Desde Siria hasta Roma vengo luchando ya con las fieras, por tierra y por mar, de noche y de día, atado como voy a diez leopardos, es decir, a un pelotón de soldados que, cuantos más beneficios se les hace, peores se vuelven. Pero sus malos tratos me ayudan a ser mejor, aunque tampoco por eso quedo absuelto. Quiera Dios que tenga yo el gozo de ser devorado por las fieras que me están destinadas; lo que deseo es que no se muestren remisas; yo las azuzaré para que me devoren pronto, no suceda como en otras ocasiones que, atemorizadas, no se han atrevido a tocar a sus víctimas. Si se resisten, yo mismo las obligaré.
Perdonadme lo que os digo; es que yo sé bien lo que me conviene. Ahora es cuando empiezo a ser discípulo. Ninguna cosa, visible o invisible, me prive por envidia de la posesión de Jesucristo. Vengan sobre mí el fuego, la cruz, manadas de fieras, desgarramientos, amputaciones, descoyuntamiento de huesos, seccionamiento de miembros trituración de todo mi cuerpo, todos los crueles tormentos del demonio, con tal de que esto me sirva para alcanzar a Jesucristo.
De nada me servirían los placeres terrenales ni los reinos de este mundo. Prefiero morir en Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra. Todo mi deseo y mi voluntad están puestos en aquel que por nosotros murió y resucitó. Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera; si lo que yo anhelo es pertenecer a Dios, no me entreguéis al mundo ni me seduzcáis con las cosas materiales; dejad que pueda contemplar la luz pura; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios. El que tenga a Dios en sí entenderá lo que quiero decir y se compadecerá de mí, sabiendo cuál es el deseo que me apremia.
San Ignacio de Antioquía
Carta a los Romanos (5-6: Funck I, 219-221)
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