Habéis advertido lo que sucedió a aquellos dos esposos que, habiendo vendido una propiedad, se quedaron con parte del precio del campo, poniendo el resto a disposición de los apóstoles, como si se tratara de la totalidad. Severamente reprendidos, ambos cayeron muertos, el marido y su mujer. Hay quienes consideran excesiva tal severidad: morir dos criaturas humanas por el simple hecho de haber sustraído una cantidad del dinero que, al fin y al cabo, les pertenecía. No lo hizo el Espíritu Santo por avaricia; lo hizo por sancionar una mentira. Habéis, en efecto, escuchado las palabras del bienaventurado Pedro: ¿No podías tenerla para ti sin venderla? Y si la vendías, ¿no eras dueño de quedarte con el dinero? Si no querías vender, ¿quién te obligó a hacerlo? Y si querías hacer donación de la mitad, di que es la mitad. Pero presentar la mitad como si fuera la totalidad, esto es una mentira digna de castigo.
Sin embargo, hermanos, no os parezca la muerte corporal una severa corrección. ¡Y ojalá que la venganza divina no haya excedido los límites de la muerte corporal! ¿Qué de extraordinario les ha ocurrido a unos mortales que un día u otro acabarían por morir? Pero a través de la pena temporal Dios quiso llamarnos a todos al orden. Hemos de creer, en efecto, que, después de esta vida, Dios les otorgó su perdón, ya que su misericordia es infinita.
De esta muerte que a veces Dios manda como castigo, dice en cierto lugar el apóstol Pablo, reprendiendo a los que trataban sin el debido miramiento el cuerpo y la sangre del Señor. Dice así: Esa es la razón de que haya entre vosotros muchos enfermos y achacosos y de que hayan muerto tantos, es decir, todos los necesarios para restablecer el orden. Sobre algunos se abatía la mano del Señor: enfermaban, morían. Y a continuación, añade el Apóstol: Si el Señor nos juzga es para corregirnos, para que no salgamos condenados con el mundo. En consecuencia, ¿qué importa que a aquellos dos esposos les sucediera algo por el estilo? Fueron castigados con el azote de la muerte, para no ser sancionados con un suplicio eterno.
Que vuestra caridad reflexione sobre un solo extremo: si a Dios le desagrada la sustracción del dinero que se le había ofrecido —dinero que, sin embargo, iba destinado al necesario uso del hombre—, ¿cuánto más no se irritará Dios cuando se le consagra la castidad y no se observa la castidad?, ¿o cuando se le consagra la virginidad, y la virginidad es mancillada? Y en estos casos, la ofrenda se hace para servicio exclusivo de Dios y no en beneficio del hombre. Y ¿qué significa lo que acabo de decir: para servicio de Dios? Pues que en los que a él se consagran, Dios establece su morada, los convierte en templos suyos, en los que se complace en habitar. Y no cabe duda de que quiere que su templo se conserve santo.
A una virgen consagrada que se casa podría decírsele lo que dijo Pedro refiriéndose al dinero: ¿No te pertenecía tu propia virginidad? ¿No podías reservártela, antes de consagrarla a Dios? Todas las que esto hicieren, las que esto prometieren y no lo cumplieren, no piensen que serán únicamente castigadas con la muerte temporal, sino que han de ser condenadas al fuego eterno.
Sermón 148 (PL 38, 799-800)
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