Hermanos, reafirmad en vuestros corazones la fe en la Trinidad, creyendo en un solo Dios, Padre todopoderoso, y en su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, y en el Espíritu Santo, luz verdadera y santificadora de las almas, prenda de nuestra heredad, el cual, si estuviéramos atentos a su voz, nos guiará hasta la verdad plena y a la comunión de los santos. Los Apóstoles recibieron del Señor esta regla de fe: que en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, bautizaran a todos los pueblos que aceptaren la fe. Mantened también en vosotros esta fe, conservad este depósito, carísimos, apartándoos de charlatanerías irreverentes y de las objeciones de esa mal llamada ciencia.
Después de la confesión de la santísima Trinidad, pasas ya a profesar tu fe en la santa Iglesia católica. ¿Y qué es la Iglesia sino la congregación de todos los santos? En efecto, desde el principio del mundo, tanto los patriarcas, Abrahán, Isaac, Jacob, como los profetas, los apóstoles, los mártires y los demás justos que existieron, existen y existirán, forman una Iglesia, pues, santificados con una misma fe y conducta vital, y sellados con el mismo Espíritu, constituyen un solo cuerpo: la cabeza de este cuerpo es Cristo, de acuerdo con los testimonios orales y escritos.
Todavía apunto más lejos. Incluso los ángeles y las mismas Virtudes y Potestades del cielo forman parte de esta Iglesia única, según nos enseña el Apóstol: que en Cristo fueron reconciliados todos los seres, no sólo los de la tierra, sino también los del cielo. Ten por cierto, pues, que sólo en esta única Iglesia podrás conseguir la comunión de los santos. Has de saber además que ésta es la Iglesia una y católica, establecida en todo el mundo, cuya comunión debes mantener a toda costa.
A continuación confiesas tu fe en el perdón de los pecados. Esta es la gracia que consiguen mediante el bautismo los que creen y confiesan que Cristo es Dios: el perdón de todos los pecados. Por eso se le llama también segundo nacimiento, ya que por su medio el hombre se hace más inocente y puro que cuando es engendrado en el seno materno.
Consiguientemente crees en la resurrección de la carne y en la vida eterna. Porque si realmente no crees esto, en vano crees en Dios. Toda nuestra fe tiene una sola meta: nuestra propia resurrección. De lo contrario, si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. Si Cristo asumió nuestra carne humana fue precisamente para transmitir a nuestra naturaleza mortal la participación de la vida eterna. Son muchos los que violentan la fe en la resurrección, defendiendo únicamente la salvación del alma y negando la resurrección de la carne. En cambio, tú, que crees en Cristo, profesas la resurrección de la carne. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos.
De esta forma, carísimos, debéis ir meditando en vuestros corazones esta saludable confesión. Que vuestro ánimo esté siempre en el cielo, vuestra esperanza en la resurrección y vuestro deseo en la promesa. Exhibe con orgullo la cruz de Cristo y su pasión gloriosa; y siempre que el enemigo tratare de seducir tu alma mediante el temor, la avaricia o la ira, respóndele: Renuncié ya a ti, a tus obras y a tus ángeles, pues he creído en Dios vivo y en su Cristo y, sellado con su Espíritu, he aprendido a no temer ni siquiera la muerte.
De este modo, la diestra de Dios os protegerá, el Espíritu de Cristo tutelará vuestro santo ingreso ahora y por siempre; mientras, meditando en Cristo, os estimuléis unos a otros: hermanos, tanto si estamos despiertos como si dormimos, vivamos todos con el Señor. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Nicetas de Remesiana, Exposición del Símbolo (8.10.11.14: PL 52, 870-874)
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