Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán los gentiles. Esta profecía ha tenido cumplimiento en beneficio de los mortales en esta etapa final, esto es, en las postrimerías de este mundo, en que se manifestó el Verbo unigénito de Dios hecho carne, nacido de mujer; cuando él se representó y presentó a sí mismo la mística Judea o Jerusalén, es decir, la Iglesia, como una virgen casta, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada, como está escrito.
Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos. Dirán: «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos pos sus sendas». No creo que sea necesario acudir a largas explicaciones para demostrar que todos los pueblos fueron constreñidos e integrados en la Iglesia por la fe: pues los mismos acontecimientos están ahí, patentes y verídicos, para atestiguarlo. La multitud de las naciones no recibió el llamamiento a través de la pedagogía de la ley ni por medio de los santos profetas; fue más bien congregada por una gracia divina y misteriosa, que iluminaba las inteligencias y les infundía, por medio de Cristo, el deseo de la salvación.
Primero suben, después cuidan de que se les anuncie la palabra de Dios y prometen marchar por los caminos del Señor, es decir, por las sendas del evangelio, al cual se entra por la purificación que viene de la fe. Pues los que desean ser instruidos en los caminos del Señor, se sobrentiende que han de comenzar abjurando de su inveterado error de profanidad. De lo contrario no tendría sentido la apetencia de cosas mejores, si no ha precedido la abdicación del pasado. ¿Y cuál es su mistagogo? ¿Quién los condujo al conocimiento de la verdad y los llevó a la persuasión de que, calificando de ridículas las anteriores creencias, se lanzaran a abrazar la fe nueva? ¿Es que no fue Dios? El fue quien iluminó sus inteligencias y corazones y los movió a decir y a sentir al unísono: De Sión saldrá la ley; de Jerusalén, la palabra del Señor.
Así, pues, el profeta predijo el tiempo de la vocación y conversión de los gentiles, al decir: Cuando Dios, Rey y Señor del universo, juzgue a las gentes, esto es, cuando ejerza su derecho de juzgar y de hacer justicia sobre todos los pueblos. Prevaleció la injusticia entre los pueblos que mutuamente se destruían y se entregaban a todo género de crueldad y disolución. Pero una vez suprimido este estado de cosas, Dios instauró el reinado de la justicia y la rectitud.
Cuando sobre las naciones reinó Cristo, que es la paz, desaparecieron de en medio las disensiones, las contiendas, las refriegas y toda clase de apetencias; desaparecieron asimismo las consecuencias negativas de la guerra, y el miedo a que las guerras dan origen. Todo esto lo consiguió la voluntad de aquel que nos dijo: La paz os dejo, mi paz os doy.
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 1, or. 2: PG 70, 67-71)
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