Los que estamos en Cristo, esto es, los que estamos siempre en la luz, no cesemos de orar ni siquiera de noche. Así, Ana, la viuda, rogando siempre y vigilando sin interrupción, perseveraba en hacerse grata a Dios, como está escrito en el evangelio: No se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Recapaciten tanto los paganos que todavía no han sido iluminados, como los judíos que, abandonados por la luz, quedaron en las tinieblas: nosotros, hermanos muy amados, que estamos siempre en la luz del Señor, que tenemos presente y mantenemos lo que hemos comenzado a ser por la gracia recibida, computemos la noche por día.
Abriguemos la esperanza de andar siempre en la luz, sin dejarnos obstaculizar por las tinieblas de que hemos salido: no sufran detrimento alguno las oraciones de la noche, ni la pereza o la indolencia sean causa de una pérdida de tiempo en la oración. Recreados y renacidos espiritualmente por la divina condescendencia, imitemos lo que hemos de ser en el futuro: destinados a habitar en un reino que desconoce la noche, y en el que todo es día, vigilemos durante la noche como si estuviéramos en pleno día; destinados a orar y dar gracias a Dios, no cejemos tampoco aquí de orar y dar gracias.
San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro (36: 3, 293-294)
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