¿Qué es, pues, lo que Dios no ha hecho por nosotros? Por nosotros hizo tanto el mundo corruptible como el incorruptible; por nosotros permitió que los profetas fueran mal acogidos; por nosotros los envió a la cautividad; por nosotros permitió que fueran arrojados al horno y que soportaran males sin cuento.
Por nosotros suscitó a los profetas y también a los apóstoles; por nosotros entregó al Unigénito; quiso sentarnos a su derecha; por nosotros padeció oprobios, pues dice: Las afrentas con que te afrentan caen sobre mí. Sin embargo, después de tantas y tales deserciones, él no nos abandona, sino que nos exhorta de nuevo y predispone a otros para que intercedan por nosotros, para poder otorgarnos su gracia. Es el caso de Moisés. Le dice, en efecto: Déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos, para inducirle a interceder por ellos.
Y otro tanto en la actualidad, otorgándonos el don de la plegaria. Y obraba así, no porque tenga necesidad de nuestras súplicas, sino para que nosotros, creyéndonos a salvo, no nos hiciéramos peores. Por eso dice a menudo a los israelitas que se reconcilia con ellos por amor a David o a cualquier otro, reservándose de este modo una coartada para la reconciliación. Si bien es verdad que quedaría mejor él, si dijera que deponía su indignación espontáneamente y no porque otro se lo pedía. Pero no era esto lo que Dios pretendía; lo que Dios quería era evitar que el trámite de reconciliación no fuera para los que habían de salvarse motivo de infravaloración. Por eso decía a Jeremías: No intercedas por este pueblo, que no te escuchará. Y no es que quisiera que el profeta dejase de orar; lo que quería era atemorizarlos. El profeta, que así lo comprendió, no cesó de suplicar.
Y así como a los ninivitas, al comunicarles la sentencia sin fijar límites de tiempo ni insinuarles resquicio alguno de esperanza, les inspiró un profundo terror induciéndolos a penitencia, lo mismo hace en este pasaje: mete la preocupación en el ánimo de los israelitas, hace al profeta más venerable a sus ojos, para ver si al menos así le escuchan. Luego, comoquiera que padecían un mal sin remedio y no reaccionaban tampoco ante las amenazas de los profetas que les enviaba, primero les intima que permanezcan allí; y al mostrarse renuentes y planear la evasión a Egipto, Dios condesciende, no sin rogarles que eviten caer en la impiedad de los egipcios. Como tampoco en esto le hicieron caso, manda con ellos al profeta para que no se esquinasen totalmente con él.
¿Y qué es lo que los profetas no padecían por su causa? Aserrados, exilados, ultrajados, lapidados, sufrieron una infinidad de otros graves tormentos. Y no obstante todo esto, los israelitas acudían a ellos una y otra vez. Samuel no cesó nunca de llorar a Saúl, a pesar de haber sufrido ultrajes y tratos intolerables por su culpa: toda injuria estaba olvidada. Jeremías, por su parte, compuso para el pueblo judío unas lamentaciones que puso por escrito; y habiéndole concedido el jefe de la guardia persa facultad para vivir en seguridad y libertad donde quisiese, prefirió a su casa el compartir la suerte de los infelices de su pueblo y una mísera morada en tierra extranjera.
San Juan Crisóstomo
Homilía 14 sobre la carta a los Romanos (8: PG 60, 534-535)
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