Los que se acercan a Dios deben orar en gran quietud, paz y tranquilidad, sin acudir a gritos ineptos o confusos, sino dirigiéndose al Señor con la intención del corazón y la sobriedad del pensamiento.
Pues no es conveniente que el siervo de Dios viva en semejante estado de agitación, sino en la más completa tranquilidad y sabiduría, como dice el profeta: En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras.
Leemos que en los días de Moisés y de Elías, mientras que, en las apariciones con que fueron favorecidos, la majestad del Señor se hacía preceder de gran aparato de trompetas y de diversos prodigios, sin embargo, la misma venida del Señor se daba a conocer y se manifestaba en la paz, la tranquilidad y la quietud. Después —dice— se oyó una brisa tenue, y en ella estaba el Señor. De donde es lícito concluir que el descanso del Señor está en la paz y en la tranquilidad.
El cimiento que colocare el hombre y los comienzos con que comenzare permanecerán en él hasta el fin. Si comenzare a rezar con voz demasiado elevada y quejumbrosa, mantendrá idéntica costumbre hasta el final. Aunque, como quiera que el Señor está lleno de humanidad, sucederá que incluso a éste tal le prestará su auxilio. Es más, será la gracia misma la que lo mantendrá hasta el final en su manera de hacer, si bien es fácil de comprender que este modo de rezar es propio de los ignorantes ya que, amén del fastidio que produce en los demás, ellos mismos acusan turbación mientras oran.
Ahora bien, el verdadero fundamento de la oración es éste: vigilar los propios pensamientos y rezar con mucha tranquilidad y paz, de suerte que los demás no sufran escándalo de ningún tipo. Así pues, el que habiendo obtenido la gracia de Dios y la perfección, continuare hasta el final orando en la tranquilidad, será de gran edificación para muchos, porque Dios no quiere desorden, sino paz. En cambio, los que rezan a voz en grito se asemejan a los charlatanes y no pueden rezar en cualquier parte, ni en las iglesias, ni en las plazas; a lo sumo en lugares solitarios, donde se despachan a su gusto.
Por el contrario, los que rezan en la tranquilidad, edifican a todos donde quiera que oren. Debe el hombre emplear todas sus energías en controlar sus pensamientos y cortar por lo sano toda ocasión de imaginaciones peligrosas; debe concentrarse en Dios, sin abandonarse al capricho de los pensamientos, sino recoger estos pensamientos dispersos un poco por todas partes, sometiéndolos a una labor de discernimiento, distinguiendo los buenos y los malos. Es, pues, necesaria una gran dosis de diligente atención del espíritu, para saber distinguir las sugestiones externas provocadas por el poder del adversario.
De una homilía antigua
(Hom 6, 1-3: PG 34, 518-519)
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