Cuando nosotros estábamos todavía sin fuerza, Cristo en el tiempo fijado, murió por los impíos —difícilmente se encuentra uno que quiera morir por un justo; puede ser que esté dispuesto a morir por un hombre bueno—. Deseando Pablo exponer más ampliamente las cualidades del amor que —como nos había dicho— ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo, explica los motivos por los que debemos comprender esto, advirtiéndonos que Cristo no murió por los píos, sino por los impíos. En realidad, antes de convertirnos a Dios, éramos impíos y, ciertamente, Cristo aceptó por nosotros la muerte antes de que abrazáramos la fe. Lo que indudablemente no hubiera hecho de no abrigar hacia nosotros una grande e infinita caridad: y eso tanto nuestro Señor Jesucristo en persona muriendo por los impíos, como Dios Padre entregando a su Unigénito para redención de los impíos.
Si difícilmente se encuentra uno que quiera morir por un justo y cualquiera de nosotros dudaría en aceptar la muerte aun cuando el motivo de la misma fuera justo, ¡qué grande es Cristo y cuán inmensa no ha de ser su caridad para con nosotros, él que, al tiempo de su pasión, no rehusó morir por los impíos y los injustos! Esta es la prueba irrecusable de su bondad realmente infinita.
A buen seguro que si no procediera de aquella divina esencia y no fuera Hijo de tal Padre, del que se dijo: No hay nadie bueno más que uno: Dios Padre, no hubiera podido derrochar tal caudal de bondad para con nosotros. Y puesto que de una semejante prueba de amor se deduce que precisamente él es ese único bueno, quizá haya alguien dispuesto a morir por este bueno.
Pues desde el momento en que uno se dé cuenta del caudal de bondad con que Cristo le ha enriquecido y de la caridad que ha derramado en su corazón, no sólo deseará morir por este bueno, sino que querrá morir heroicamente. Es lo que sucede de hecho con harta frecuencia, cuando aquellos en cuyos corazones la caridad de Cristo se ha derramado con largueza, se ofrecen a sus perseguidores espontáneamente y con toda valentía, para confesar el nombre de Cristo en presencia de todo el mundo, ángeles y hombres, de modo que están dispuestos a padecer no sólo ultrajes por su nombre, sino a sufrir la muerte por este bueno, muerte que difícilmente uno acepta por un justo. Pues es tan grande el amor de la vida presente que, aun cuando la muerte acaeciere por razones justas, difícilmente se encuentra quien la acepte con resignación. Sólo la muerte que se acepta por Dios, se la acepta con heroísmo; cualquier otra muerte apenas si se la tolera aunque sea justa o sea tributo de la simple condición humana.
Pero la prueba del amor que Dios nos tiene nos la ha dado en esto: Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores. Y ya que ahora estamos justificados por su sangre, con más razón seremos salvados por él de la cólera. Habiendo dicho el Apóstol que Cristo, en el tiempo fijado, murió por los impíos, ahora quiere demostrar la inmensidad de la caridad de Dios para con los hombres con este razonamiento: si el amor de Dios para con los impíos y pecadores fue tan grande que por su salvación les entregó a su Hijo único, ¿cuánto más amplia y abundante no lo será para con los convertidos, para con los que —como él mismo dice— han sido comprados y redimidos por su sangre?
Comentario sobre la carta a los Romanos (4, 10 11: PG 14, 997-999)
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