Primeramente has de beber el antiguo Testamento, para poder beber también el nuevo. Si no bebes el primero, no podrás tampoco beber el segundo. Bebe el primero, para hallar algún alivio en tu sed; bebe el segundo, para saciarte de verdad. En el antiguo Testamento hallarás un sentimiento de compunción; en el nuevo, la verdadera alegría.
Los que bebieron en lo que no deja de ser un tipo, pudieron saciar su sed; los que bebieron en lo que es la realidad, llegaron a embriagarse completamente. ¡Qué buena es esta embriaguez que comunica la verdadera alegría y no avergüenza lo más mínimo! ¡Qué buena es esta embriaguez que hace avanzar con paso seguro a nuestra alma que no ha perdido su equilibrio! ¡Qué buena es esta embriaguez que sirve para regar el fruto de vida eterna! Bebe, pues, esta copa de la que dice el Profeta: Y mi copa rebosa.
Pero son dos las copas que has de beber: la del antiguo Testamento y la del nuevo; porque en ambas bebes a Cristo. Bebe a Cristo, porque es la verdadera vid; bebe a Cristo, porque es la piedra de la que brotó agua; bebe a Cristo, porque es fuente de vida; bebe a Cristo, porque es la acequia cuyo correr alegra la ciudad; bebe a Cristo, porque es la paz; bebe a Cristo, porque de sus entrañas manarán torrentes de agua viva; bebe a Cristo, y así beberás la sangre que te ha redimido; bebe a Cristo, y así asimilarás sus palabras; porque palabra suya es el antiguo Testamento, palabra suya es también el nuevo. Realmente llegamos a beber y a comer la sagrada Escritura, si el sentido profundo de la tercera palabra viene a empapar nuestras almas, como si circulara por nuestras venas y fuera el motor que impulsara toda nuestra actividad.
Finalmente, no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios. Bebe esta palabra, pero bébela en el debido orden. Bébela en el antiguo Testamento y apresúrate a beberla en el nuevo. También él, como si se apresurara a hacerlo, dice: Ahora ensalzará el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande, habitaban en tierra de sombras, y una luz les brilló.
Bebe, pues, pronto, para que brille para ti una luz grande, no la luz de todos los días, ni la del día, ni la del sol, ni la de la luna; sino la que ahuyenta las sombras de la muerte. Pues los que viven en sombras de la muerte es imposible que vean la luz del sol y del día. Y, adelantándose a tu pregunta: ¿por qué tan maravilloso resplandor, por qué tan extraordinario favor?, responde: Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Un niño, que ha nacido de la Virgen, Hijo, que, por haber nacido de Dios, es el que hace que brille tan maravillosa luz. Un niño nos ha nacido. Nos, a los creyentes.
Nos ha nacido, porque la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Nos ha nacido, porque de la Virgen recibió carne humana, nace para nosotros, porque la Palabra se nos da. Al participar de nuestra naturaleza, nace entre nosotros; al ser infinitamente superior a nosotros, es el gran don que se nos otorga.
San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 1 (33: CSEL 64, 28-30)
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