Lo más importante en la búsqueda de la sabiduría es que, quien es verdaderamente grande en las obras, tenga un corazón humilde y puro, no se preocupe por la vida, ni se considere digno de Dios. Pero todavía nos resta añadir a lo dicho cómo estos tales deban comportarse entre sí y cómo deban correr a porfía hasta llegar a la ciudad celestial. Por ello, es necesario que quien desprecia las grandezas de este mundo y renuncia a su gloria vana renuncie también a su propia vida.
Renunciar a la propia vida significa no buscar nunca la propia voluntad, sino la voluntad de Dios y hacer del querer divino la norma única de la propia conducta, que dirige, en la concordia, a la comunidad fraterna al puerto de la voluntad divina; significa también renunciar al deseo de poseer cualquier cosa que no sea necesaria o común, a excepción del vestido para cubrirse el cuerpo. Quien así obra se encontrará más libre y dispuesto para hacer lo que le manden los superiores, realizándolo prontamente con alegría y con esperanza, como corresponde a un servidor de Cristo, redimido para el bien de sus hermanos.
Esto es precisamente lo que desea también el Señor, cuando dice: El que quiera ser grande y primero entre vosotros, que sea el último y esclavo de todos. Esta servicialidad hacia los hombres debe ser ciertamente gratuita, y el que se consagra a ella debe sentirse sometido a todos y servir a los hermanos como si fuera deudor de cada uno de ellos.
Pero es necesario que también los superiores de este cuerpo espiritual, considerando la grandeza de su responsabilidad y la malicia que, astutamente, tiende lazos a la fe, desplieguen una solicitud paralela a su dignidad, y no se enorgullezcan. En efecto, es conveniente que quienes están al frente de sus hermanos se esfuercen más que los demás en trabajar por el bien ajeno, se muestren más sumisos que los súbditos y, a la manera de un siervo, gasten su vida en el bien de los demás, pensando que los hermanos son en realidad como un tesoro que pertenece a Dios y que Dios ha colocado bajo su cuidado.
Por eso, los superiores deben cuidar de los hermanos como si se tratara de unos tiernos niños a quienes los propios padres han puesto en manos de unos educadores. Estos, teniendo en cuenta el temperamento de cada niño, a unos los azotan, a otros los amonestan, alaban a un tercero y a un cuarto lo tratan diversamente. Y esto lo hacen no para granjearse la benevolencia, ni el odio, exactamente como han de comportarse los jefes espirituales.
Si de esta manera vivís, llenos de afecto los unos paró con los otros, si los súbditos cumplís con alegría los decretos y mandatos, y los maestros os entregáis con interés al perfeccionamiento de los hermanos, si procuráis teneros mutuamente el debido respeto, vuestra vida, ya en este mundo, será semejante a la de los ángeles en el cielo.
Pero que cada cual se convenza a sí mismo de ser inferior y más débil no sólo que el hermano con 'quien vive, sino que cualquier otro hombre. Si esto sabe, será un verdadero discípulo de Cristo. Y puesto que conocéis los. frutos de la humildad y lo nefasto que es el orgullo, imitad al Señor y corred como un solo cuerpo y una sola alma hacia la suprema vocación, amando a Dios y amándoos mutuamente. Ya que el amor y el temor del Señor son condición previa para el cumplimiento de la ley.
Tratado sobre la institución cristiana (PG 46, 298-299)
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