Para repeler y ahuyentar las densísimas y negras tinieblas de la ignorancia y de la muerte, que el autor de las tinieblas había introducido en el mundo, tuvo que venir la luz que ilumina a todo el mundo. Ahora bien: era natural que a esta inefable y eterna luz le precediera un sinnúmero de antorchas temporales y humanas. Me estoy refiriendo a los patriarcas de la antigua alianza. Iluminados y adoctrinados con su virtud, su ejemplaridad y su enseñanza, los pueblos fieles —disipada la calígine de la inveterada ceguera— fueron capaces de conocer si no en su totalidad, sí al menos en parte, aquella gran luz que se avecinaba.
Fueron, pues, antorchas: pero antorchas sin luz propia ni recibida de otra fuente, sino derivada de aquella suprema luz que los iluminaba. Es decir, que fueron amantes de los preceptos celestiales: unos antes de la ley, otros bajo la ley y otros finalmente bajo los jueces, los reyes y los profetas; pregoneros de los misterios del nacimiento del Señor, de su pasión, resurrección y ascensión. Tras ellos, apareció fulgurante Juan, el Precursor del Señor, quien con meridiana claridad, expuso públicamente las predicciones de todos los patriarcas y los vaticinios de los profetas.
Este hombre santo no sólo fue justo, sino que nació de padres justos. Justo en la predicación, justo en toda su conducta, justo en el martirio. El arcángel Gabriel anunció su nacimiento, su justicia, su santidad y toda su intachable conducta; y la narración evangélica trazó ampliamente su retrato. No hay palabras de humana sabiduría capaces de expresar los dones de santidad y de gracia celestial de que el Precursor del Señor fue enriquecido; pero no debemos silenciar lo que de él y a él se le dijo.
¿Pero qué puede añadir a un hombre tan grande la palabra de un pobre hombre? ¿Qué podrá decir en su elogio la pequeñez humana, cuando habla de él nada menos que la suma e inefable Trinidad? Habla de él Dios Padre en un salmo, habla también en el evangelio. En el salmo: Enciendo una lámpara para mi ungido. De él escribe el santo evangelista: Él era la lámpara que ardía y brillaba. En el evangelio se le dice: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar.
Algunos testimonios que el Espíritu Santo enuncia a través de Isaías y Jeremías aludiendo primariamente a la persona del Salvador, pueden ser convenientemente atribuidos, según el magisterio celeste y el sentido católico, a la persona de su Precursor. De él dio testimonio mucho más claramente el Espíritu Santo del que estuvo repleto desde el vientre materno: a la llegada de la Madre del Señor —como nos cuenta el evangelio—, saltó milagrosamente de alegría, no por instinto natural, sino al impulso de la gracia. El mismo Señor Jesús, de quien Juan dio testimonio diciendo: Este es el cordero de Dios, éste es el que quita el pecado del mundo, durante su vida pública afirmó de él: No ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; al decir que es el más grande de los nacidos de mujer, insinuó que estaba exento del vicio de ligereza y de amor a los placeres; afirmó que era un profeta y un super-profeta; y aquel a quien él, con el poder de su divinidad, adornó con tal cúmulo de privilegios en virtud y gracia, que superó los méritos de todos los mortales, es llamado por Dios mensajero y fue enviado delante de él a preparar los caminos de la salvación, tal como el Señor nos lo enseñó aduciendo un oráculo del profeta Malaquías.
Sermón 10 sobre el admirable nacimiento de san Juan Bautista, el Precursor (PL 142, 1019-1020)
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