Aniquilará la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros. A la enseñanza de los misterios de la fe se une con toda naturalidad y lógica el tema de la resurrección de los muertos. Por eso al sernos conferido el bautismo y hacer la confesión de nuestra fe, afirmamos esperar la futura resurrección y así lo creemos.
Pero la muerte prevaleció contra nuestro primer padre Adán a causa de la transgresión, y como una fiera taimada y cruel le acechó y se apoderó de él. Desde entonces toda la tierra es un coro de lamentos y lloros, lágrimas y cantos fúnebres. Pero cesaron al venir Cristo, el cual, vencida la muerte, resucitó al tercer día convirtiéndose en modelo de la naturaleza humana para vencerla definitivamente.
Él es el primogénito de entre los muertos y primicia de todos los que duermen. A las primicias le seguirá todo el resto, empezando por los últimos, esto es, por nosotros. Así pues, el llanto se trocó en gozo, se rasgó el saco y hemos sido revestidos por Dios con la alegría de Cristo, de modo que, gozosos, podemos exclamar: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón —dice—de la muerte es el pecado. Así que ha sido enjugada toda lágrima. Pues abrigando la esperanza de que muy pronto nos reuniremos con los muertos, no nos dejaremos arrastrar por una excesiva tristeza como los hombres sin esperanza. La culpabilidad del pueblo parece dar razón de la presencia de la muerte: por ella fuimos inducidos a la desobediencia y al pecado, éste abrió las puertas a la muerte, y la muerte dominó a todos los habitantes de la tierra.
Pero como a muchos les costaba aceptar el misterio de la resurrección por parecerles increíble dada su misma magnificencia, el santo profeta se vio obligado a añadir: Ha hablado la boca del Señor.
Aquel día se dirá: «Aquí está nuestro Dios de quien esperamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación. La mano del Señor se posará sobre este monte».
Conoceréis —dice— al que propina la alegría, además del vino; conoceréis también al que unge con ungüento a los que en Sión tienen menos capacidad para entender: conoceréis que es realmente Dios e Hijo de Dios por naturaleza, aun cuando se haya manifestado en forma de siervo, hecho hombre para salvación y vida de todos, y en todo semejante al hombre terreno menos en el pecado. Aquí está nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara; celebremos su salvación.
Pienso que estas palabras se refieren sobre todo a los israelitas, quienes bien nutridos con las palabras de Moisés y no ignorando las predicciones de los santos profetas, esperaron en su tiempo, la venida de nuestro Señor Jesucristo, salvador y redentor. De hecho, Zacarías el padre de Juan, lleno del Espíritu Santo, profetizó que Dios había suscitado una fuerza de salvación para el pueblo. También Simeón, tomando en brazos al Niño dijo: Mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos
Y cuando hayan reconocido a su salvador y redentor, al que es la esperanza de todos los hombres, al anunciarlo por los profetas, entonces dirán: Aquí está nuestro Dios. Y reconocerán al mismo tiempo que la mano del Señor se posará sobre este monte. Supongo que estarás de acuerdo conmigo en que por «monte» debe entenderse la Iglesia, pues en ella se nos da el descanso. Hemos efectivamente oído decir a Cristo: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Y es que por la fe en él hemos sacudido el enojoso y molesto peso del pecado. Este descanso tiene además otra motivación: nos vemos libres del terror al suplicio que hubiéramos debido padecer y de las penas que por nuestros pecados hubiéramos tenido que pagar. Y no para ahí la benevolencia de Cristo, nuestro salvador para con nosotros: hay que añadir los bienes que todavía esperamos: la posesión del reino de los cielos, la vida interminable y eterna, y la ausencia de los males que suelen ser el obligado cortejo de la tristeza.
San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 3, t l: PG 70, 563-566)
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