Para que por medio de Cristo se revelara la gracia del nuevo Testamento, que no dice relación con la vida temporal, sino con la eterna, no convenía que el hombre Cristo fuera propuesto como ejemplo de felicidad eterna. Esto explica la sujeción, la pasión, la flagelación, los salivazos, los desprecios, la cruz, las heridas y la misma muerte como a un vencido y derrotado, para que sus fieles supieran cuál era el premio que por la piedad cabía pedir y esperar de Aquel cuyos hijos han llegado a ser; no fuera que sus servidores se consagraran al servicio de Dios con la intención de conseguir —como una gran cosa—, la felicidad eterna, desdeñando y conculcando su fe, considerándola de escasísimo valor.
Por esta razón, el hombre-Cristo que es al mismo tiempo el Dios-Cristo, por cuya misericordiosísima humanidad y en cuya condición de siervo deberemos aprender lo que hemos de desdeñar en esta vida y lo que hemos de esperar en la otra, durante su pasión —en la que sus enemigos se consideraban los grandes vencedores—, hizo suya la voz de nuestra debilidad, en la que era también crucificado nuestro hombre viejo, y dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Por la voz, pues, de nuestra debilidad, que en sí transfiguró nuestra cabeza, se dice en el salmo 21: Dios mío, Dios mío, mírame, ¿por qué me has abandonado?, pues el que ora, si no es escuchado, se siente abandonado. Esta es la voz que Jesús transfiguró en sí mismo, a saber, la voz de su cuerpo, es decir, de su Iglesia, que iba a ser transformada de hombre viejo en hombre nuevo; a saber, la voz de su debilidad humana, a la que fue preciso negarle los bienes del antiguo Testamento, para que aprendiera de una vez a desear y a esperar los bienes del nuevo Testamento.
Carta 140 (13-15), Libro sobre la gracia del nuevo Testamento (CSEL 44, 164-166)
Una clase magistral.
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