Os lo ruego, carísimos hermanos, aplicaos a meditar las palabras de Dios, no despreciéis los escritos de nuestro Creador, que nos han sido enviados. Es increíble lo que a su contacto el alma se recalienta para no enervarse en el frío de su iniquidad.
Por la Escritura nos enteramos de que los justos que nos han precedido actuaron con fortaleza, y nosotros mismos nos disponemos a emprender valerosamente el camino del bien obrar, y el ánimo del lector se enciende con la llama del ejemplo de los santos.
Por ejemplo: ¿Que nos apresuramos a ponernos al resguardo de la humildad a fin de mantener la inocencia, aun ofendidos por el prójimo? Acordémonos de Abel, de quien está escrito que fue muerto a manos de su hermano, pero de quien no se lee que opusiera resistencia. ¿Que estamos decididos a anteponer los preceptos de Dios a nuestros intereses presentes? Pongamos a Noé ante nuestros ojos, quien, posponiendo el cuidado de la propia familia, por mandato del Señor todopoderoso, vivió por espacio de cien años ocupado en la construcción del arca. ¿Que nos esforzamos por someternos al yugo de la obediencia? Mirémonos en el ejemplo de Abrahán, quien, dejando casa, parentela y patria, obedeció a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a dónde iba. Y estuvo dispuesto a sacrificar —en aras de la herencia eterna— a su querido heredero, el que Dios le había dado. Y por no haber dudado en ofrecer al Señor su único hijo, recibió en herencia la universalidad de los pueblos.
¿Que deseamos abrirnos de par en par a la benevolencia, deponiendo cualquier sentimiento de enemistad? Traigamos a la memoria a Samuel, quien, dimitido por el pueblo de su cargo de juez, cuando ese mismo pueblo le pidió que rezara al Señor por él, respondió con estas palabras: Líbreme Dios de pecar contra el Señor dejando de rezar por vosotros. El santo varón creyó cometer un pecado si, mediante la oración, no hubiera devuelto la benignidad de la gracia a aquellos a quienes tuvo que soportar como adversarios, hasta arrojarle de su cargo. El mismo Samuel, mandado por Dios en otra ocasión a que ungiera a David como rey, respondió: ¿Cómo voy a ir? Si se entera Saúl, me mata. Y sin embargo, sabiendo que Dios estaba enfadado con Saúl, prorrumpió en un llanto tan amargo, que el mismo Señor en persona hubo de decirle: ¿Hasta cuándo vas a estar lamentándote por Saúl, si yo lo he rechazado? Pensemos cuál no sería el ardor de caridad que inflamaba su alma, que lloraba por aquel de quien temía que le quitara la vida.
¿Queremos, pues, guardarnos de quien tememos? Debemos seriamente pensar en no devolver mal por mal, si se presentara la ocasión, a aquel de quien huimos. Acordémonos de David, que teniendo en sus manos al rey que le perseguía, de modo que hubiera podido eliminarlo, puesto, sin embargo, en la disyuntiva de matarlo o no, escogió el bien que su conciencia le dictaba y no el mal que Saúl se merecía, diciendo: ¡Dios me libre de atentar contra el ungido del Señor! Y cuando después el mismo Saúl fue muerto por sus enemigos, lloró la muerte de aquel de quien, vivo, lo había perseguido.
¿Estamos decididos a hablar con entera libertad a los poderosos de este mundo cuando se desvían? Traigamos a la memoria la autoridad de Juan, quien, al echar en cara a Herodes su innoble proceder, no temió la muerte por defender la verdad. Y como quiera que Cristo es la verdad, al dar la vida por la verdad, dio realmente la vida por Cristo.
Homilías sobre el libro del profeta Ezequiel (Lib 2, hom 3,18.19.21: CCL 142, 250.252.253.254)
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