ora por nosotros


No pudo Dios hacer a los hombres un don mayor que el de darles por cabeza al que es su Palabra, por quien ha fundado todas las cosas, uniéndolos a él como miembros suyos, de forma que él es Hijo de Dios e Hijo del hombre al mismo tiempo, Dios uno con el Padre y hombre con el hombre, y así, cuando nos dirigimos a Dios con súplicas, no establecemos separación con el Hijo, y cuando es el cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su cabeza, y el mismo salvador del cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros.

Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro. Reconozcamos, pues, en él nuestras propias voces y reconozcamos también su voz en nosotros.

Por lo cual, cuando se dice algo de nuestro Señor Jesucristo, sobre todo en profecía, que parezca referirse a alguna humillación indigna de Dios, no dudemos en atribuírsela, ya que él tampoco dudó en unirse a nosotros. Todas las criaturas le sirven, puesto que todas las criaturas fueron creadas por él.

Y, así, contemplamos su sublimidad y divinidad, cuando oímos: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho; pero, mientras consideramos esta divinidad del Hijo de Dios, que sobrepasa y excede toda la sublimidad de las criaturas, lo oímos también en algún lugar de las Escrituras como si gimiese, orase y confesase su debilidad.

Y entonces dudamos en referir a él estas palabras, porque nuestro pensamiento, que acababa de contemplarlo en su divinidad, retrocede ante la idea de verlo humillado; y, como si fuera injuriarlo el reconocer como hombre a aquel a quien nos dirigíamos como a Dios, la mayor parte de las veces nos detenemos y tratamos de cambiar el sentido; y no encontramos en la Escritura otra cosa sino que tenemos que recurrir al mismo Dios, pidiéndole que no nos permita errar acerca de él.

Despierte, por tanto, y manténgase vigilante nuestra fe; comprenda que aquel al que poco antes contemplábamos en la condición divina aceptó la condición de esclavo, asemejado en todo a los hombres e identificado en su manera de ser a los humanos, humillado y hecho obediente hasta la muerte; pensemos que incluso quiso hacer suyas aquellas palabras del salmo, que pronunció colgado de la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Por tanto, es invocado por nosotros como Dios, pero él ruega como siervo; en el primer caso, le vemos como creador, en el otro como criatura; sin sufrir mutación alguna, asumió la naturaleza creada para transformarla y hacer de nosotros con él un solo hombre, cabeza y cuerpo. Oramos, por tanto, a él, por él y en él, y hablamos junto con él, ya que él habla junto con nosotros.

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 85 (1: CCL 39, 1176-1177)

viernes, 8 de marzo de 2013

Una Meditación y una Bendición


Eficacia de la oración


Muchísimas veces, cuando Dios contempla a una muchedumbre que ora en unión de corazones y con idénticas aspiraciones, podríamos decir que se conmueve hasta la ternura. Hagamos, pues, todo lo posible para estar concordes en la plegaria, orando unos por otros, como los corintios rezaban por los apóstoles. De esta forma, cumplimos el mandato y nos estimulamos a la caridad. Y al decir caridad, pretendo expresar con este vocablo el conjunto de todos los bienes; debemos aprender, además, a dar gracias con un más intenso fervor.

Pues los que dan gracias a Dios por los favores que los otros reciben, lo hacen con mayor interés cuando se trata de sí mismos. Es lo que hacía David, cuando decía: Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre; es lo que el Apóstol recomienda en diversas ocasiones; es lo que nosotros hemos de hacer, proclamando a todos los beneficios de Dios, para asociarlos a todos a nuestro cántico de alabanza.

Pues si cuando recibimos un favor de los hombres y lo celebramos, disponemos su ánimo a ser más solícitos para merecer nuestro agradecimiento, con mayor razón nos granjearemos una mayor benevolencia del Señor cada vez que pregonamos sus beneficios. Y si, cuando hemos conseguido de los hombres algún beneficio, invitamos también a otros a unirse a nuestra acción de gracias, hemos de esforzarnos con mucho mayor ahínco por convocar a muchos que nos ayuden a dar gracias a Dios. Y si esto hacía Pablo, tan digno de confianza, con más razón habremos de hacerlo nosotros también.

Roguemos una y otra vez a personas santas que quieran unirse a nuestra acción de gracias, y hagamos nosotros recíprocamente lo mismo. Esta es una de las misiones típicas del sacerdote, por tratarse del más importante bien común. Disponiéndonos para la oración, lo primero que hemos de hacer es dar gracias por todo el mundo y por los bienes que todos hemos recibido. Pues si bien los beneficios de Dios son comunes, sin embargo tú has conseguido la salvación personal precisamente en comunidad. Por lo cual, debes por tu salvación personal elevar una común acción de gracias, como es justo que por la salvación comunitaria ofrezcas a Dios una alabanza personal. En efecto, el sol no sale únicamente para ti, sino para todos en general; y sin embargo, en parte lo tienes todo: pues un astro tan grande fue creado para común utilidad de todos los mortales juntos. De lo cual se sigue, que debes dar a Dios tantas acciones de gracias, como todos los demás juntos; y es justo que tú des gracias tanto por los beneficios comunes, como por la virtud de los otros.

Muchas veces somos colmados de beneficios a causa de los otros. Pues si se hubieran encontrado en Sodoma al menos diez justos, los sodomitas no habrían incurrido en las calamidades que tuvieron que soportar. Por tanto, con gran libertad y confianza, demos gracias a Dios en representación también de los demás: se trata de una antigua costumbre, establecida en la Iglesia desde sus orígenes. He aquí por qué Pablo da gracias por los romanos, por los corintios y por toda la humanidad.

San Juan Crisóstomo, Homilía 2 sobre la segunda carta a los Corintios (4-5: PG 61, 397-399)