Bendito sea Dios, que en cada generación elige a los que son de su agrado, segrega los instrumentos de elección, y de ellos se sirve para el ministerio de los santos; que también ahora a ti que —según tu propia confesión—nos rehuías no a nosotros, sino la vocación que por nuestro medio sospechabas iba a recaer sobre ti, te ha envuelto en las inextricables redes de la gracia, te ha situado en el corazón mismo de Pisidia, a fin de que pesques hombres para el Señor y saques del abismo a la luz a los que el diablo cazó para que hagan su propia voluntad.
Y puesto que cuantos esperan en Cristo son un solo pueblo, y los que son de Cristo forman una única Iglesia aunque con nombres diversos según los lugares en que se encuentra enclavada, también tu patria chica se goza y se alegra por los designios divinos, y lejos de pensar que ha perdido a uno de sus hijos, está segura de haber adquirido a cambio todas las Iglesias. Lo único que pido a Dios es que, presente, me conceda ver y, ausente, oír tus progresos en la predicación del evangelio y la buena organización de las Iglesias.
Por tanto, actúa con valentía, sé fuerte y avanza al frente del pueblo que el Altísimo ha confiado a tus cuidados. Y cual experto timonel, sortea con ánimo esforzado cualquier tempestad que los vientos de la herejía puedan desatar; mantén tu navío a flote por entre las olas salobres y amargas de doctrinas adulteradas; confía en la bonanza que el Señor producirá tan pronto como suene una voz capaz de despertarlo, e increpe al viento y al oleaje.
Mi ya larga enfermedad me lleva a marchas forzadas al inevitable desenlace. Por tanto, si quieres venir a verme no esperes que te señale una fecha, pues bien sabes que para el corazón de un padre ningún momento es inoportuno para abrazar a su amado hijo, y que el afecto sincero vale más que cualquier discurso.
No te me quejes de que el cargo es superior a tus fuerzas. Pues si debieras sobrellevarlo tú solo, no sólo sería pesado, sino sencillamente intolerable. Pero si el Señor te ayuda a llevarlo, encomienda al Señor tus afanes, que él te sustentará.
Consiénteme un consejo, uno solo: cuida, por lo que más quieras, de no dejarte arrastrar por las malas costumbres como los demás, antes bien procura —con esa sabiduría que Dios te ha dado— convertir en bien los resultados reprobables que ellos precedentemente obtuvieron. Cristo, en efecto, te envió no para que sigas a los otros, sino para que tú mismo camines al frente de los que se salvan.
Te ruego además que pidas por mí, a fin de que, si todavía sigo con vida, sea juzgado digno de verte juntamente con tu Iglesia; si, por el contrario, recibo la orden de partir ya de aquí, para que os veamos allá arriba junto a Dios a ti y a tu Iglesia: a ésta como a vid rebosante de buenas obras, y a ti como a experto agricultor y empleado solícito que ha distribuido a sus horas la comida a la servidumbre, recibiendo la recompensa debida al administrador fiel y cuidadoso.
Todos los que están conmigo saludan a tu piedad. Te deseo salud y gozo en el Señor. Que él te conserve iluminado por los dones del Espíritu y la sabiduría.
Carta 161, al obispo Anfiloquio (1-2: PG 32, 630-631)
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