Lloró amargamente el patriarca Abrahán la muerte de Sara, su mujer, e Isaac la muerte de su madre. Lloró el pueblo de Israel la muerte del sumo sacerdote Aarón y Moisés, el gran profeta. Lloró David la muerte de Saúl y la de su hijo Absalón; deplora asimismo Cristo la suerte de Jerusalén. ¿Quién ignora que, en las Escrituras santas, la sinagoga es llamada esposa de Dios? Cristo es Dios; Jerusalén es la sinagoga.
Ve Cristo ya próxima la muerte de su esposa y, por eso, al ver la ciudad lloró por ella. De igual modo llora David a Absalón: ¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío! Y Cristo le dice a Jerusalén: ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Jerusalén! Pues estoy dispuesto a morir por ti, con tal de que tú te salves. David amaba tiernamente a su hijo Absalón, a pesar de ser un impío y no obstante tramar la muerte de su padre para usurparle el reino: por eso lloraba, por eso deseaba morir en su lugar; lo mismo Cristo a Jerusalén: la amaba tiernamente y por eso llora por ella, porque, lo mismo que Absalón, estaba a punto de perecer. Llora por ella Cristo, y no solamente desea morir por su salvación, sino que de hecho muere. Pero el profundo dolor de Cristo estribaba en que ciertamente iba a morir en Jerusalén por su salvación, pero, por su culpa, la muerte de Cristo no había de ser para ella fuente de salvación, sino causa de una más grave condena.
Al ver la ciudad lloró por ella. En la pasión sobre la cruz, Cristo se dolía no tanto de las penas y de su propia muerte cuanto de saber que los hombres no habrían de valorar este beneficio: ¡Si al menos tú —dice— comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Nacemos todos hijos de la ira y enemigos de Dios; y Dios nos concede todo el tiempo de la presente vida para hacer las paces, para conseguir la gracia de Dios, para que, por fin, consigamos la gloria. Pero, por desgracia, es en lo que menos pensamos; al contrario, recayendo diariamente en el pecado nos vamos haciendo cada vez más enemigos de Dios. Y esto ocurre porque está escondido a nuestros ojos el fruto de la gracia y el fruto del pecado, que es la muerte eterna.
Sin embargo, ¡oh cristianos!, sabemos ciertamente esto: que el cielo y la tierra pueden ciertamente pasar, pero que las palabras de Cristo no pasarán. Conminó Cristo a Jerusalén con la total desolación y le predijo su destrucción a manos de los enemigos, y así sucedió. Nos predice a nosotros la condenación eterna, si no hacemos penitencia: Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos; si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera, como en el diluvio y como perecieron en el fuego de la Pentápolis los hombres pecadores. Y ¿qué hacemos nosotros? ¿Penitencia por los pecados? ¿O más bien acumulamos pecados más graves a los ya cometidos? ¡Deplorable ceguera la nuestra!
Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad lloró porque no reconoció el momento de su venida. Por su entrañable misericordia nos visitó Dios para iluminarnos: anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados; nos visitó para salvarnos de nuestros pecados: para concedernos que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días. Pero, por favor, hermanos, si queremos obrar de este modo, debemos tener siempre presente nuestro fin. De esta forma, teniendo presente la muerte, sabremos discernir las falacias del mundo y dirigiremos nuestra vida por caminos de santidad y justicia.
Homilía 2 en el domingo noveno de Pentecostés (6-7: Opera omnia, t. 8, 514-517)
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