Ante todo, el doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiso que hiciéramos una oración individual y privada, de modo que cada cual rogara sólo por sí mismo. No decimos: «Padre mío, que estás en los cielos», ni: «El pan mío dámelo hoy», ni pedimos el perdón de las ofensas sólo para cada uno de nosotros, ni pedimos para cada uno en particular que no caigamos en la tentación y que nos libre del mal. Nuestra oración es pública y común, y cuando oramos lo hacemos no por uno solo, sino por todo el pueblo, ya que todo el pueblo somos como uno solo.
El Dios de la paz y el Maestro de la concordia, que nos enseñó la unidad, quiso que orásemos cada uno por todos, del mismo modo que él incluyó a todos los hombres en su persona. Aquellos tres jóvenes encerrados en el horno de fuego observaron esta norma en su oración, pues oraron al unísono y en unidad de espíritu y de corazón; así lo atestigua la sagrada Escritura, que, al enseñarnos cómo oraron ellos, nos los pone como ejemplo que debemos imitar en nuestra oración: Entonces, dice, los tres, al unísono, cantaban himnos y bendecían a Dios. Oraban los tres al unísono, y eso que Cristo aún no les había enseñado a orar.
Por eso, fue eficaz su oración, porque agradó al Señor aquella plegaria hecha en paz y sencillez de espíritu. Del mismo modo vemos que oraron también los apóstoles, junto con los discípulos, después de la ascensión del Señor. Todos ellos, dice la Escritura, se dedicaban a la oración en común, junto con algunas mujeres, entre ellas María, la madre de Jesús, y con sus hermanos. Se dedicaban a la oración en común, manifestando con esta asiduidad y concordia de su oración que Dios, que hace habitar unánimes en la casa, sólo admite en la casa divina y eterna a los que oran unidos en un mismo espíritu.
¡Cuán importantes, cuántos y cuán grandes son, hermanos muy amados, los misterios que encierra la oración del Señor, tan breve en palabras y tan rica en eficacia espiritual! Ella, a manera de compendio, nos ofrece una enseñanza completa de todo lo que hemos de pedir en nuestras oraciones. Vosotros, dice el Señor, rezad así: «Padre nuestro, que estás en los cielos».
El hombre nuevo, nacido de nuevo y restituido a Dios por su gracia, dice en primer lugar: Padre, porque ya ha empezado a ser hijo. La Palabra vino a su casa, dice el Evangelio, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Por esto, el que ha creído en su nombre y ha llegado a ser hijo de Dios debe comenzar por hacer profesión, lleno de gratitud, de su condición de hijo de Dios, llamando Padre suyo al Dios que está en los cielos.
San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (8-9: CSEL 3, 271-272)
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