Cristo resucitó y se apareció a sus discípulos. Y precisamente entre ellos hubo un incrédulo, esto es, Tomás, llamado el Mellizo, a quien para creer le fue necesario meter las manos en el agujero de los clavos, tuvo necesidad de tocar su costado.
Ahora bien, si aquel discípulo que había convivido con él durante tres años, que había participado de su mesa, que había sido testigo de signos y prodigios extraordinarios, que había escuchado la doctrina de su boca, habiéndolo incluso visto resucitado de entre los muertos, no creyó sino después de haber visto los agujeros de los clavos y la herida de la lanza, ¿cómo habría creído todo el mundo de haberlo visto resucitado de entre los muertos? ¿Quién osaría afirmarlo? No sólo de este episodio, sino de otros muchos, aparecerá claro que para convencer al mundo tuvo mayor fuerza persuasiva la prueba de los milagros, que si él se hubiese mostrado resucitado a los ojos de todos.
De hecho, cuando el pueblo oyó que Pedro decía al lisiado: En nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar, creyeron en Cristo, una vez tres mil hombres y otra cinco mil. En cambio, aquel discípulo, aun habiéndolo visto resucitado, permaneció incrédulo. ¿Te das cuenta cómo el milagro fue más provechoso a la fe en la resurrección? Su discípulo, incluso viéndolo resucitado, permaneció incrédulo; los enemigos, en cambio, viendo el milagro, creyeron. De suerte que este milagro pareció más grande y más evidente, y por eso los atrajo y los indujo con mayor eficacia a la fe en la resurrección.
¿Que por qué hablo de Tomás? Pues hablo para que sepas y observes atentamente que ni siquiera los otros discípulos creyeron a la primera. Sin embargo, no te apresures a condenarlos: si Cristo no los condenó, no lo hagas tú tampoco. Se encontraron ante un hecho maravilloso e inusitado; el primero que resucitaba de entre los muertos. Además, la mayoría de estos milagros solían, en un primer momento, infundir un profundo temor, hasta que con el decurso del tiempo comenzaron a hallar en la mente de los fieles una fe segura. Es lo que entonces les ocurrió a los discípulos.
En efecto, después de que Cristo, ya resucitado, les dijo: «Paz a vosotros», llenos de miedo por la sorpresa —como nos dice el evangelista—, creían ver un fantasma. El les dijo: ¿Por qué os alarmáis? Y después de haberles mostrado las manos y los pies, como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: ¿Tenéis ahí algo que comer?, queriendo persuadirles con esta demostración de la realidad de su resurrección. Es como si quisiera decir: ¿No te convencen el costado abierto y las heridas? Convénzate al menos al verme tomar alimento.
Homilía 4 sobre el libro de los Hechos de los apóstoles (6: PG 60)
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