Apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Es posible, en efecto, encontrar quizás alguno que se atreva a morir por un hombre de bien; pero por un inicuo, por un malhechor, por un pecador, ¿quién querrá entregar su vida, a no ser
Cristo, que fue justo hasta tal punto que justificó incluso a los que eran injustos?
Ninguna obra buena habíamos realizado, hermanos míos; todas nuestras acciones eran malas. Pero, a pesar de ser malas las obras de los hombres, la misericordia de Dios no abandonó a los humanos. Y siendo dignos de castigo, en lugar del castigo que se merecían, les gratificó la gracia que no se merecían. Y Dios envió a su Hijo para que nos rescatara, no con oro o plata, sino a precio de su sangre, la sangre de aquel Cordero sin mancha, llevado al matadero por el bien de los corderos manchados, si es que debe decirse simplemente manchados y no totalmente corrompidos. Tal ha sido, pues, la gracia que hemos recibido. Vivamos, por tanto, dignamente, ayudados por la gracia que hemos recibido y no hagamos injuria a la grandeza del don que nos ha sido dado. Un médico extraordinario ha venido hasta nosotros, y todos nuestros pecados han sido perdonados. Si volvemos a enfermar, no sólo nos dañaremos a nosotros mismos, sino que seremos además ingratos para con nuestro médico.
Sigamos, pues, las sendas que él nos indica e imitemos en particular, su humildad, aquella humildad por la que él se rebajó a sí mismo en provecho nuestro. Esta senda de humildad nos la ha enseñado él con sus palabras y, para darnos ejemplo, él mismo anduvo por ella, muriendo por nosotros. En efecto, no habría muerto, si no se hubiera humillado.
¿Quién hubiera podido matar a Dios, si Dios no se hubiera humillado? Y Cristo es Hijo de Dios, y el Hijo de Dios es ciertamente Dios. El es el Hijo de Dios, la Palabra de Dios, de la que dice Juan: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada. ¿Quién hubiera podido matar a aquel por quien se hizo todo y sin el que no se hizo nada? ¿Quién hubiese podido matarlo, si no se hubiera humillado? ¿Y cómo se humilló?
Dice el mismo Juan: La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Pues la Palabra de Dios no hubiera podido sufrir la muerte. Para poder morir por nosotros, siendo como era inmortal, la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros. Así, el que era inmortal, se revistió de mortalidad para poder morir por nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte.
Esto fue lo que hizo el Señor, éste es el don que nos otorgó. Siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y fue exaltado para que nosotros no quedáramos abandonados en el abismo, sino que fuéramos exaltados con él en la resurrección de los muertos, los que, ya desde ahora, hemos resucitado por la fe y por la confesión de su nombre.
Sermón 23 A, sobre el antiguo Testamento (2-3: CCL 41, 322)
No hay comentarios:
Publicar un comentario