¿Puede haber algo más agradable y delicioso para hombres piadosos y deseosos de la verdadera vida, que gozar perpetuamente de Dios y encontrar reposo pensando en él? Porque si los que comen y beben hasta la saciedad y secundan sus fluctuantes caprichos tienen un cuerpo robusto y pletórico de vida, ¿cuánto más quienes se preocupan del alma y se nutren de las tranquilas aguas de la divina predicación, brillarán vestidos del tisú de oro y brocados, como atestigua el profeta?
Pues bien, cuando, de la palestra espiritual, llegamos al final de los misterios vivíficos, y el Señor ha puesto a nuestra disposición, como viático de inmortalidad, dones que superan toda ponderación, ¡ánimo! cuantos en este mundo suspiráis por las delicias de los arcanos, y, hechos partícipes de la vocación celestial, vestidos de una fe sincera como de un vestido nupcial, dirijámonos con presteza a la mística cena. Cristo nos recibe hoy en un banquete, Cristo nos sirve hoy; Cristo, el enamorado de los hombres, nos recrea.
Es tremendo lo que se dice, formidable lo que se realiza. Es inmolado aquel ternero cebado; es sacrificado el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. El Padre se alegra: el Hijo se ofrece espontáneamente al sacrificio, que hoy no ejecutan ya los enemigos de Dios, sino él mismo, para significar que, por la salvación de los hombres, él ha padecido voluntariamente el suplicio. ¿Quieres que te demuestre cómo en lo que acabo de decir se contiene el signo de una realidad concreta?
No te fijes en la brevedad de mis palabras o en nuestra insignificancia, sino en la voz y en la autoridad de quienes con anterioridad predicaron estas cosas. ¿Te das cuenta de la gran dignidad del pregonero? Fíjate ahora y considera la fuerza de cuanto él ha predicho. Dice: La Sabiduría se ha construido su casa plantando siete columnas; ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa. Estas cosas, carísimo, son símbolo de cuanto ahora se realiza. Las delicias de este banquete, espléndido por la magnificencia y variedad de sus manjares, son para ti. Está presente el autor mismo de tal magnificencia, se nos presentan dones divinos, está preparada la mística mesa, se ha mezclado el vino. Quien invita es el Rey de la gloria; el maestro de ceremonias es el Hijo de Dios; el Dios encarnado invita al Verbo: la Sabiduría subsistente de Dios Padre, que se construyó un templo no edificado por hombres, es la que distribuye su cuerpo como pan, y su sangre vivificante la escancia como vino. ¡Oh tremendo misterio!, ¡oh inefable designio del divino consejo!, ¡oh irrastreable bondad! El Creador se ofrece como alimento a la criatura, la misma vida se ofrece a los mortales como comida y bebida. Venid, comed mi cuerpo —nos exhorta—, y bebed el vino que he mezclado para vosotros. Yo mismo me he preparado como alimento, yo mismo me he mezclado para quienes lo deseen. Libremente me he encarnado, yo que soy la vida; voluntariamente quise ser partícipe de la carne y de la sangre, yo que soy el Verbo y la impronta hipostática del Padre, para salvaros. Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Homilía 10 (PG 77,1015-1018)
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