miércoles, 31 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Cristo murió por todos

Está escrito que Dios creó, de los dos pueblos, un solo hombre nuevo. Dios Padre quiere —es mi opinión— justificar al justo que sirve bien a una multitud, cuyos pecados él mismo perdonará. Este justo que sirve bien a una multitud, no es otro —según creo— que nuestro Señor Jesucristo. En efecto, él vino no a ser servido, sino —como él mismo dijo— más bien a servir, de acuerdo con la economía de la humanización. Esta es la razón por la que san

Pablo creyó poder llamarle «ministro». Dice, en efecto, hablando de la ley y del nuevo Testamento: Si el ministro de la condena tuvo su esplendor, ¡cuánto más no resplandecerá el ministro del perdón!

Cristo es, pues, el justo irreprensible, que sirve bien a una multitud. El Verbo de Dios tomó efectivamente la condición de esclavo, no, cierto, para venir en ayuda de su propia naturaleza, sino para gratificarnos con la suya y como para ejercer en favor nuestro aquel ministerio, por el que, además, somos salvados. El es justificado al archivar la sospecha que insinuaba la posibilidad de una pretendida culpabilidad, por la que justamente habría padecido la muerte sobre el madero: de hecho, mientras los israelitas satisfacen en él las penas debidas a su impiedad, él reina sobre toda la tierra y sobre las multitudes que acuden a él. Que esta economía de la encarnación posea un ministerio tan eficaz lo demuestra la Escritura cuando dice: El salvará a su pueblo de los pecados.

En realidad, para apartar el pecado del mundo, él lo tomó sobre sí, y uno murió por todos, pues era como la personificación de todos: por eso sirvió a una multitud. Al decir «a una multitud» se refiere a las naciones. Israel era una sola nación. Por haber él —dice— cargado con el pecado de muchos, le daré una multitud como parte, y con poderosos repartirá despojos. Por «multitud» hay que entender aquí los que provienen de las naciones: éstos, diseminados por una infinidad de lugares, eran mucho más numerosos que los israelitas; por «poderosos» hay que entender bien los santos apóstoles, o simplemente todos los que son poderosos con el poder de Cristo y están dotados de una virilidad espiritual: con ellos, como vencedores de Satán, repartirá los despojos.

Distribuye efectivamente con largueza entre sus santos las reservas de dones espirituales. Y así —dice— uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, el profetizar, el distinguir los buenos y malos espíritus, el don de curar. Atribuimos a los santos apóstoles el poder de la palabra, y afirmamos que todas las naciones estaban como bajo el dominio de Satanás. Pero aquel que posee a muchos, los dividió entre los santos mistagogos. Y así, unos fueron llamados por san Pedro al conocimiento de Cristo, salvador de todos nosotros; otros fueron conducidos a la luz de la verdad a través de la predicación de Pablo o de otro cualquiera de los santos apóstoles. Les repartió, por tanto, el Salvador como si se tratara de unos despojos, es decir, como si fuesen botín de guerra, la conversión y la vocación de aquellos que en un tiempo anduvieron a la deriva.

Era realmente necesario que todos reconocieran como Señor al que por todos había muerto; nos convence de ello Isaías cuando dice: Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de muchos y fue entregado por sus iniquidades.

Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 5, t 1: PG 70, 1190-1191)

martes, 30 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos

¡Convertíos! ¿Por qué no más bien: alegraos? Mejor, ¡alegraos!: porque a las realidades humanas suceden las divinas, a las terrenales las celestes, a las temporales las eternas, a las malas las buenas, a las ambiguas las seguras, a las molestas las dichosas, a las perecederas las perennes. ¡Convertíos! Sí, que se convierta, conviértase el que prefirió lo humano a lo divino, el que optó por servir al mundo más bien que dominar el mundo junto con el Señor del mundo. Conviértase, el que huyendo de la libertad a que da paso la virtud, eligió la esclavitud que consigo trae el vicio. Conviértase, y conviértase de veras, quien, por no retener la vida, se entregó en manos de la muerte.

Está cerca el reino de los cielos. El reino de los cielos es el premio de los justos, el juicio de los pecadores, pena de los impíos. Dichoso; por tanto, Juan, que quiso prevenir el juicio mediante la conversión; que deseó que los pecadores tuvieran premio y no juicio; que anheló que los impíos entraran en el reino, evitando el castigo. Juan proclamó ya cercano el reino de los cielos en el momento preciso en que el mundo, todavía niño, caminaba a la conquista de la madurez. Al presente conocemos lo próximo que está ya este reino de los cielos al observar cómo al mundo, aquejado por una senectud extrema, comienzan a faltarle las fuerzas, los miembros se anquilosan, se embotan los sentidos, aumentan los achaques, rechaza los cuidados, muere a la vida, vive para las enfermedades, se hace lenguas de su debilidad, asegura la proximidad del fin.

Y nosotros, más duros que los mismos judíos, que vamos en pos de un mundo que se nos escapa, que no pensamos jamás en los tiempos que se avecinan y nos emborrachamos de los presentes, que tememos, colocados ya frente al juicio, que no salimos al encuentro del Señor que rápidamente se aproxima, que apostamos por la muerte y no suspiramos por la resurrección de entre los muertos, que preferimos servir a reinar, con tal de diferir el magnífico reinado de nuestro Señor, nosotros, digo, ¿cómo damos cumplimiento a aquello: Cuando oréis, decid: «Venga tu reino»?

Necesitados andamos nosotros de una conversión más profunda, adaptando la medicación a la gravedad de la herida. Convirtámonos, hermanos, y convirtámonos pronto, porque se acaba la moratoria concedida, está a punto de sonar para nosotros la hora final, la presencia del juicio nos está cerrando la oportunidad de una satisfacción. Sea solícita nuestra penitencia, para que no le preceda la sentencia: pues si el Señor no viene aún, si espera todavía, si da largas al juicio, es porque desea que volvamos a él y no perezcamos nosotros a quienes, en su bondad, nos repite una y otra vez: No quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y viva.

Cambiemos, pues, de conducta, hermanos, mediante la penitencia; no nos intimide la brevedad del tiempo, pues el autor del tiempo desconoce las limitaciones temporales. Lo demuestra el ladrón del evangelio, quien, pendiente de la cruz y en la hora de la muerte, robó el perdón, se apoderó de la vida, forzó el paraíso, penetró en el reino.

En cuanto a nosotros, hermanos, que no hemos sabido voluntariamente merecerlo, hagamos al menos de la necesidad virtud; para no ser juzgados, erijámonos en nuestros propios jueces; concedámonos la penitencia, para conseguir anular la sentencia.

Sermón 167 (PL 52, 637-638)

lunes, 29 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Cristo es la sabiduría

Son muchos los que buscaron la sabiduría y no consiguieron encontrarla; muchos los que la encontraron y no supieron retenerla. Y, sin embargo, dichoso el que establece su morada en la sabiduría. Salomón encontró la sabiduría, pero no permaneció en ella, pues, apartado de la sabiduría por las mujeres extranjeras, derivó hacia la insipiencia. Sabiduría consumada es aquella que este mundo considera como necedad, es decir, la sabiduría de Cristo; mejor dicho, Cristo mismo es la sabiduría, al cual —al decir del Apóstol— Dios ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención. Por eso, Pablo, matriculado en la escuela de esta sabiduría, afirma: Nunca me precié de saber cosa alguna sino a Jesucristo, y éste crucificado.

Es bueno buscar y retener esta sabiduría, que es santificación y redención. Siendo cualquier otra sabiduría vanidad y fuente de perdición, no puedes ser discípulo de esta escuela: El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío; más aún: El que no odia a su padre y a su madre, e incluso a sí mismo, no es digno de mí. ¡Buen Jesús! ¿por qué nos has tratado así? Moisés había impuesto una carga que ni nosotros ni nuestros padres hemos tenido fuerzas para soportar. Esperábamos que túaligeraras nuestras cargas, y ahora gravas tu mano sobre nosotros. ¿Es que no era ya bastante .pesada la mano de Moisés? ¿Has venido a castigarnos a latigazos? ¿Buscas acaso un motivo para descargar tu ira contra nosotros y hacernos perecer? ¿No eres tú, Jesús, el Salvador y no el perdedor?

¿Por qué nos mandas lo que no podemos cumplir?: ¿odiar al padre y a la madre y a uno mismo, y amar al enemigo? Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso? Me dirigiría a otras escuelas, y me elegiría otro maestro: pero oigo a Pedro responder por sí mismo y en nombre de los demás: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Si parece gravoso tu precepto y duro tu lenguaje, sé, sin embargo, que es grande tu bondad que reservas para tus fieles.

Esperaré, pues, en ti, cuya sabiduría no puede fallar, cuyo poder no puede ser vencido, cuya benevolencia es infatigable y cuya caridad no puede sufrir mengua. Aunque quisieras flagelarme, abrasarme, trocearme, matarme, esperaré en ti, Señor, con tal de que me ayudes y me enseñes a cumplir tu voluntad; dame tan sólo, Señor, una señal propicia, para que te busque y espere en ti. Tú eres bueno para los que esperan en ti, para el alma que te busca. Sé que quienes te sirven no están agobiados, sino, al revés, muy honrados, pues tú, Dios mío, has honrado sobremanera a tus amigos. Sé que cualquier yugo de servidumbre se hace aceptable con el recuerdo de tu bondad.

Sermón 53 (PL 207, 715-716)

domingo, 28 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Preciosa la sabiduría que nos da a conocer a Dios

Preciosa la sabiduría que nos da a conocer a Dios y nos enseña a despreciar el mundo. Quien la encontrare, dichoso será si la retiene. ¿Qué podría dar a cambio? Conságrate a la obediencia y recibe la sabiduría. Así está efectivamente escrito: ¿Deseas la sabiduría? Guarda los mandamientos, y el Señor te la concederá. Si quieres ser sabio, sé obediente. La obediencia ignora la voluntad propia, y se somete a la voluntad e imperio de otro. Abrázala, pues, con todo el afecto del corazón y con todo el esfuerzo corporal; abraza, repito, el bien de la obediencia para que, por medio de ella, tengas acceso a la luz de la sabiduría. Así está efectivamente escrito: Contempladlo y quedaréis radiantes. Es decir, contempladlo a través de la obediencia, ya que no hay acceso más directo y seguro, y la sabiduría os volverá radiantes.

Quien no conoce a Dios no sabe a dónde va, sino que camina en tinieblas y su pie tropieza en la piedra. La sabiduría es luz, me refiero a aquella luz verdadera que ilumina a todo hombre, no al hombre que rezuma sabiduría de este mundo, sino al que viene contra este mundo, de modo que no es del mundo, aun cuando esté en el mundo. Este es el hombre nuevo que, depuesto el perverso y vil modo de ser del hombre viejo, trata de andar en una vida nueva, consciente de que no existe posibilidad de condena para quienes caminan no según la carne, sino según el Espíritu.

Mientras sigas tu propia voluntad, nunca te verás libre del tumulto interior, aunque en un momento dado te parezca que se ha calmado el tumulto exterior. Este tumulto de la propia voluntad no puede cesar en ti, mientras no se cambie el afecto carnal y comiences a tomar gusto a Dios. Por eso se afirma que los impíos se ven libres del tumulto gracias a la luz de la sabiduría, porque habiendo gustado qué bueno es el Señor, automáticamente dejan de ser impíos, adorando desde ese preciso momento al Creador en vez de a la criatura, y en el instante mismo en que abandonan la propia voluntad, en ese mismo momento experimentan, en la paz, el final de su íntimo tormento.

Dando, pues, de lado el tumulto de los afectos y el estrépito de los pensamientos, se hace la paz en tu interiory Dios comienza a habitar en tu corazón, pues su morada está en la paz. Y donde está Dios, allí está el gozo; donde está Dios, allí está la tranquilidad; donde está Dios, allí está la felicidad.

Sermón en la Epifanía (7: Opera omnia, ed. Cister 1970, 6/1, 26-27)

sábado, 27 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Alegrémonos, pues hemos merecido ser templo de Dios

El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros. La razón de que se construyan estos templos de madera y piedra es para que en ellos puedan reunirse los templos vivos de Dios, y de este modo pasen a formar el único templo de Dios. Un cristiano, un templo de Dios; muchos cristianos, muchos templos de Dios. Ved, pues, hermanos, lo hermoso que es el templo formado por muchos templos; y así como una pluralidad de miembros constituyen un solo cuerpo, así también una multitud de templos forman un único templo.

Ahora bien, estos templos de Cristo, esto es, las almas santas de los cristianos, están esparcidos por todo el mundo: cuando llegue el día del juicio, todos se reunirán y, en la vida eterna, formarán un único templo. Lo mismo que los múltiples miembros de Cristo forman un solo cuerpo y tienen una única cabeza, Cristo, así aquellos templos tendrán un único morador, Cristo, pues él es nuestra cabeza. Así se expresa efectivamente el Apóstol: Que el Padre os conceda por medio de su Espíritu: robusteceros en lo profundo de vuestro ser; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones.

Alegrémonos, porque hemos merecido ser templo de Dios; pero vivamos al mismo tiempo en el temor de destruir con nuestras malas obras el templo de Dios. Temamos lo que dice el Apóstol: Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él. Pues el Dios que sin trabajo alguno creó el cielo y la tierra con el poder de su Palabra se digna habitar en ti. Debes, en consecuencia, comportarte de modo que no llegues a ofender a tan distinguido huésped. Que Dios no encuentre en ti, es decir, en su templo, nada sórdido, nada tenebroso, nada soberbio: porque en el momento mismo en que allí recibiera la menor ofensa, inmediatamente se marcharía; y si se marchare el redentor, en seguida se acercaría el seductor.

Por tanto, hermanos, ya que Dios ha querido hacer de nosotros su templo, y en nosotros, se ha dignado fijar su morada, tratemos, en la medida de nuestras posibilidades y secundados por su ayuda, de eliminar lo superfluo y atesorar lo que es útil. Si, con la ayuda de Dios, actuamos de esta suerte, hermanos, es como si cursáramos a Dios una invitación para habitar de una manera permanente en el templo de nuestro corazón y de nuestro cuerpo.

Sermón 229 (2: CCL 104, 905-907)

viernes, 26 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

El rey pacífico gobierna a su pueblo con justicia

En muchos aspectos el rey Salomón representa el tipo del verdadero rey; me refiero a los muchos aspectos que de él nos cuenta la sagrada Escritura y que se refieren a lo que de mejor había en él. Por ejemplo, se le llama pacífico y se dice de él que estaba dotado de una inmensa sabiduría; construye el templo, gobierna a Israel y juzga al pueblo con justicia: y es del linaje de David. Se nos dice también que vino a visitarle la reina de Etiopía. Pues bien: todas estas cosas y otras por el estilo se dicen de él en sentido típico, pero describen el poder del Evangelio.

En efecto, ¿hay alguien más pacífico que aquel que dio muerte al odio, pero clavó a sus enemigos en la cruz, y a nosotros, mejor dicho, a todo el mundo lo reconcilió consigo; que abatió el muro de separación para crear, en él, de los dos, un solo hombre nuevo; que hizo las paces, y que predica la paz a los de lejos y también a los de cerca, por medio de los evangelizadores del bien?

Y ¿hay un constructor del templo comparable con aquel que pone los cimientos en los montes santos, es decir, en los profetas y apóstoles, que edifica —como dice el Apóstol— sobre el cimiento de los apóstoles y de los profetas, piedras animadas y con vida propia; piedras que por sí mismas y espontáneamente se integran en paredes compactas y conexas, como dice el profeta, de modo que, bien ajustadas y unidas con el poder de la fe y el vínculo de la paz, se van levantando hasta formar un templo consagrado, para ser morada de Dios, por el Espíritu?

Y que el Señor sea el rey de Israel dan de ello testimonio incluso sus enemigos, al colocar sobre la cruz el reconocimiento de su reino: Este es el Rey de los judíos. Aceptemos el testimonio, aun cuando parece reducir la extensión de su poder, limitando su dominio a sólo el reino de Israel. En realidad no es así: la misma inscripción colocada sobre la cruz le atribuye en cierto modo el imperio sobre todos, al no precisar que sea exclusivamente rey de los judíos. Antes, atestiguando su ilimitado dominio sobre los judíos, con las mismas palabras está asignándole tácitamente un dominio universal. En efecto, el rey de toda la tierra domina también sobre una parte de la misma.

El empeño de Salomón por juzgar según la verdad, apunta ya al verdadero juez de todo el mundo, que dice: El Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos; y: Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo. He aquí una exactísima definición del juicio justo: dar una respuesta a quienes se someten al arbitraje judicial, no por cuenta propia o guiados por preferencias personales, sino que antes hay que escuchar a los interesados, y después pronunciar la sentencia una vez confrontados los datos. Por eso, Cristo, potencia de Dios, reconoce que no puede hacer ciertas cosas; y, en realidad, la verdad no puede desviar el juicio de la justicia.

¿Quién ignora que la Iglesia, constituida por gentes procedentes de la idolatría, era negra en su origen, antes de convertirse en Iglesia, y que durante todo el largo intervalo en que estuvo bajo el dominio de la ignorancia habitaba lejos del conocimiento del verdadero Dios? Mas cuando hizo su aparición la gracia de Dios y resplandeció la sabiduría, y la luz verdadera envió sus rayos sobre los que vivían en tinieblas y en sombra de muerte, entonces, mientras Israel cerraba los ojos a la luz y se retraía de la participación de los bienes, vienen los Etíopes, es decir, aquellos de los paganos que acceden a la fe; y hasta tal punto lavan en la mística agua su propia negrura, que Etiopía extiende sus manos a Dios ofreciendo dones al rey: los aromas de la piedad, el oro del conocimiento de Dios, las gemas de los preceptos y de realización de milagros.

Homilía 7 sobre el Cantar de los cantares (PG 44, 907-910)

jueves, 25 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Partícipes de la pasión de Cristo

Los hijos de Zebedeo apremian a Cristo, diciéndole: Ordena que se siente uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. ¿Qué les responde el Señor? Para hacerles ver que lo que piden no tiene nada de espiritual y que, si hubieran sabido lo que pedían, nunca se hubieran atrevido a hacerlo, les dice: No sabéis lo que pedís, es decir: «No sabéis cuán grande, cuán admirable, cuán superior a los mismos coros celestiales es esto que pedís». Luego añade: ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar? Es como si les dijera: «Vosotros me habláis de honores y de coronas, pero yo os hablo de luchas y fatigas. Este no es tiempo de premios, ni es ahora cuando se ha de manifestar mi gloria; la vida presente es tiempo de muertes, de guerra y de peligros».

Pero fijémonos cómo la manera de interrogar del Señor equivale a una exhortación y a un aliciente. No dice: «¿Podéis soportar la muerte? ¿Sois capaces de derramar vuestra sangre?», sino que sus palabras son: ¿Sois capaces de beber el cáliz? Y, para animarlos a ello, añade: que yo he de beber; de este modo, la consideración de que se trata del mismo cáliz que ha de beber el Señor había de estimularlos a una respuesta más generosa. Y a su pasión le da el nombre de «bautismo», para significar, con ello, que sus sufrimientos habían de ser causa de una gran purificación para todo el mundo. Ellos responden: Lo somos. El fervor de su espíritu les hace dar esta respuesta espontánea, sin saber bien lo que prometen, pero con la esperanza de que de este modo alcanzarán lo que desean.

¿Qué les dice entonces el Señor? El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizarán con el bautismo con que yo me voy a bautizar. Grandes son los bienes que les anuncia, esto es: «Seréis dignos del martirio y sufriréis lo mismo que yo, vuestra vida acabará con una muerte violenta, y así seréis partícipes de mi pasión. Pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre». Después que ha levantado sus ánimos y ha provocado su magnanimidad, después que los ha hecho capaces de superar el sufrimiento, entonces es cuando corrige su petición.

Los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Ya veis cuán imperfectos eran todos, tanto aquellos que pretendían una precedencia sobre los otros diez, como también los otros diez, que envidiaban a sus dos colegas. Pero —como ya dije en otro lugar— si nos fijamos en su conducta posterior, observamos que están ya libres de esta clase de aspiraciones. El mismo Juan, uno de los protagonistas de este episodio, cede siempre el primer lugar a Pedro, tanto en la predicación como en la realización de los milagros, como leemos en los Hechos de los apóstoles. En cuanto a Santiago, no vivió por mucho tiempo; ya desde el principio se dejó llevar de su gran vehemencia y, dejando a un lado toda aspiración humana, obtuvo bien pronto la gloria inefable del martirio.

Homilía 65 sobre el evangelio de san Mateo (2-4: PG 58, 619-622)

miércoles, 24 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros

Yo y el Padre vendremos y haremos morada en él. Que cuando venga encuentre, pues, tu puerta abierta, ábrele tu alma, extiende el interior de tu mente para que pueda contemplar en ella riquezas de rectitud, tesoros de paz, suavidad de gracia. Dilata tu corazón, sal al encuentro del sol de la luz eterna que alumbra a todo hombre. Esta luz verdadera brilla para todos, pero el que cierra sus ventanas se priva a sí mismo de la luz eterna. También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo. Aunque tiene poder para entrar, no quiere, sin embargo, ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza.

El salió del seno de la Virgen como el sol naciente, para iluminar con su luz todo el orbe de la tierra. Reciben esta luz los que desean la claridad del resplandor sin fin, aquella claridad que no interrumpe noche alguna. En efecto, a este sol que vemos cada día suceden las tinieblas de la noche; en cambio, el Sol de justicia nunca se pone, porque a la sabiduría no sucede la malicia.

Dichoso, pues, aquel a cuya puerta llama Cristo. Nuestra puerta es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda la casa. Por esta puerta entra Cristo. Por esto, dice la Iglesia en el Cantar de los cantares: Oigo a mi amado que llama a la puerta. Escúchalo cómo llama, cómo desea entrar: ¡Ábreme, mi paloma sin mancha, que tengo la cabeza cuajada de rocío, mis rizos, del relente de la noche!

Considera cuándo es principalmente que llama a tu puerta el Verbo de Dios, siendo así que su cabeza está cuajada del rocío de la noche. El se digna visitar a los que están tentados o atribulados, para que nadie sucumba bajo el peso de la tribulación. Su cabeza, por tanto, se cubre de rocío o de relente cuando su cuerpo está en dificultades. Entonces, pues, es cuando hay que estar en vela, no sea que cuando venga el Esposo se vea obligado a retirarse. Porque, si estás dormido y tu corazón no está en vela, se marcha sin haber llamado; pero si tu corazón está en vela, llama y pide que se le abra la puerta.

Hay, pues, una puerta en nuestra alma, hay en nosotros aquellas puertas de las que dice el salmo: ¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria. Si quieres alzar los dinteles de tu fe, entrará a ti el Rey de la gloria, llevando consigo el triunfo de su pasión. También el triunfo tiene sus puertas, pues leemos en el salmo lo que dice el Señor Jesús por boca del salmista: Abridme las puertas del triunfo.

Vemos, por tanto, que el alma tiene su puerta, a la que viene Cristo y llama. Abrele, pues; quiere entrar, quiere hallar en vela a su Esposa.

Comentario sobre el salmo 118 (12, 13.14: CSEL 62, 258-259)

martes, 23 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Acerca de la eucaristía

Respecto a la acción de gracias, lo haréis de esta manera: Primeramente sobre el cáliz:

«Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa viña de David, tu siervo, la que nos diste a conocer por medio de tu siervo Jesús. A ti sea la gloria por los siglos».

Luego sobre el pan partido:

«Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos manifestaste por medio de tu siervo Jesús. A ti sea la gloria por los siglos. Como este pan estaba disperso por los montes y después, al ser reunido, se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de latierra en tu reino. Porque tuya es la gloria y el poder por Jesucristo eternamente».

Pero que de vuestra acción de gracias coman y beban sólo los bautizados en el nombre del Señor, pues acerca de ello dijo el Señor: No deis lo santo a los perros.

Después de saciaros, daréis gracias de esta manera:

«Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que hiciste morar en nuestros corazones, y por el conocimiento y la fe y la inmortalidad que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por los siglos. Tú, Señor omnipotente, creaste todas las cosas por causa de tu nombre y diste a los hombres comida y bebida para que disfrutaran de ellas. Pero, además, nos has proporcionado una comida y bebida espiritual y una vida eterna por medio de tu Siervo. Ante todo, te damos gracias porque eres poderoso. A ti sea la gloria por los siglos.

Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y hacerla perfecta en tu amor, y congrégala de los cuatro vientos, ya santificada, en el reino que has preparado para ella. Porque tuyo es el poder y la gloria por siempre.

Que venga tu gracia y que pase este mundo. ¡Hosanna al Dios de David! El que sea santo, que se acerque. El que no lo sea, que se arrepienta. Marana tha. Amén».

Reunidos cada domingo, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro.

Pero todo aquel que tenga alguna contienda con su compañero, no se reúna con vosotros, sin antes haber hecho la reconciliación, a fin de que no se profane vuestro sacrificio. Porque éste es el sacrificio del que dijo el Señor: En todo lugar y en todo tiempo se me ofrecerá un sacrificio puro, porque yo soy rey grande, dice el Señor, y mi nombre es admirable entre las naciones.

Caps 9, 1-10, 6; 14, 1-3: Funk 2, 19-22.26

lunes, 22 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Los de fuera, lo quieran o no, son hermanos nuestros

Leed los escritos del Apóstol, y veréis que, cuando dice: «hermanos» sin más, se refiere únicamente a los cristianos: Tú, ¿por qué juzgas a tu hermano?, o ¿por qué desprecias a tu hermano? Y dice también en otro lugar: Sois injustos y ladrones, y eso con hermanos vuestros.

Esos, pues, que dicen: «No sois hermanos nuestros», nos llaman paganos. Por esto, quieren bautizarnos de nuevo, pues dicen que nosotros no tenemos lo que ellos dan. Por esto, es lógico su error, al negar que nosotros somos sus hermanos. Mas, ¿por qué nos dijo el profeta: Decidles: «Sois hermanos nuestros», sino porque admitimos como bueno su bautismo y por esto no lo repetimos? Ellos, al no admitir nuestro bautismo, niegan que seamos hermanos suyos; en cambio, nosotros, que no repetimos su bautismo, porque lo reconocemos igual al nuestro, les decimos: Sois hermanos nuestros.

Si ellos nos dicen: «¿Por qué nos buscáis, para qué nos queréis?», les respondemos: Sois hermanos nuestros. Si dicen: «Apartaos de nosotros, no tenemos nada que ver con vosotros», nosotros sí que tenemos que ver con ellos: si reconocemos al mismo Cristo, debemos estar unidos en un mismo cuerpo y bajo una misma cabeza.

Os conjuramos, pues, hermanos, por las entrañas de caridad, con cuya leche nos nutrimos, con cuyo pan nos fortalecemos, os conjuramos por Cristo, nuestro Señor, por su mansedumbre, a que usemos con ellos de una gran caridad, de una abundante misericordia, rogando a Dios por ellos, para que les dé finalmente un recto sentir, para que reflexionen y se den cuenta que no tienen en absoluto nada que decir contra la verdad; lo único que les queda es la enfermedad de su animosidad, enfermedad tanto mas débil cuanto más fuerte se cree. Oremos por los débiles, por los que juzgan según la carne, por los que obran de un modo puramente humano, que son, sin embargo, hermanos nuestros, pues celebran los mismos sacramentos que nosotros, aunque no con nosotros, que responden un mismo Amén que nosotros, aunque no con nosotros; prodigad ante Dios por ellos lo más entrañable de vuestra caridad.

Comentario sobre el salmo 32 (29: CCL 38, 272-273)

domingo, 21 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Llora Cristo por la sinagoga, a la que tanto amaba

Lloró amargamente el patriarca Abrahán la muerte de Sara, su mujer, e Isaac la muerte de su madre. Lloró el pueblo de Israel la muerte del sumo sacerdote Aarón y Moisés, el gran profeta. Lloró David la muerte de Saúl y la de su hijo Absalón; deplora asimismo Cristo la suerte de Jerusalén. ¿Quién ignora que, en las Escrituras santas, la sinagoga es llamada esposa de Dios? Cristo es Dios; Jerusalén es la sinagoga.

Ve Cristo ya próxima la muerte de su esposa y, por eso, al ver la ciudad lloró por ella. De igual modo llora David a Absalón: ¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío! Y Cristo le dice a Jerusalén: ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Jerusalén! Pues estoy dispuesto a morir por ti, con tal de que tú te salves. David amaba tiernamente a su hijo Absalón, a pesar de ser un impío y no obstante tramar la muerte de su padre para usurparle el reino: por eso lloraba, por eso deseaba morir en su lugar; lo mismo Cristo a Jerusalén: la amaba tiernamente y por eso llora por ella, porque, lo mismo que Absalón, estaba a punto de perecer. Llora por ella Cristo, y no solamente desea morir por su salvación, sino que de hecho muere. Pero el profundo dolor de Cristo estribaba en que ciertamente iba a morir en Jerusalén por su salvación, pero, por su culpa, la muerte de Cristo no había de ser para ella fuente de salvación, sino causa de una más grave condena.

Al ver la ciudad lloró por ella. En la pasión sobre la cruz, Cristo se dolía no tanto de las penas y de su propia muerte cuanto de saber que los hombres no habrían de valorar este beneficio: ¡Si al menos tú —dice— comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Nacemos todos hijos de la ira y enemigos de Dios; y Dios nos concede todo el tiempo de la presente vida para hacer las paces, para conseguir la gracia de Dios, para que, por fin, consigamos la gloria. Pero, por desgracia, es en lo que menos pensamos; al contrario, recayendo diariamente en el pecado nos vamos haciendo cada vez más enemigos de Dios. Y esto ocurre porque está escondido a nuestros ojos el fruto de la gracia y el fruto del pecado, que es la muerte eterna.

Sin embargo, ¡oh cristianos!, sabemos ciertamente esto: que el cielo y la tierra pueden ciertamente pasar, pero que las palabras de Cristo no pasarán. Conminó Cristo a Jerusalén con la total desolación y le predijo su destrucción a manos de los enemigos, y así sucedió. Nos predice a nosotros la condenación eterna, si no hacemos penitencia: Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos; si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera, como en el diluvio y como perecieron en el fuego de la Pentápolis los hombres pecadores. Y ¿qué hacemos nosotros? ¿Penitencia por los pecados? ¿O más bien acumulamos pecados más graves a los ya cometidos? ¡Deplorable ceguera la nuestra!

Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad lloró porque no reconoció el momento de su venida. Por su entrañable misericordia nos visitó Dios para iluminarnos: anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados; nos visitó para salvarnos de nuestros pecados: para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días. Pero, por favor, hermanos, si queremos obrar de este modo, debemos tener siempre presente nuestro fin. De esta forma, teniendo presente la muerte, sabremos discernir las falacias del mundo y dirigiremos nuestra vida por caminos de santidad y justicia.

Homilía 2 en el domingo noveno de Pentecostés (6-7: Opera omnia, t. 8, 514-517)

sábado, 20 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Mi sacrificio es un espíritu quebrantado

Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.

¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio. Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación? ¿Qué dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios.

Si te ofreciera un holocausto —dice—, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro.

Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.

Sermón 19 (2-3: CCL 41, 252-254)

viernes, 19 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Reconoce el mal que has hecho, ahora que es el tiempo propicio

Si hay aquí alguno que esté esclavizado por el pecado, que se disponga por la fe a la regeneración que nos hace hijos adoptivos y libres; y así, libertado de la pésima esclavitud del pecado y sometido a la dichosa esclavitud del Señor, será digno de poseer la herencia celestial. Despojaos, por la confesión de vuestros pecados, del hombre viejo, viciado por las concupiscencias engañosas, y vestíos del hombre nuevo que se va renovando según el conocimiento de su creador. Adquirid, mediante vuestra fe, las arras del Espíritu Santo, para que podáis ser recibidos en la mansión eterna. Acercaos a recibir el sello sacramental, para que podáis ser reconocidos favorablemente por aquel que es vuestro dueño. Agregaos al santo y racional rebaño de Cristo, para que un día, separados a su derecha, poseáis en herencia la vida que os está preparada.

Porque los que conserven adherida la aspereza del pecado, a manera de una piel velluda, serán colocados a la izquierda, por no haberse querido beneficiar de la gracia de Dios, que se obtiene por Cristo a través del baño de regeneración. Me refiero no a una regeneración corporal, sino al nuevo nacimiento del alma. Los cuerpos, en efecto, son engendrados por nuestros padres terrenos, pero las almas son regeneradas por la fe, porque el Espíritu sopla donde quiere. Y así entonces, si te has hecho digno de ello, podrás escuchar aquella voz: Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor, a saber, si tu conciencia es hallada limpia y sin falsedad.

Pues si alguno de los aquí presentes tiene la pretensión de poner a prueba la gracia de Dios, se engaña a sí mismo e ignora la realidad de las cosas. Procura, oh hombre, tener un alma sincera y sin engaño, porque Dios penetra en el interior del hombre.

El tiempo presente es tiempo de reconocer nuestros pecados. Reconoce el mal que has hecho, de palabra o de obra, de día o de noche. Reconócelo ahora que es el tiempo propicio, y en el día de la salvación recibirás el tesoro celeste.

Limpia tu recipiente, para que sea capaz de una gracia más abundante, porque el perdón de los pecados se da a todos por igual, pero el don del Espíritu Santo se concede a proporción de la fe de cada uno. Si te esfuerzas poco, recibirás poco, si trabajas mucho, mucha será tu recompensa. Corres en provecho propio, mira, pues, tu conveniencia.

Si tienes algo contra alguien, perdónalo. Vienes para alcanzar el perdón de los pecados: es necesario que tú también perdones al que te ha ofendido.

Catequesis 1 (2-3.5-6: PG 33, 371. 375-378)

jueves, 18 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Jesucristo es del linaje de David según la carne

El más esclarecido ejemplar de la predestinación y de la gracia es el mismo Salvador del mundo, el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús; porque para llegar a serlo, ¿con qué méritos anteriores, ya de obras, ya de fe, pudo contar la naturaleza humana que en él reside. Yo ruego que se me responda a lo siguiente: aquella naturaleza humana que en unidad de persona fue asumida por el Verbo, coeterno del Padre, ¿cómo mereció llegar a ser Hijo unigénito de Dios? ¿Precedió algún mérito a esta unión? ¿Qué obró, qué creyó o qué exigió previamente para llegar a tan inefable y soberana dignidad? ¿No fue acaso por la virtud y asunción del mismo Verbo por lo que aquella humanidad, en cuanto empezó a existir, empezó a ser Hijo único de Dios?

Manifiéstese, pues, ya a nosotros en el que es nuestra Cabeza la fuente misma de la gracia, la cual se derrama por todos sus miembros según la medida de cada uno. Tal es la gracia por la cual se hace cristiano el hombre desde el momento en que comienza a creer; la misma por la cual aquel Hombre, unido al Verbo desde el primer momento de su existencia, fue hecho Jesucristo; del mismo Espíritu Santo, de quien Cristo fue nacido, es ahora el hombre renacido; por el mismo Espíritu Santo, por quien se verificó que la naturaleza humana de Cristo estuviera exenta de todo pecado, se nos concede a nosotros ahora la remisión de los pecados. Sin duda, Dios tuvo presciencia de que realizaría todas estas cosas. Porque en esto consiste la predestinación de los santos, que tan soberanamente resplandece en el Santo de los santos. ¿Quién podría negarla de cuantos entienden rectamente las palabras de la verdad? Pues el mismo Señor de la gloria, en cuanto que el Hijo de Dios se hizo hombre, sabemos que fue también predestinado.

Fue, por tanto, predestinado Jesús, para que, al llegar a ser hijo de David según la carne, fuese también, al mismo tiempo, Hijo de Dios según el Espíritu de santidad; pues nació del Espíritu Santo y de María Virgen. Tal fue aquella singular elevación del hombre, realizada de manera inefable por el Verbo divino, para que Jesucristo fuese llamado a la vez, verdadera y propiamente, Hijo de Dios e hijo del hombre; hijo del hombre, por la naturaleza humana asumida, e Hijo de Dios, porque el Verbo unigénito la asumió en sí; de otro modo no se creería en la trinidad, sino en una cuaternidad de personas.

Así fue predestinada aquella humana naturaleza a tan grandiosa, excelsa y sublime dignidad, más arriba de la cual no podría ya darse otra elevación mayor; de la misma manera que la divinidad no pudo descender ni humillarse más por nosotros, que tomando nuestra naturaleza con todas sus debilidades hasta la muerte de cruz. Por tanto, así como ha sido predestinado ese hombre singular para ser nuestra Cabeza, así también una gran muchedumbre hemos sido predestinados para ser sus miembros. Enmudezcan, pues, aquí las deudas contraídas por la humana naturaleza, pues ya perecieron en Adán, y reine por siempre esta gracia de Dios, que ya reina por medio de Jesucristo, Señor nuestro, único Hijo de Dios y único Señor. Y así, si no es posible encontrar en nuestra Cabeza mérito alguno que preceda a su singular generación, tampoco en nosotros, sus miembros, podrá encontrarse merecimiento alguno que preceda a tan multiplicada regeneración.

Libro sobre la predestinación de los elegidos (Cap 15, 30-31: PL 44, 981-983)

miércoles, 17 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Pasaré al lugar del tabernáculo admirable

Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Como la cierva del salmo busca las corrientes de agua, así también nuestros ciervos, que han salido de Egipto y del mundo, y han aniquilado en las aguas del bautismo al faraón con todo su ejército, después de haber destruido el poder del diablo, buscan las fuentes de la Iglesia, que son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Que el Padre sea fuente lo hallamos escrito en el libro de Jeremías: Me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua. Acerca del Hijo, leemos en otro lugar: Abandonaron la fuente de la sabiduría. Y del Espíritu Santo: El que bebe del agua que yo le daré, nacerá dentro de él un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna, palabras cuyo significado nos explica luego el evangelista, cuando nos dice que el Salvador se refería al Espíritu Santo. De todo lo cual se deduce con toda claridad que la triple fuente de la Iglesia es el misterio de la Trinidad.

Esta triple fuente es la que busca el alma del creyente, el alma del bautizado, y por eso dice: Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. No es un tenue deseo el que tiene de ver a Dios, sino que lo desea con un ardor parecido al de la sed. Antes de recibir el bautismo, se decían entre sí:

¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Ahora ya han conseguido lo que deseaban: han llegado a la presencia de Dios y se han acercado al altar y tienen acceso al misterio de salvación.

Admitidos en el cuerpo de Cristo y renacidos en la fuente de vida, dicen confiadamente: Pasaré al lugar del tabernáculo admirable, hacia la casa de Dios. La casa de Dios es la Iglesia, ella es el tabernáculo admirable porque en él resuenan los cantos de júbilo y alabanza en el bullicio de la fiesta.

Decid, pues, los que acabáis de revestiros de Cristo y, siguiendo nuestras enseñanzas, habéis sido extraídos del mar de este mundo, como pececillos con el anzuelo. «En nosotros ha sido cambiado el orden natural de las cosas. En efecto, los peces, al ser extraídos del mar, mueren; a nosotros, en cambio, los apóstoles nos sacaron del mar de este mundo para que pasáramos de muerte a vida. Mientras vivíamos sumergidos en el mundo, nuestros ojos estaban en el abismo y nuestra vida se arrastraba por el cieno, mas, desde el momento en que fuimos arrancados de las olas, hemos comenzado a ver el sol, hemos comenzado a contemplar la luz verdadera, y, por esto, llenos de alegría desbordante, le decimos a nuestra alma: Espera en Dios, que volverás a alabarlo: "Salud de mi rostro, Dios mío"».

Homilía a los recién bautizados, sobre el salmo 41 (CCL 78, 542-544)

martes, 16 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Venga a nosotros tu reino

¿Quién hay —por desastrado que sea— que cuando pide a una persona de prestigio no lleva pensado cómo lo ha de pedir para contentarle y no serle desabrido, y qué le ha de pedir, y para qué ha menester lo que le ha de dar, en especial si pide cosa señalada, como nos enseña que pidamos nuestro buen Jesús? Cosa me parece para notar mucho. ¿No hubierais podido, Señor mío, concluir con una palabra y decir: «Dadnos, Padre, lo que nos conviene»? Pues a quien tan bien entiende todo, no parece era menester más.

¡Oh sabiduría de los ángeles! Para vos y vuestro Padre esto bastaba (que así le pedisteis en el huerto: mostrasteis vuestra voluntad y temor, mas dejástelo en la suya): mas nos conocéis a nosotros, Señor mío, que no estamos tan rendidos como lo estabais vos a la voluntad de vuestro Padre, y que era menester pedir cosas señaladas para que nos detuviésemos un poco en mirar siquiera si nos está bien lo que pedimos, y si no, que no lo pidamos. Porque, según somos, si no nos dan lo que queremos —con este libre albedrío que tenemos—, no admitiremos lo que el Señor nos diere, porque, aunque sea lo mejor, como no veamos luego el dinero en la mano, nunca nos pensamos ver ricos.

Pues dice el buen Jesús: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino. Ahora mirad qué sabiduría tan grande de nuestro Maestro. Considero yo aquí, y es bien que entendamos, qué pedimos en este reino. Mas como vio su majestad que no podíamos santificar, ni alabar, ni engrandecer, ni glorificar, ni ensalzar este nombre santo del Padre eterno —conforme a lo poquito que podemos nosotros—, de manera que se hiciese como es razón, si no nos proveía su majestad con darnos acá su reino, y así lo puso el buen Jesús lo uno junto a lo otro. Porque entendáis esto que pedimos, y lo que nos importa pedirlo y hacer cuanto pudiéramos para contentar a quien nos lo ha de dar, quiero decir aquí lo que yo entiendo.

El gran bien que hay en el reino del cielo —con otros muchos— es ya no tener cuenta con cosas de la tierra: un sosiego y gloria en sí mismos, un alegrarse todos, una paz perpetua, una satisfacción grande en sí mismos que les viene de ver que todos santifican y alaban al Señor y bendicen su nombre, y no le ofende nadie, todos le aman, y la misma alma no entiende en otra cosa sino en amarle, ni puede dejarle de amar, porque le conoce. Y así le amaríamos acá: aunque no en esta perfección y en un ser, mas muy de otra manera le amaríamos si le conociésemos.

Camino de perfección (Cap 51: BAC 120, 221-224)

lunes, 15 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Si buscare agradar a los hombres no sería siervo de Cristo

Si de algo podemos preciarnos es del testimonio de nuestra conciencia. Hay hombres' que juzgan temerariamente, que son detractores, chismosos, murmuradores, que se empeñan en sospechar lo que no ven, que se empeñan incluso en pregonar lo que ni sospechan; contra esos tales, ¿qué recurso queda sino el testimonio de nuestra conciencia? Y ni aun en aquellos a los que buscamos agradar, hermanos, buscamos nuestra propia gloria, o al menos no debemos buscarla, sino más bien su salvación, de modo que, siguiendo nuestro ejemplo, si es que nos comportamos rectamente, no se desvíen. Que sean imitadores nuestros, si nosotros lo somos de Cristo; y, si nosotros no somos imitadores de Cristo, que tomen al mismo Cristo por modelo. El es, en efecto, quien apacienta su rebaño, él es el único pastor que lo apacienta por medio de los demás buenos pastores, que lo hacen por delegación suya.

Por tanto, cuando buscamos agradar a los hombres, no buscamos nuestro propio provecho, sino el gozo de los demás, y nosotros nos gozamos de que les agrade lo que es bueno, por el provecho que a ellos les reporta, no por el honor que ello nos reporta a nosotros. Está bien claro contra quiénes dijo el Apóstol: Si siguiera todavía agradando a los hombres, no sería siervo de Cristo. Como también está claro a quiénes se refería al decir: Procurad contentar en todo a todos como yo por mi parte procuro contentar en todo a todos. Ambas afirmaciones son límpidas, claras y transparentes. Tú limítate a pacer y beber, sin pisotear ni enturbiar.

Conocemos también aquellas palabras del Señor Jesucristo, maestro de los apóstoles: Alumbre vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a nuestro Padre que está en el cielo, esto es, al que os ha hecho tales. Nosotros somos su pueblo, el rebaño que el guía. Por lo tanto, él ha de ser alabado, ya que él es de quien procede la bondad que pueda haber en ti, y no tú, ya que de ti mismo no puede proceder más que maldad. Sería contradecir a la verdad si quisieras ser tú alabado cuando haces algo bueno, y que el Señor fuera vituperado cuando haces algo malo.

El mismo que dijo: Alumbre vuestra luz a los hombres dijo también en la misma ocasión: Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres.Y del mismo modo que estas palabras te parecían contradictorias en boca del Apóstol, así también en el Evangelio. Pero si no enturbias el agua de tu corazón, también en ellas reconocerás la paz de las Escrituras, y participarás tú también de su misma paz.

Procuremos, pues, hermanos, no sólo vivir rectamente, sino también obrar con rectitud delante de los hombres, y no sólo preocuparnos de tener la conciencia tranquila, sino también, en cuanto lo permita nuestra debilidad y la vigilancia de nuestra fragilidad humana, procuremos no hacer nada que pueda hacer sospechar mal a nuestro hermano más débil, no sea que, comiendo hierba limpia y bebiendo un agua pura, pisoteemos los pastos de Dios, y las ovejas más débiles tengan que comer una hierba pisoteada y beber un agua enturbiada.

Sermón 47, sobre las ovejas (12-14: CCL 41, 582-584)

domingo, 14 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

El Señor es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía

Las palabras que hemos cantado expresan nuestra convicción de que somos rebaño de Dios: El es nuestro Dios, creador nuestro. El es nuestro Dios, y, nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. Los pastores humanos tienen unas ovejas que no han hecho ellos, apacientan un rebaño que no han creado ellos. En cambio, nuestro Dios y Señor, porque es Dios y creador, se hizo él mismo las ovejas que tiene y apacienta. No fue otro quien las creó y él las apacienta, ni es otro quien apacienta las que él creó.

Por tanto, ya que hemos reconocido en este cántico que somos sus ovejas, su pueblo y el rebaño que él guía, oigamos qué es lo que nos dice a nosotros, sus ovejas. Antes hablaba a los pastores, ahora a las ovejas. Por eso, nosotros lo escuchábamos, antes, con temor, vosotros, en cambio, seguros.

¿Cómo lo escucharemos en estas palabras de hoy? ¿Quizá al revés, nosotros seguros y vosotros con temor? No, ciertamente. En primer lugar porque, aunque somos pastores, el pastor no sólo escucha con temor lo que se dice a los pastores, sino también lo que se dice a las ovejas. Si escucha seguro lo que se dice a las ovejas, es porque no se preocupa por las ovejas. Además, ya os dijimos entonces que en nosotros hay que considerar dos cosas: una, que somos cristianos; otra, que somos guardianes. Nuestra condición de guardianes nos coloca entre los pastores, con tal de que seamos buenos. Por nuestra condición de cristianos, somos ovejas igual que vosotros. Por lo cual, tanto si el Señor habla a los pastores como si habla a las ovejas, tenemos que escuchar siempre con temor y con ánimo atento.

Oigamos, pues, hermanos, en qué reprende el Señor a las ovejas descarriadas y qué es lo que promete a sus ovejas. Y vosotros —dice— sois mis ovejas. En primer lugar, si consideramos, hermanos, qué gran felicidad es ser rebaño de Dios, experimentaremos una gran alegría, aun en medio de estas lágrimas y tribulaciones. Del mismo de quien se dice: Pastor de Israel, se dice también: No duerme ni reposa el guardián de Israel. El vela, pues, sobre nosotros, tanto si estamos despiertos como dormidos. Por esto, si un rebaño humano está seguro bajo la vigilancia de un pastor humano, cuán grande no ha de ser nuestra seguridad, teniendo a Dios por pastor, no sólo porque nos apacienta, sino también porque es nuestro creador.

Y a vosotras —dice—, mis ovejas, así dice el Señor Dios: «Voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío». ¿A qué vienen aquí los machos cabríos en el rebaño de Dios? En los mismos pastos, en las mismas fuentes, andan mezclados los machos cabríos, destinados a la izquierda, con las ovejas, destinadas a la derecha, y son tolerados los que luego serán separados. Con ello se ejercita la paciencia de las ovejas, a imitación de la paciencia de Dios. El es quien separará después, unos a la izquierda, otros a la derecha.

Sermón 47, sobre las ovejas (1.2.3.6: CCL 41, 572-573.575-576)

sábado, 13 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Aplicaos, hermanos, a meditar las palabras de Dios

Os lo ruego, carísimos hermanos, aplicaos a meditar las palabras de Dios, no despreciéis los escritos de nuestro Creador, que nos han sido enviados. Es increíble lo que a su contacto el alma se recalienta para no enervarse en el frío de su iniquidad.

Por la Escritura nos enteramos de que los justos que nos han precedido actuaron con fortaleza, y nosotros mismos nos disponemos a emprender valerosamente el camino del bien obrar, y el ánimo del lector se enciende con la llama del ejemplo de los santos.

Por ejemplo: ¿Que nos apresuramos a ponernos al resguardo de la humildad a fin de mantener la inocencia, aun ofendidos por el prójimo? Acordémonos de Abel, de quien está escrito que fue muerto a manos de su hermano, pero de quien no se lee que opusiera resistencia. ¿Que estamos decididos a anteponer los preceptos de Dios a nuestros intereses presentes? Pongamos a Noé ante nuestros ojos, quien, posponiendo el cuidado de la propia familia, por mandato del Señor todopoderoso, vivió por espacio de cien años ocupado en la construcción del arca. ¿Que nos esforzamos por someternos al yugo de la obediencia? Mirémonos en el ejemplo de Abrahán, quien, dejando casa, parentela y patria, obedeció a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a dónde iba. Y estuvo dispuesto a sacrificar —en aras de la herencia eterna— a su querido heredero, el que Dios le había dado. Y por no haber dudado en ofrecer al Señor su único hijo, recibió en herencia la universalidad de los pueblos.

¿Que deseamos abrirnos de par en par a la benevolencia, deponiendo cualquier sentimiento de enemistad? Traigamos a la memoria a Samuel, quien, dimitido por el pueblo de su cargo de juez, cuando ese mismo pueblo le pidió que rezara al Señor por él, respondió con estas palabras: Líbreme Dios de pecar contra el Señor dejando de rezar por vosotros. El santo varón creyó cometer un pecado si, mediante la oración, no hubiera devuelto la benignidad de la gracia a aquellos a quienes tuvo que soportar como adversarios, hasta arrojarle de su cargo. El mismo Samuel, mandado por Dios en otra ocasión a que ungiera a David como rey, respondió: ¿Cómo voy a ir? Si se entera Saúl, me mata. Y sin embargo, sabiendo que Dios estaba enfadado con Saúl, prorrumpió en un llanto tan amargo, que el mismo Señor en persona hubo de decirle: ¿Hasta cuándo vas a estar lamentándote por Saúl, si yo lo he rechazado? Pensemos cuál no sería el ardor de caridad que inflamaba su alma, que lloraba por aquel de quien temía que le quitara la vida.

¿Queremos, pues, guardarnos de quien tememos? Debemos seriamente pensar en no devolver mal por mal, si se presentara la ocasión, a aquel de quien huimos. Acordémonos de David, que teniendo en sus manos al rey que le perseguía, de modo que hubiera podido eliminarlo, puesto, sin embargo, en la disyuntiva de matarlo o no, escogió el bien que su conciencia le dictaba y no el mal que Saúl se merecía, diciendo: ¡Dios me libre de atentar contra el ungido del Señor! Y cuando después el mismo Saúl fue muerto por sus enemigos, lloró la muerte de aquel de quien, vivo, lo había perseguido.

¿Estamos decididos a hablar con entera libertad a los poderosos de este mundo cuando se desvían? Traigamos a la memoria la autoridad de Juan, quien, al echar en cara a Herodes su innoble proceder, no temió la muerte por defender la verdad. Y como quiera que Cristo es la verdad, al dar la vida por la verdad, dio realmente la vida por Cristo.

Homilías sobre el libro del profeta Ezequiel (Lib 2, hom 3,18.19.21: CCL 142, 250.252.253.254)

viernes, 12 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Dios puede ser hallado en el corazón del hombre

La salud corporal es un bien para el hombre; pero lo que interesa no es saber el porqué de la salud, sino el poseerla realmente. En efecto, si uno explica los beneficios de la salud, mas luego toma un alimento que produce en su cuerpo humores malignos y enfermedades, ¿de qué le habrá servido aquella explicación, si se ve aquejado por la enfermedad? En este mismo sentido hemos de entender las palabras que comentamos, o sea, que el Señor llama dichosos no a los que conocen algo de Dios, sino a los que lo poseen en sí mismos. Dichosos, pues, los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Y no creo que esta manera de ver a Dios, la del que tiene el corazón limpio, sea una visión externa, por así decirlo, sino que más bien me inclino a creer que lo que nos sugiere la magnificencia de esta afirmación es lo mismo que, de un modo más claro, dice en otra ocasión: El reino de Dios está dentro de vosotros; para enseñarnos que el que tiene el corazón limpio de todo afecto desordenado a las criaturas contempla, en su misma belleza interna, la imagen de la naturaleza divina.

Yo diría que esta concisa expresión de aquel que es la Palabra equivale a decir: «Oh vosotros, los hombres en quienes se halla algún deseo de contemplar el bien verdadero, cuando oigáis que la majestad divina está elevada y ensalzada por encima de los cielos, que su gloria es inexplicable, que su belleza es inefable, que su naturaleza es incomprensible, no caigáis en la desesperación, pensando que no podéis ver aquello que deseáis».

Si os esmeráis con una actividad diligente en limpiar vuestro corazón de la suciedad con que lo habéis embadurnado y ensombrecido, volverá a resplandecer en vosotros la hermosura divina. Cuando un hierro está ennegrecido, si con un pedernal se le quita la herrumbre, enseguida vuelve a reflejar los resplandores del sol; de manera semejante, la parte interior del hombre, lo que el Señor llama el corazón, cuando ha sido limpiado de las manchas de herrumbre contraídas por su reprobable abandono, recupera la semejanza con su forma original y primitiva, y así, por esta semejanza con la bondad divina, se hace él mismo enteramente bueno.

Por tanto, el que se ve a sí mismo ve en sí mismo aquello que desea, y de este modo es dichoso el limpio de corazón, porque al contemplar su propia limpieza ve, como a través de una imagen, la forma primitiva. Del mismo modo, en efecto, que el que contempla el sol en un espejo, aunque no fije sus ojos en el cielo, ve reflejado el sol en el espejo no menos que el que lo mira directamente, así también vosotros —es como si dijera el Señor—, aunque vuestras fuerzas no alcancen a contemplar la luz inaccesible, si retornáis a la dignidad y belleza de la imagen que fue creada en nosotros desde el principio, hallaréis aquello que buscáis dentro de vosotros mismos.

La divinidad es pureza, es carencia de toda inclinación viciosa, es apartamiento de todo mal. Por tanto, si hay en ti estas disposiciones, Dios está en ti. Si tu espíritu, pues, está limpio de toda mala inclinación, libre de toda afición desordenada y alejado de todo lo que mancha, eres dichoso por la agudeza y claridad de tu mirada, ya que, por tu limpieza de corazón, puedes contemplar lo que escapa a la mirada de los que no tienen esta limpieza, y, habiendo quitado de los ojos de tu alma la niebla que los envolvía, puedes ver claramente, con un corazón sereno, un bello espectáculo. Resumiremos todo esto diciendo que la santidad, la pureza, la rectitud son el claro resplandor de la naturaleza divina, por medio del cual vemos a Dios.

Homilía 6 sobre las bienaventuranzas (PG 44, 1270-1271)

jueves, 11 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

No antepongan nada absolutamente a Cristo

Cuando emprendas alguna obra buena, lo primero que has de hacer es pedir constantemente a Dios que sea él quien la lleve a término, y así nunca lo contristaremos con nuestras malas acciones, a él, que se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, ya que en todo tiempo debemos someternos a él en el uso de los bienes que pone a nuestra disposición, no sea que algún día, como un padre que se enfada con sus hijos, nos desherede, o, como un amo temible, irritado por nuestra maldad, nos entregue al castigo eterno, como a servidores perversos que han rehusado seguirlo a la gloria.

Por lo tanto, despertémonos ya de una vez, obedientes a la llamada que nos hace la Escritura: Ya es hora de despertarnos del sueño. Y, abiertos nuestros ojos a la luz divina, escuchemos bien atentos la advertencia que nos hace cada día la voz de Dios: Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis el corazón; y también: Quien tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias.

¿Y qué es lo que dice? Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Caminad mientras tenéis luz, antes que os sorprendan las tinieblas de la muerte.

Y el Señor, buscando entre la multitud de los hombres a uno que realmente quisiera ser operario suyo, dirige a todos esta invitación: ¿Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad? Y si tú, al oír esta invitación, respondes: «Yo», entonces Dios te dice: «Si amas la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella. Si así lo hacéis, mis ojos estarán sobre vosotros y mis oídos atentos a vuestras plegarias; y, antes de que me invoquéis, os diré: Aquí estoy».

¿Qué hay para nosotros más dulce, hermanos muy amados, que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo el Señor, con su amor paternal, nos muestra el camino de la vida.

Ceñida, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras, avancemos por sus caminos, tomando por guía el Evangelio, para que alcancemos a ver a aquel que nos ha llamado a su reino. Porque, si queremos tener nuestra morada en las estancias de su reino, hemos de tener presente que para llegar allí hemos de caminar aprisa por el camino de las buenas obras.

Así como hay un celo malo, lleno de amargura, que separa de Dios y lleva al infierno, así también hay un celo bueno, que separa de los vicios y lleva a Dios y a la vida eterna. Este es el celo que han de practicar con ferviente amor los monjes, esto es: estimando a los demás más quea uno mismo; soporten con una paciencia sin límites sus debilidades, tanto corporales como espirituales; pongan todo su empeño en obedecerse los unos a los otros; procuren todos el bien de los demás, antes que el suyo propio; pongan en práctica un sincero amor fraterno; vivan siempre en el temor y amor de Dios; amen a su abad con una caridad sincera y humilde; no antepongan nada absolutamente a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna.

Regla de los monjes (Pról 4-22; cap 72, 1-12: CSEL 75, 2-5.162-163)

miércoles, 10 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

Dios es como una roca inaccesible

Lo mismo que suele acontecer al que desde la cumbre de un alto monte mira algún dilatado mar, esto mismo le sucede a mi mente cuando desde las alturas de la voz divina, como desde la cima de un monte, mira la inexplicable profundidad de su contenido.

Sucede, en efecto, lo mismo que en muchos lugares marítimos, en los cuales, al contemplar un monte por el lado que mira al mar, lo vemos como cortado por la mitad y completamente liso desde su cima hasta la base, y como si su cumbre estuviera suspendida sobre el abismo; la misma impresión que causa al que mira desde tan elevada altura a lo profundo del mar, la misma sensación de vértigo experimento yo al quedar como en suspenso por la grandeza de esta afirmación del Señor: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón purificado. A Dios nadie lo ha visto jamás, dice san Juan; y Pablo confirma esta sentencia con aquellas palabras tan elevadas: A quien ningún hombre ha visto ni puede ver. Esta es aquella piedra leve, lisa y escarpada, que aparece como privada de todo sustentáculo y aguante intelectual; de ella afirmó también Moisés en sus decretos que era inaccesible, de manera que nuestra mente nunca puede acercarse a ella por más que se esfuerce en alcanzarla, ni puede nadie subir por sus laderas escarpadas, según aquella sentencia: Nadie puede ver al Señor y quedar con vida.

Y sin embargo, la vida eterna consiste en ver a Dios. Y que esta visión es imposible lo afirman las columnas de la fe, Juan, Pablo y Moisés. ¿Te das cuenta del vértigo que produce en el alma la consideración de las profundidades que contemplamos en estas palabras? Si Dios es la vida, el que no ve a Dios no ve la vida. Y que Dios no puede ser visto lo atestiguan, movidos por el Espíritu divino, tanto los profetas como los apóstoles. ¿En qué angustias, pues, no se debate la esperanza del hombre?

Pero el Señor levanta y sustenta esta esperanza que vacila. Como hizo en la persona de Pedro cuando estaba a punto de hundirse, al volver a consolidar sus pies sobre las aguas.

Por lo tanto, si también a nosotros nos da la mano aquel que es la Palabra; si, viéndonos vacilar en el abismo de nuestras especulaciones, nos otorga la estabilidad, iluminando un poco nuestra inteligencia, entonces ya no temeremos, si caminamos cogidos de su mano. Porque dice: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Homilía 6 sobre las bienaventuranzas (PG 44, 1263-1266)

martes, 9 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

La amistad verdadera es perfecta y constante

Jonatán, aquel excelente joven, sin atender a su estirpe regia y a su futura sucesión en el trono, hizo un pacto con David y, equiparando el siervo al señor, precisamente cuando huía de su padre, cuando estaba escondido en el desierto, cuando estaba condenado a muerte, destinado a la ejecución, lo antepuso a sí mismo, abajándose a sí mismo y ensalzándolo a él: Tú —le dice— serás el rey, y yo seré tu segundo.

¡Oh preclarísimo espejo de amistad verdadera! ¡Cosa admirable! El rey estaba enfurecido con su siervo y concitaba contra él a todo el país, como a un rival de su reino; asesina a los sacerdotes, basándose en la sola sospecha de traición; inspecciona los bosques, busca por los valles, asedia con su ejército los montes y peñascos, todos se comprometen a vengar la indignación regia; sólo Jonatán, el único que podía tener algún motivo de envidia, juzgó que tenía que oponerse a su padre y ayudar a su amigo, aconsejarlo en tan gran adversidad y, prefiriendo la amistad al reino, le dice: Tú serás el rey, y yo seré tu segundo. Y fíjate cómo el padre de este adolescente lo provocaba a envidia contra su amigo, agobiándolo con reproches, atemorizándolo con amenazas, recordándole que se vería despojado del reino y privado de los honores.

Y habiendo pronunciado Saúl sentencia de muerte contra David, Jonatán no traicionó a su amigo. ¿Por qué va a morir David? ¿Qué ha hecho? El se jugó la vida cuando mató al filisteo; bien que te alegraste al verlo. ¿Por qué ha de morir? El rey, fuera de sí al oír estas palabras, intenta clavar a Jonatán en la pared con su lanza, llenándolo además de improperios: ¡Hijo de perdida —le dice—, ya sabía yo que estabas confabulado con él, para vergüenza tuya y de tu madre! Y, a continuación, vomita todo el veneno que llevaba dentro, intentando salpicar con él el pecho del joven, añadiendo aquellas palabras capaces de incitar su ambición, de fomentar su envidia, de provocar su emulación y su amargor: Mientras el hijo de Jesé esté vivo sobre la tierra, tu reino no estará seguro.

¿A quién no hubieran impresionado estas palabras? ¿A quién no le hubiesen provocado a envidia? Dichas a cualquier otro, estas palabras hubiesen corrompido, disminuido y hecho olvidar el amor,, la benevolencia y la amistad. Pero aquel joven, lleno de amor, no cejó en su amistad, y permaneció fuerte ante las amenazas, paciente ante las injurias, despreciando, por su amistad, el reino, olvidándose de los honores, pero no de su benevolencia. Tú —dice— serás el rey, y yo seré tu segundo.

Esta es la verdadera, la perfecta, la estable y constante amistad: la que no se deja corromper por la envidia; la que no se enfría por las sospechas; la que no se disuelve por la ambición; la que, puesta a prueba de esta manera, no cede; la que, a pesar de tantos golpes, no cae; la que, batida por tantas injurias, se muestra inflexible; la que provocada por tantos ultrajes, permanece inmóvil. Anda, pues, haz tú lo mismo.

Tratado sobre la amistad espiritual (Lib 3, 92.93.94.96: CCL CM 1.337-338)

lunes, 8 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

David fue figura de Cristo

A quienes con fe leen los sagrados libros no les es difícil conocer los misterios relativos al bienaventurado David, que en los salmos resultó profeta y en las obras, perfecto. ¿Quién no admirará a este bienaventurado David, que describió en su corazón los misterios de Cristo ya desde su infancia? ¿O quién no se maravillará al ver realizadas sus profecías? El fue elegido por Dios como rey justo y como profeta, un profeta que nos ha dado una mayor seguridad no sólo acerca de las cosas del presente y del pasado, sino también de las futuras.

Ahora bien, ¿qué alabaré primero en él: sus gestas gloriosas o sus palabras proféticas? Pues nos encontramos con que en ambos campos, palabras y obras, este profeta es figura de su Señor. Lo veo pastor de ovejas, sé que fue clandestinamente ungido rey, contemplo al tirano vencido por él, noto cómo se esfuma la batalla y compruebo que el pueblo ha sido liberado de la esclavitud; seguidamente veo a David odiado por Saúl, que, como a enemigo u hombre de poco fiar, le obliga a huir, le expulsa y tiene que ocultarse en el desierto, y contemplo al que primero era envidiado por Saúl, constituido rey sobre Israel.

¿Quién no proclamará dichosos a los justos patriarcas, que no sólo profetizaron el futuro con las palabras, sino que sufriendo ellos mismos, realizaron en la práctica lo que iba a suceder a Cristo? Y nosotros debemos comprender en la realidad lo que se nos propone, es decir, aquellas cosas que eran manifestadas espiritualmente, con palabras y con obras, a los santos profetas. Aquellas figuras y aquellas obras decían relación con el futuro, y se referían concretamente al que había de venir al final de los tiempos a perfeccionar la ley y los profetas. Vino al mundo para enseñar la justicia, manifestándosenos por medio del evangelio; decía: Yo soy el camino, y la justicia, y la vida. El era, en efecto, el justo, el verdadero, el salvador de todos. ¿Cómo no vamos a comprender que lo que con anterioridad hizo David fue perfeccionado más tarde por el Salvador y dado, finalmente, a las santas iglesias como un don, a través de la gracia?

Debemos primero anunciar las cosas postreras, para hacer así más fácilmente creíbles las palabras. Dos fueron las unciones que llevó a cabo Samuel: una a Saúl y otra a David. Saúl recibió la unción con respeto, pero no como un hombre digno de Dios, sino como un transgresor de la ley; y Dios, molesto, lo puso como opresor sobre quienes habían pedido un rey. De igual modo, Herodes, como transgresor de la ley, reinaría años más tarde sobre hombres pecadores. David fue clandestinamente ungido en Belén, porque en Belén había de nacer el rey del cielo, y allí ungido —y no ocultamente— por el Padre, se manifestó al mundo, como dice el profeta: Por eso el Señor tu Dios te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros.

Saúl fue ungido con una aceitera como de arcilla, porque su reino era de transición y muy pronto disuelto. En cambio, David fue ungido con la cuerna del poder: de este modo señalaba previamente a aquel que, mediante la venerable unción, demostraba la victoria sobre la muerte.

San Hipólito de Roma, Homilía sobre David y Goliat (1, 1-4. 2: CSCO 264, 1-3)

domingo, 7 de julio de 2013

Una Meditación y una Bendición

El aleluya pascual

Toda nuestra vida presente debe discurrir en la alabanza de Dios, porque en ella consistirá la alegría sempiterna de la vida futura; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura, si no se ejercita ahora en esta alabanza. Ahora, alabamos a. Dios, pero también le rogamos. Nuestra alabanza incluye la alegría, la oración, el gemido. Es que se nos ha prometido algo que todavía no poseemos; y, porque es veraz el que lo ha prometido, nos alegramos por la esperanza; mas, porque todavía no lo poseemos, gemimos por el deseo. Es cosa buena perseverar en este deseo, hasta que llegue lo prometido; entonces cesará el gemido y subsistirá únicamente la alabanza.

Por razón de estos dos tiempos —uno, el presente, que se desarrolla en medio de las pruebas y tribulaciones de esta vida, y el otro, el futuro, en el que gozaremos de la seguridad y alegría perpetuas—, se ha instituido la celebración de un doble tiempo, el de antes y el de después de Pascua. El que precede a la Pascua significa las tribulaciones que en esta vida pasamos; el que celebramos ahora, después de Pascua, significa la felicidad que luego poseeremos. Por tanto, antes de Pascua celebramos lo mismo que ahora vivimos; después de Pascua celebramos y significamos lo que aún no poseemos. Por esto, en aquel primer tiempo nos ejercitamos en ayunos y oraciones; en el segundo, el que ahora celebramos, descansamos de los ayunos y lo empleamos todo en la alabanza. Esto significa el Aleluya que cantamos.

En aquel que es nuestra cabeza hallamos figurado y demostrado este doble tiempo. La pasión del Señor nos muestra la penuria de la vida presente, en la que tenemos que padecer la fatiga y la tribulación, y finalmente la muerte; en cambio, la resurrección y glorificación del Señor es una muestra de la vida que se nos dará.

Ahora, pues, hermanos, os exhortamos a la alabanza de Dios; y esta alabanza es la que nos expresamos mutuamente cuando decimos: Aleluya. «Alabad al Señor», nos decimos unos a otros; y, así, todos hacen aquello a lo que se exhortan mutuamente. Pero procurad alabarlo con toda vuestra persona, esto es, no sólo vuestra lengua y vuestra voz deben alabar a Dios, sino también vuestro interior, vuestra vida, vuestras acciones.

En efecto, lo alabamos ahora, cuando nos reunimos en la iglesia; y cuando volvemos a casa, parece que cesamos de alabarlo. Pero, si no cesamos en nuestra buena conducta, alabaremos continuamente a Dios. Dejas de alabar a Dios cuando te apartas de la justicia y de lo que a él le place. Si nunca te desvías del buen camino, aunque calle tu lengua, habla tu conducta; y los oídos de Dios atienden a tu corazón. Pues, del mismo modo que nuestros oídos escuchan nuestra voz, así los oídos de Dios escuchan nuestros pensamientos.

San  Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 148 (1-2: CCL 40, 2165-2166)

sábado, 6 de julio de 2013

Cristo es rey y sacerdote eterno

Nuestro Salvador fue verdaderamente ungido, en su condición humana, ya que fue verdadero rey y verdadero sacerdote, las dos cosas a la vez, tal y como convenía a su excelsa condición. El salmo nos atestigua su condición de rey, cuando dice: Yo mismo he establecido a mi rey en Sión, mi monte santo. Y el mismo Padre atestigua su condición de sacerdote, cuando dice: Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec. Aarón fue el primero en la ley antigua que fue constituido sacerdote por la unción del crisma y, sin embargo, no se dice: «Según el rito de Aarón», para que nadie crea que el Salvador posee el sacerdocio por sucesión. Porque el sacerdocio de Aarón se transmitía por sucesión, pero el sacerdocio del Salvador no pasa a los otros por sucesión, ya que él permanece sacerdote para siempre, tal como está escrito: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.

El Salvador es, por lo tanto, rey y sacerdote según su humanidad, pero su unción no es material, sino espiritual. Entre los israelitas, los reyes y sacerdotes lo eran por una unción material de aceite; no que fuesen ambas cosas a la vez, sino que unos eran reyes y litros eran sacerdotes; sólo a Cristo pertenece la perfección y la plenitud en todo, él, que vino a dar plenitud a la ley.

Los israelitas, aunque no eran las dos cosas a la vez, eran, sin embargo, llamados cristos (ungidos), por la unción material del aceite que los constituía reyes o sacerdotes. Pero el Salvador, que es el verdadero Cristo, fue ungido por el Espíritu Santo, para que se cumpliera lo que de él estaba escrito: Por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo entre todos tus compañeros. Su unción supera a la de sus compañeros, ungidos como él, porque es una unción de júbilo, lo cual significa el Espíritu Santo.

Sabemos que esto es verdad por las palabras del mismo Salvador. En efecto, habiendo tomado el libro de Isaías, lo abrió y leyó: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido; y dijo a continuación que entonces se cumplía aquella profecía que acababan de oír. Y, además, Pedro, el príncipe de los apóstoles, enseñó que el crisma con que había sido ungido el Salvador es el Espíritu Santo y la fuerza de Dios, cuando, en los Hechos de los apóstoles, hablando con el centurión, aquel hombre lleno de piedad y de misericordia, dijo entre otras cosas: La cosa empezó en Galilea, cuando Juan predicaba el bautismo. Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo.

Vemos, pues, cómo Pedro afirma de Jesús que fue ungido, según su condición humana, con la fuerza del Espíritu Santo. Por esto, Jesús, en su condición humana, fue con toda verdad Cristo o ungido, ya que por la unción del Espíritu Santo fue constituido rey y sacerdote eterno.

Faustino Luciferano. Tratado sobre la Trinidad (39-40: CCL 69, 340-341)

viernes, 5 de julio de 2013

La salvación proviene de la misericordia de Dios

El que por nosotros derramó su sangre es el que nos librará del pecado. No nos desesperemos, hermanos, para no caer en un estado de desolación y desesperanza. Terrible cosa es no tener fe en la esperanza de la conversión. Pues quien no espera la salvación, acumula males sin medida; quien, por el contrario, espera poder recuperar la salud, fácilmente se otorga en lo sucesivo a sí mismo el perdón. De hecho, el ladrón que ya no espera la gracia del perdón, se encamina hacia la contumacia: pero si espera el perdón, muchas veces acepta la penitencia. ¿Por qué la culebra puede deponer la camisa, y nosotros no deponemos el pecado?

Dios es benigno y lo es en no pequeña escala. Por eso, guárdate de decir: he sido disoluto y adúltero, he perpetrado cosas funestas y esto no una sino muchísimas veces: ¿me querrá Dios perdonar? ¿Será posible que en adelante no se acuerde más de ello? Escucha lo que dice el salmista ¡Qué grande es tu bondad, Señor! El cúmulo de todos tus pecados no supera la inmensa compasión de Dios; tus heridas no superan la experiencia del médico supremo. Basta que te confíes plenamente a él, basta con que confieses al médico tu enfermedad; di tú también con David: Propuse: «Confesaré al Señor mi culpa», y se operará en ti lo mismo que se dice a continuación: Y tú perdonaste mi culpa y mi pecado.

¿Quieres ver la benevolencia de Dios y su inconmensurable magnanimidad? Escucha lo que pasó con Adán. Adán, el primer hombre creado por Dios, había quebrantado el mandato del Señor: ¿no habría podido condenarlo a muerte en aquel mismo momento? Pues bien, fíjatelo que hace el Señor, que ama al hombre a fondo perdido: lo expulsó del paraíso y lo colocó a oriente del paraíso, para que viendo de dónde había sido arrojado y de qué a cuál situación había sido expulsado, se salvara posteriormente por medio de la penitencia.

Es una auténtica benignidad y esta benignidad fue la de Dios; pero aún es pequeña si se la compara con los beneficios subsiguientes. Recuerda lo que ocurrió en tiempos de Noé. Pecaron los gigantes y en aquel entonces se multiplicó grandemente la iniquidad sobre la tierra, tanto que hizo inevitable el diluvio: repara en la benignidad de Dios que se prolongó por espacio de cien años. ¿O es que lo que hizo al cabo de los cien años no pudo haberlo hecho inmediatamente? Pero lo hizo a propósito, para dar tiempo a los avisos inductores a la penitencia. ¿No ves la bondad de Dios? Y si aquellos hubieran hecho entonces penitencia, no habrían sido excluidos de la benevolencia de Dios.

San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 2 (5-8: Edit Reisch 1, 445-449)