Nosotros, carísimos hermanos, nosotros somos el pueblo de Dios, nosotros que, liberados a través del Mar Rojo, sacudimos el yugo de la servidumbre de Egipto, ya que por medio del bautismo hemos recibido el perdón de los pecados, que nos oprimían; nosotros que, a través de los afanes de la presente vida, como en la aridez del desierto, esperamos el ingreso en la patria celestial tal como se nos ha prometido. En ese mencionado desierto corremos el riesgo de desfallecer, si no nos comunican vigor los dones de nuestro Redentor; si no nos renuevan los sacramentos de su encarnación.
El es precisamente el maná que, como alimento celestial, nos reconforta para que no desfallezcamos en la andadura de la presente vida; él la roca que nos sacia con dones espirituales; la roca que golpeada por el leño de la cruz, manó de su costado y en beneficio nuestro el agua de la vida. Por eso dice en el evangelio: Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed. Y según una sucesión de figuras bastante congruente, primero el pueblo fue salvado a través del mar, para llegar en un segundo momento y místicamente al alimento del maná y a la roca del agua, porque en primer lugar nos lava en el agua del segundo nacimiento, y luego nos conduce a la participación del altar sagrado, para darnos la oportunidad de comulgar en el cuerpo y sangre de nuestro Redentor. Nos ha parecido bueno exponer con cierta amplitud estas realidades relativas al misterio de la piedra espiritual, de la que tomó nombre el primer pastor de la Iglesia, y en la que se mantiene inmóvil e inquebrantable todo el edificio de la santa Iglesia y mediante la cual la Iglesia misma nace y se alimenta, porque en el corazón de los oyentes suelen quedar mucho más grabadas y a veces incluso con mayor amenidad las cosas prefiguradas en el pasado y luego esclarecidas mediante una explicación de su sentido espiritual, que aquellas propuestas a la aceptación creyente o a la ejecución operante mediante el solo recurso de una simple narración, sin el adorno de imágenes y ejemplos.
Procuremos, carísimos hermanos, que, acogiéndonos constantemente a la protección del baluarte de esta roca, jamás seamos arrancados de la firmeza de la fe ni por el terror provocado por la contrariedad de las cosas que pasan ni por la sirena de la comodidad. De momento, dando de lado a las delicias temporales, encontremos sólo deleite en los dones celestiales de nuestro Redentor, y, entre las brumas del siglo, hallemos sólo consuelo en la esperanza de aquella visión.
Meditemos atentamente el egregio ejemplo de David, profeta y rey, quien, no pudiendo encontrar solaz para su alma en la abundancia de honores y riquezas que trae consigo el ajetreo del reino, elevando finalmente la mirada del alma al deseo de las cosas celestiales, se acordó de Dios y se llenó de júbilo. Afanémonos, pues, en apartar de nuestro cuerpo y de nuestra alma el obstáculo de los vicios que acostumbran a impedir la visión de Dios, a fin de que merezcamos conseguirla. Pues a él no se llega si no es caminando en la rectitud de corazón, ni es posible contemplar su rostro inmaculado si no es por los limpios de corazón. Dichosos los limpios de corazón, porque ellosverán a Dios. Lo cual se digne concedernos el que se ha dignado prometerlo, Jesucristo, Dios y Señor nuestro, que vive y reina con el Padre en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
Homilía 1 (16: CCL. 122, 117-118)
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