A la llegada del Salvador, los poderes adversos con sus legiones se estremecieron y fueron intimados a salir de los cuerpos humanos. Ellos rogaron se les permitiese entrar en los puercos. Conturbados los poderes maléficos, necesariamente hubieron de turbarse los adoradores de los ídolos, y el reino del pecado comenzar a declinar. Se trataba de un reino oneroso, que había subyugado con cruel esclavitud los ánimos de todos los pecadores, pues quien comete pecado es esclavo del pecado. El reino del pecado es el reino de la muerte, que dominó largos años en todo el mundo. Por eso dice el Apóstol: La muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con un delito como el de Adán, que era figura del que había de venir.
Vino la realidad, y cesó la figura; vino la vida, y se esfumó el reino de la muerte; vino el perdón, y saltaron las cadenas del pecado. Anteriormente, hasta los delitos más leves caían bajo la ley de la muerte; después de la venida del divino Salvador, incluso las más graves infamias son susceptibles de perdón. Se siente resquebrajarse el reino de las fuerzas espirituales del mal que habitan en el aire, pues con la predicación de la doctrina evangélica ha comenzado a disminuir el culto a los ídolos y el atractivo del pecado. Se cuartea la perfidia a medida que la fe va tomando carta de ciudadanía en el corazón de los pueblos. Pierde pie el reino del pecado cuando se lee: Que el pecado no siga dominando en vuestro cuerpo mortal. Todos los reinos de la perfidia se tambalearon a la voz del Señor que dice: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré.
El Altísimo hizo oír su voz y la siguieron todos los pueblos paganos, huyendo de la dura servidumbre del pecado, de la atrocidad de la muerte eterna y de la intolerable servidumbre de toda clase de infamias, al prometerse a los agobiados el descanso, a los cautivos la liberación, a los esclavos la libertad, y, sacudido el yugo férreo del rey de Babilonia, ser sustituido en la cerviz de los fieles por el suave yugo de Cristo, para evitar que el enemigo volviera a ligar nuevamente el cuello libre de los paganos con las cadenas de su iniquidad. Pues Cristo libera a los que ata y desata a los que encadena.
El Señor hizo oír su voz en la pasión y temblaron todos los elementos; la tierra entera se conmovió para acabar con los ritos paganos y —como está escrito— La tierra y cuanto contiene fuera posesión del Señor; para que cesasen las falsas predicciones de los augures y el conocimiento de la fe y el amor de la piedad abolieran el sacrificio de la impiedad.
El Señor hace cada día oír su voz y esta voz resuena en cada corazón, para que el que crea con rectitud de corazón abandone todo deseo terreno, y todo sentimiento de las almas interiores pase con pía convicción, del error, de la corrupción de la lujuria y de la disolución al conocimiento de los misterios celestes, y de la maldad a la virtud.
San Ambrosio de Milán
Comentario sobre el salmo 45 (16-17: CSEL 64, 340-342)
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