Quien ama los preceptos del Señor, sujeta con clavos la propia carne, sabiendo que cuando su hombre viejo esté con Cristo crucificado en la cruz, destruirá la lujuria de la carne. Sujétala, pues, con clavos y habrás destruido los incentivos del pecado. Existe un clavo espiritual capaz de sujetar esa tu carne al patíbulo de la cruz del Señor. Que el temor del Señor y de sus juicios crucifique esta carne, reduciéndola a servidumbre. Porque si esta carne rechaza los clavos del temor del Señor, indudablemente tendrá que oír: Mi aliento no durará por siempre en el hombre, puesto que es carne. Por tanto, a menos que esta carne sea clavada a la cruz y se le sujete con los clavos del temor de nuestro Dios, el aliento de Dios no durará en el hombre.
Está clavado con estos clavos, quien muere con Cristo, para resucitar con él; está clavado con estos clavos, quien lleva en su cuerpo la muerte del Señor Jesús; está clavado con estos clavos, quien merece escuchar, dicho por Jesús: Grábame como un sello en tu brazo, como un sello en tu corazón, porque es fuerte el amor como la muerte, es cruel la pasión como el abismo. Graba, pues, en tu pecho y en tu corazón este sello del Crucificado, grábalo en tu brazo, para que tus obras estén muertas al pecado.
No te escandalice la dureza de los clavos, pues es la dureza de la caridad; ni te espante el poderoso rigor de los clavos, porque también el amor es fuerte como la muerte. El amor, en efecto, da muerte a la culpa y a todo pecado; el amor mata como una puñalada mortal. Finalmente, cuando amamos los preceptos del Señor, morimos a las acciones vergonzosas y al pecado.
La caridad es Dios, la caridad es la palabra de Dios, una palabra viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Que nuestra alma y nuestra carne estén sujetas con estos clavos del amor, para que también ella pueda decir: Estoy enferma de amor. Pues también el amor tiene sus propios clavos, como tiene su espada con la que hiere al alma. ¡Dichoso el que mereciere ser herido por semejante espada!
Ofrezcámonos a recibir estas heridas, heridas por las que si alguno muriere, no sabrá lo que es la muerte. Tal es, en efecto, la muerte de los que seguían al Señor, de los cuales se dijo: Algunos de los aquí presentes no morirán sin antes haber visto llegar al Hijo del hombre con majestad. Con razón no temía Pedro esta muerte, no la temía aquel que se decía dispuesto a morir por Cristo, antes que abandonarlo o negarlo. Carguemos, pues, con la cruz del Señor para que, crucificando nuestra carne, destruya el pecado. Es el temor que crucifica la carne: El que no coge la cruz y me sigue, no es digno de mí. Es digno aquel que está poseído por el amor de Cristo, hasta el punto de crucificar el pecado de la carne. Este temor va seguido de la caridad que, sepultada con Cristo, no se separa de Cristo, muere en Cristo, es enterrada con Cristo, resucita con Cristo.
Comentario sobre el salmo 118 (Hom 15, 37-40: PL 15, 1423-1424)
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