También hoy, hermanos, celebramos una solemnidad, una espléndida solemnidad. Y si queréis saber cuál, es la fiesta de la casa del Señor, del templo de Dios, de la ciudad del Rey eterno, de la esposa de Cristo. Y ¿quién puede lícitamente dudar de que la casa de Dios sea santa? De ella leemos: La santidad es el adorno de tu casa. Así también es santo su templo, admirable por su justicia. Y Juan atestigua que vio también la ciudad santa: Vi —dice— la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo.
Ahora, deteniéndonos un momento en esta especie de atalaya, busquemos la casa de Dios, busquemos el templo, busquemos la ciudad, y busquemos también la esposa. Pues ciertamente no lo he olvidado, pero sí que lo digo con temor y respeto: Somos nosotros. Insisto, somos nosotros, pero en el corazón de Dios; somos nosotros, pero por dignación suya, no por dignidad nuestra. Que no usurpe el hombre lo que es de Dios y cese de gloriarse de su poder; de otra suerte, reduciéndolo a su propio ser, Dios humillará al que se enaltece.
Y recuerda que el Señor define su casa como casa de oración, lo cual parece cuadrar admirablemente con el testimonio del profeta, el cual afirma que seremos acogidos por Dios —por supuesto, en la oración—, para ser alimentados con el pan de las lágrimas y para darnos a beber lágrimas a tragos. Por lo demás —como dice el mismo profeta—, la santidad es el adorno de esta casa, de suerte que las lágrimas de penitencia han de ir siempre acompañadas de la pureza de la continencia, y así, la que ya era casa, se convierta seguidamente en templo de Dios. Seréis santos —dice—, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo. Y el Apóstol: ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? El habita en vosotros. Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él.
Pero, ¿es que bastará ya la misma santidad? Es asimismo necesaria la paz, como lo asegura el Apóstol cuando dice: Buscad la paz con todos y la santificación, sin la cual ninguno verá a Dios. Esta paz es la que, a los de un mismo talante, los hace vivir unidos como hermanos, construyendo a nuestro Rey, el verdadero Rey de la paz, una ciudad ciertamente nueva, llamada también Jerusalén, es decir, visión de paz.
Por tanto, hermanos míos, si la casa de un gran padre de familia se reconoce por la abundancia de los manjares, el templo de Dios por la santidad, la ciudad del gran Rey por la recíproca comunión de vida, la esposa del Esposo inmortal por el amor, pienso que no hay ya motivo de enrojecer al afirmar que ésta es nuestra solemnidad. Ni debéis maravillaros de que esta solemnidad se celebre en la tierra, pues que se celebra igualmente en los cielos. En efecto, si —como dice la Verdad (y no puede por menos de ser verdadero)— hay alegría en el cielo, incluso para los ángeles de Dios, por un solo pecador que se convierta, no cabe duda de que la alegría será multiplicada por la conversión de tan gran número de pecadores.
Unámonos, pues, a la alegría de los ángeles de Dios, unámonos al gozo de Dios y celebremos esta solemnidad con rendidas acciones de gracias, porque cuanto más íntima nos es, con mayor devoción hemos de celebrarla.
Sermón 5 (1.8-10: Opera omnia. Ed. Cister, 5, 1968, 388.389.394.395.396)
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