La lectura busca la dulzura de la vida bienaventurada, la meditación la encuentra, la oración la pide, la contemplación la saborea. La lectura es como un manjar sólido que uno se lleva a la boca, la meditación lo mastica y tritura, la oración le coge gusto, la contemplación es la misma dulzura que alegra y restablece. La lectura toca la corteza, la meditación penetra en la médula, la oración consiste en la expresión del deseo, y la contemplación radica en la delectación de la dulzura obtenida.
Viendo, pues, el alma que no puede alcanzar por sí misma la tan deseada dulzura del conocimiento y de la experiencia, y que cuanto más ella se engríe, tanto más Dios se aleja de ella, se humilla y se refugia en la oración, diciendo: Señor, que no te dejas ver sino por los limpios de corazón, investigo leyendo, meditando en qué consiste y cómo puede conseguirse la verdadera pureza de corazón para, mediante ella, poder conocerte al menos en parte.
Buscaba tu rostro, Señor, tu rostro, Señor, buscaba, largamente he meditado en mi corazón, y en mi meditación creció el fuego y el deseo de conocerte más. Mientras me partes el pan de la sagrada Escritura, y en la fracción del pan te me das a conocer, y cuanto más te conozco, tanto más deseo conocerte, no ya en la corteza de la letra, sino en el sabroso conocimiento de la experiencia. No pido esto, Señor, en razón de mis méritos, sino atendiendo a tu misericordia. Pues confieso ser una indigna pecadora; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos. Dame, pues, Señor, las arras de la futura herencia, una gota al menos de la lluvia celestial para refrescar mi sed, pues desfallezco de amor.
Con éstas o parecidas ardientes invocaciones, el alma inflama su deseo, muestra así su afecto, con estas encantadoras palabras reclama al esposo. Por su parte, el Señor, cuyos ojos miran a los justos y sus oídos escuchan no sólo sus gritos, sino que está pendiente de ellos, no espera el final de la súplica, sino que irrumpiendo en mitad de la oración, se mezcla rápidamente en ella, y sale presuroso al encuentro del alma que lo ansía, la cabeza cuajada del rocío de la celestial dulzura, perfumado con los más exquisitos ungüentos; recrea al alma fatigada, sacia a la hambrienta, engorda a la desnutrida, hace que se olvide de las realidades terrenas, la vivifica haciéndola maravillosamente morir en el olvido de sí misma, y, embriagándola, la hace sobria.
Beato Guigo el Cartujo
Sobre la vida contemplativa (Cap 3, 6-7: SC 163, 84-86.94-96)
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