Los israelitas en Egipto inmolaron un cordero siguiendo las órdenes e instrucciones de Moisés. Se les mandó añadir también panes ázimos y verduras amargas. Pues realmente así está escrito: Durante siete días comerás panes ázimos y verduras amargas. ¿Deberemos también nosotros estar eternamente ligados a los símbolos y a las figuras? ¿Qué pensar entonces de aquellas palabras de Pablo, que indudablemente era un experto en cuestiones legales y uno de los más insignes por su sabiduría, sabemos que la ley es espiritual? ¿Es que cabe dudar de un hombre –me pregunto–, portador de Cristo, que hablaba rectamente y que hubiera sido incapaz de propalar falsedades? ¿A título de qué deberemos también nosotros someternos a la antigua ley, desde el momento en que Cristo ha afirmado taxativamente: No creáis que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán?
Así pues, aquel verdadero cordero, que quita el pecado del mundo, se inmoló también por nosotros, que estamos llamados a la santidad mediante la fe. Acerquémonos en su compañía a aquellos banquetes espirituales, sublimes y realmente santos, prefigurados en cierto modo por los ázimos prescritos en la ley, y que espiritualmente han de ser recibidos. De hecho, en las sagradas Escrituras la levadura ha sido siempre considerada como símbolo de la iniquidad y del pecado. Por lo cual, nuestro Señor Jesucristo exhorta a sus santos discípulos que se abstengan del pan fermentado de los fariseos y saduceos, diciendo: Tened cuidado con la levadura de los fariseos y saduceos. Igualmente, el doctísimo Pablo escribe a los santificados recomendándoles que se mantengan lo más alejados posible de la levadura de la impureza que mancha el alma: Barred –dice– la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ázimos.
Para estar espiritualmente unidos a Cristo, nuestro Salvador, y tener un alma pura, no es, pues, inútil, antes muy necesario y hemos de tomarlo muy a pecho, librarnos de nuestras miserias y evitar el pecado; en una palabra, mantener nuestra alma alejada de todo lo que pudiera contaminarla. De este modo, libres de todo culpable remordimiento, podremos acercarnos dignamente a la comunión.
Pero hemos de añadir asimismo verduras amargas, es decir, hemos de aceptar la amargura de las arduas fatigas para poder llegar a la consecución de la paciencia. En primer lugar, ciertamente, por sí mismas. Sería efectivamente de lo más absurdo pensar que los hombres piadosos puedan conseguir la virtud de modo diverso, imponerse a la ajena estimación por medio de grandes fatigas, sin tener ellos mismos que superar luchas y dificultades, para dar de este modo un ejemplo luminoso y magnífico de fortaleza. Porque el camino de la virtud es áspero, está erizado de dificultades y es asequible a pocos. Es llano y fácil solamente para quienes lo recorren con ánimo alegre, sin temor a afrontar las dificultades, y ofreciéndose espontáneamente a las fatigas.
También a esto nos exhorta el mismo Cristo con estas palabras: Entrad por la puerta angosta; porque ancha es la puerta y amplia la calle que llevan a la perdición, y muchos entran por ellas. ¡Qué angosta es la puerta y qué estrecho el callejón que llevan a la vida! Y pocos dan con ellos.
Homilía pascual 19 (2: PG 77, 823-825)
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