Dada la especial constitución de nuestro cuerpo, antes de crearnos a nosotros, nuestro Creador sacó de la nada a este universo mundo. Pero, ¿qué no hizo nuestro Creador, amante del bien, para lograr nuestra enmienda y encauzar nuestra vida a la salvación? Creó este mismo mundo sensible como un espejo de la creación supramundana, para que mediante su contemplación espiritual, como a través de una admirable escala, lleguemos a las realidades suprasensibles. Infundió en nosotros innata la ley, cual línea inflexible, como juez inmune de error y doctor de insobornable veracidad: me estoy refiriendo a la propia conciencia de cada uno. De modo que si buceamos en nuestro interior con reflexiva introspección, no necesitaremos de doctor alguno para la comprensión del bien. Y si lúcidamente aplicamos nuestros sentidos a las cosas exteriores, lo invisible de Dios resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras, como dice el Apóstol.
Así pues, la custodia de la doctrina de las virtudes, revelada por la naturaleza y la creación, se la confió Dios a los ángeles; suscitó como guías a los patriarcas y a los profetas, mostró signos y prodigios para conducirnos a la fe, nos dio la ley escrita que viniera en auxilio tanto de la ley espiritual impresa en nuestra naturaleza como del conocimiento que nos aporta la creación. Y cuando, finalmente, acabamos de despreciarlo todo, ¡cuánta negligencia por nuestra parte! ¡Nosotros, situados en los antípodas de la generosidad y solicitud de quien tanto nos ama! Se nos dio a sí mismo en beneficio nuestro y, habiendo derramado las riquezas de su divinidad en nuestra humildad, asumiendo nuestra naturaleza y hecho hombre por nosotros, se puso a nuestro lado como maestro. El nos enseña la magnitud de su benignidad, dándonosla a conocer tanto de palabra como con las obras, induciéndonos al mismo tiempo a la obediencia tanto para imitar su misericordia, como para huir de la dureza de corazón.
Ahora bien, como quiera que el amor no suele ser tan fuerte en los administradores del patrimonio, ni siquiera en los pastores de rebaños y en los poseedores de riquezas propias, como en aquellos que están unidos por vínculos de carne y sangre y, entre éstos, especialmente entre padres e hijos, por eso, a fin de manifestarnos su benignidad, él mismo se autodenominó Padre de todos nosotros, y habiéndose hecho hombre por nosotros nos regeneró por medio del santo bautismo y por la gracia del Espíritu Santo que en él se nos confiere.
Gregorio de Palamás
Homilía 3 (PG, 151, 35)
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