Y ¿cómo hemos de orar? Quiero —dice el Apóstol—que sean los hombres los que recen en cualquier lugar, alzando las manos limpias de ira y divisiones. Por lo que toca a las mujeres, que vayan convenientemente adornadas, compuestas con decencia y modestia, sin adornos de oro en el peinado, sin perlas ni vestidos suntuosos; adornadas con buenas obras, como corresponde a mujeres que se profesan piadosas.
Sobre el modo de orar es instructivo también el siguiente texto: Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Pues ¿qué mejor ofrenda puede poner en el altar de Dios la naturaleza racional que el suave aroma de la plegaria presentada por un alma que no es consciente del desagradable olor de pecado personal alguno? Conociendo Pablo estos testimonios y muchos más que pudo espigar en la ley, en los profetas y en la plenitud evangélica y explicarlos uno por uno con variedad y abundancia; viendo después de todo cuán lejos estaba de saber qué hemos de pedir en la oración, dijo, y no sólo por modestia, sino con toda verdad: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene. Pero señala a continuación cómo puede subsanar este defecto quien, consciente de su ignorancia, trata no obstante de hacerse digno de ver cancelada esta deficiencia. Dice, en efecto: Pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. El que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios.
Ahora bien, el Espíritu que en el corazón de los bienaventurados grita: ¡Abba! (Padre), sabiendo muy bien que los gemidos lanzados por quienes cayeron o se hicieron reos de transgresión, lejos de mejorarla, agravan su situación, intercede ante Dios con gemidos inefables, haciendo suyos nuestros gemidos en su infinita bondad y misericordia. Y viendo, en su sabiduría, que nuestra alma se hunde en el polvo y está encarcelada en nuestra condición humilde, intercede ante Dios con gemidos, pero no con unos gemidos cualquiera, sino con unos gemidos inefables, es decir, afines a aquellas palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir.
Pero este Espíritu, no contento con interceder, intensifica y renueva con insistencia su oración, en favor de aquellos que —es mi opinión— salen vencedores. De estos tales era san Pablo cuando decía: Pero en todo esto vencemos fácilmente. Pero es probable que el Espíritu ore simplemente por aquellos que no dan la talla como para vencer fácilmente, pero tampoco para ser vencidos, sino que sencillamente vencen.
Además, el texto: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, es similar a aquel: Quiero rezar llevado del Espíritu, pero rezar también con la inteligencia; quiero cantar llevado del Espíritu, pero cantar también con la inteligencia. En realidad, nuestra inteligencia es incapaz de rezar, si previamente y casi oyéndole ella, no ora el Espíritu; como tampoco puede cantar y alabar al Padre en Cristo con un cántico melodioso y rítmico y una voz armoniosa, si el Espíritu que todo lo penetra, hasta la profundidad de Dios no se anticipa a alabar y a celebrar a aquel cuya profundidad penetra y comprende como sólo él puede hacerlo.
Opúsculo sobre la oración (2: PG 11, 418-422)
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