La voluntad de Dios es la que Cristo cumplió y enseñó. La humildad en la conducta, la firmeza en la fe, el respeto en las palabras, la rectitud en las acciones, la misericordia en las obras, la moderación en las costumbres, el no hacer agravio a los demás y tolerar los que nos hacen a nosotros, el conservar la paz con nuestros hermanos; el amar al Señor de todo corazón, amarlo en cuanto Padre, temerlo en cuanto Dios; el no anteponer nada a Cristo, ya que él nada antepuso a nosotros; el mantenernos inseparablemente unidos a su amor, el estar junto a la cruz con fortaleza y confianza; y, cuando está en juego su nombre y su honor, el mostrar en nuestras palabras la constancia de la fe que profesamos; en los tormentos, la confianza con que luchamos, y en la muerte, la paciencia que nos obtiene la corona.
Esto es querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios y la voluntad del Padre.
Pedimos que se haga la voluntad de Dios en el cielo y en la tierra: ambas cosas pertenecen a la consumación de nuestra incolumidad y salvación. Pues al tener un cuerpo terreno y un espíritu celeste, somos al mismo tiempo cielo y tierra, y, en ambos, esto es, en el cuerpo y en el espíritu, pedimos que se haga la voluntad de Dios. Pues existe guerra declarada entre la carne y el espíritu y un antagonismo diario entre los dos contendientes, de suerte que no hacemos lo que queremos: porque mientras el espíritu desea lo celestial y divino, la carne se siente arrastrada por lo terreno y temporal. Por eso pedimos que, con la ayuda y el auxilio divino, reine la concordia entre los dos sectores en conflicto, de modo que al hacerse la voluntad de Dios tanto en el espíritu como en la carne, pueda salvarse el alma renacida por él en el bautismo.
Es lo que abierta y manifiestamente declara el apóstol Pablo, diciendo: La carne desea contra el espíritu, y el espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais. Las obras de la carne están patentes: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, rencores, rivalidades, partidismos, sectarismos, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo. Los que así obran no heredarán el reino de Dios. En cambio, el fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad amabilidad, dominio de sí.
Por lo cual, con oración cotidiana y hasta continua, hemos de pedir que en el cielo y en la tierra se cumpla la voluntad de Dios sobre nosotros. Porque ésta es la voluntad de Dios: que lo terreno ceda el paso a lo celestial y que prevalezca lo espiritual y lo divino.
San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (15-16: CSEL 3, 277-279)
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