Se acercó un leproso, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Grande es la prudencia y la fe del que se acerca. Pues no interrumpe el discurso ni irrumpe en medio de los oyentes, sino que espera el momento oportuno; se le acerca cuando Cristo ha bajado del monte. Y le ruega no superficialmente, sino con gran fervor, postrándose a sus pies, con fe sincera y con una justa opinión de él.
Porque no dijo: «Si se lo pides a Dios», ni: «Si haces oración», sino: Si quieres, puedes limpiarme. Tampoco dijo: «Señor, límpiame»; sino que todo lo deja en sus manos, le hace señor de su curación y le reconoce la plenitud de poder. Mas el Señor, que muchas veces habló de sí humildemente y por debajo de lo que a su gloria corresponde, ¿qué dice aquí para confirmar la opinión de quienes contemplaban admirados su autoridad? Quiero: queda limpio. Aun cuando hubiera el Señor realizado ya tantos y tan estupendos milagros, en ninguna parte hallamos una expresión que se le parezca.
Aquí, en cambio, para confirmar la opinión que de su autoridad tenía tanto el pueblo en su totalidad como el leproso, antepuso este: quiero. Y no es que lo dijera y luego no lo hiciera, sino que la obra secundó inmediatamente a la palabra. Y no se limitó a decir: quiero: queda limpio, sino que añade: Extendió la mano y lo tocó. Lo cual es digno de ulterior consideración. En efecto, ¿por qué si opera la curación con la voluntad y la palabra, añade el contacto de la mano? Pienso que lo hizo únicamente para indicar que él no estaba sometido a la ley, sino por encima de la ley, y que en lo sucesivo todo es limpio para los limpios.
El Señor, en efecto, no vino a curar solamente los cuerpos, sino también para conducir el alma a la filosofía. Y así como en otra parte afirma que en adelante no está ya prohibido comer sin lavarse las manos —sentando aquella óptima ley relativa a la indiferencia de los alimentos—, así actúa también en este lugar enseñándonos que lo importante es cuidar del alma y, sin hacer caso de las purificaciones externas, mantener el alma bien limpia, no temiendo otra lepra que la lepra del alma, es decir, el pecado. Jesús es el primero que toca a un leproso y nadie se lo reprocha.
Y es que aquel tribunal no estaba corrompido ni los espectadores estaban trabajados por la envidia. Por eso, no sólo no lo calumniaron, sino que, maravillados ante semejante milagro, se retiraron adorando su poder invencible, patentizado en sus palabras y en sus obras.
Habiéndole, pues, curado el cuerpo, mandó el Señor al leproso que no lo dijera a nadie, sino que se presentase al sacerdote y ofreciera lo prescrito en la ley. Y no es que lo curase de modo que pudiera subsistir duda alguna sobre su cabal curación: pero lo encargó severamente no decirlo a nadie, para enseñarnos a no buscar la ostentación y la vanagloria. Ciertamente él sabía que el leproso no se iba a callar y que había de hacerse lenguas de su bienhechor; hizo, sin embargo, lo que estaba en su mano.
En otra ocasión, Jesús mandó que no exaltaran su persona, sino que dieran gloria a Dios; en la persona de este leproso quiere exhortarnos el Señor a que seamos humildes y que huyamos la vanagloria; en la persona de aquel otro leproso, por lo contrario, nos exhorta a ser agradecidos y no echar en olvido los beneficios recibidos. Y en cualquier caso, nos enseña a canalizar hacia Dios toda alabanza.
San Juan Crisóstomo
Homilía 25 sobre el evangelio de san Mateo (1-2: PG 57, 328-329)
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