Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía.
Fue contado entre los muertos el que por nosotros murió según la carne; huelga decir que él tiene la vida en sí mismo y en el Padre, pues ésta es la realidad. Mas para cumplir todo lo que Dios quiere, es decir, para compartir todas las exigencias inherentes a la condición humana, sometió el templo de su cuerpo no sólo a la muerte voluntariamente aceptada, sino asimismo a aquella serie de situaciones que son secuelas de la muerte: la sepultura y la colocación en una tumba.
El evangelista precisa que en el huerto había un sepulcro y que este sepulcro era nuevo. Lo cual, a nivel de símbolo, significa que con la muerte de Cristo se nos preparaba y concedía el retorno al paraíso. Y allí, en efecto, entró Cristo como precursor nuestro.
La precisión de que el sepulcro era nuevo indica el nuevo e inaudito retorno de Jesús de la muerte a la vida, y la restauración por él operada como alternativa a la corrupción. Efectivamente, en lo sucesivo nuestra muerte se ha transformado, en virtud de la muerte de Cristo, en una especie de sueño o de descanso. Vivimos, en efecto, como aquellos que –según la Escritura–, viven para el Señor. Por esta razón, el apóstol san Pablo, para designar a los que han muerto en Cristo, usa casi siempre la expresión «los que se durmieron».
Es verdad que en el pasado prevaleció la fuerza de la muerte contra nuestra naturaleza. La muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con un delito como el de Adán, y, como él, llevamos la imagen del hombre terreno, soportando la muerte que nos amenazaba por la maldición de Dios. Pero cuando apareció entre nosotros el segundo Adán, divino y celestial que, combatiendo por la vida de todos, con su muerte corporal redimió la vida de todos y, resucitando, destruyó el reino de la muerte, entonces fuimos transformados a su imagen y nos enfrentamos a una muerte, en cierto sentido, nueva. De hecho esta muerte no nos disuelve en una corrupción sempiterna, sino que nos infunde un sueño lleno de consoladora esperanza, a semejanza del que para nosotros inauguró esta vía, es decir, de Cristo.
Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 12: PG 74, 679-682)
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