Brevemente hemos dicho todo esto, para poner de manifiesto cuán pesada sea la carga del gobierno y con el propósito de que quien no sea capaz de estos sagrados oficios no se atreva a profanarlos, ni, por el prurito de sobresalir, emprenda el camino de la perdición. Por eso, piadosamente lo prohíbe Santiago, diciendo: Hermanos míos, sois demasiados los que pretendéis ser maestros. Por eso, el mismo Mediador entre Dios y los hombres, que, superando en ciencia y prudencia a los mismos espíritus celestiales, reina en los cielos desde antes de los siglos, rehusó aceptar el reino de la tierra. Pues está escrito: Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo Rey, se retiró otra vez a la montaña, él solo.
Y ¿quién hubiera podido gobernar más acertadamente a los hombres que aquel que iba a regir a sus mismas criaturas? Pero como se había encarnado no sólo para redimirnos con su pasión, sino para enseñarnos con su conducta, proponiéndose a sí mismo como modelo a sus seguidores, no consintió que le hicieran rey, él que, en cambio, se dirigió espontáneamente al patíbulo de la cruz; rehuyó la dignidad que se le brindaba y apeteció la ignominiosa pena de muerte. Y esto precisamente para que sus miembros aprendieran a rehuir los favores del mundo y a no temer sus amenazas; a amar, en aras de la verdad, las cosas adversas y a declinar, temerosos, las prósperas, porque éstas mancillan con frecuencia el corazón con la hinchazón de la soberbia, mientras que aquéllas lo purifican mediante el dolor. En la prosperidad el ánimo se exalta, mientras que en la adversidad, aun cuando en ocasiones se exaltare, acaba humillándose. En la prosperidad el hombre se olvida de sí mismo, mientras que en la adversidad, aun en contra de su voluntad, es obligado a pensar en sí mismo. En la prosperidad, muchas veces, se echa a perder el bien previamente realizado, mientras que en la adversidad se expían incluso las culpas mucho tiempo antes cometidas.
Pues ocurre con frecuencia que, en la escuela del dolor, el corazón acaba aceptando la disciplina, mientras que si es sublimado al culmen del mando, se acostumbra rápidamente a los honores y termina víctima del orgullo. Es lo que le sucedió a Saúl, que, considerándose en un primer momento indigno, se había escondido; en cuanto empuñó las riendas del gobierno, se hinchó de soberbia; y deseoso de ser honrado ante el pueblo, al rechazar la corrección pública, apartó de sí al mismo que le había ungido rey. Lo mismo le ocurrió a David, quien, habiendo sido grato —a juicio del autor— en casi todos sus actos, en cuanto le faltó el peso de la tribulación, salió a la superficie el tumor de la naturaleza corrompida. Pues en un principio se opuso a la muerte de su perseguidor caído en sus manos, pero más tarde consintió en la muerte de un soldado adicto, aun con perjuicio del ejército que luchaba denodadamente. Y si los castigos no lo hubieran reconducido al perdón, ciertamente la culpa lo habría conducido muy lejos del número de los elegidos.
San Gregorio Magno, Regla pastoral (Parte 1, cap 3: PL '177,16-17)
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