El que se une a Dios es un espíritu con él. Lo mismo que la bondad de Dios es inexplicable y su amor para con el género humano rebasa toda capacidad de expresión, por cuanto es únicamente equiparable a la sola bondad divina, así su unión con los que ama supera bajo todos los aspectos cualquiera unión que pudiéramos imaginar, ni puede ser explicada por comparaciones, dada su dignidad.
Por esta razón, la Escritura hubo de recurrir a numerosos ejemplos para expresar aquella estrechísima unión, no bastando uno solo. Unas veces echa mano del simbolismo del morador y la casa, otras del de la vid y los sarmientos, la unión esponsal, o también los miembros y la cabeza, sin que ninguno de ellos satisfaga plenamente, ya que ninguno nos permite captar la verdad en toda su crudeza. La correlación más exacta es la que media entre unión y amor y caridad. Pero, ¿hay algo que pueda equipararse al amor divino?
En segundo lugar, entre las cosas que parece pueden significar la compenetración y la unión, tenemos en primer lugar la unión nupcial y el vínculo existente entre los miembros y la cabeza. Pero incluso estas realidades distan muchísimo y están muy lejos de darnos una idea clara de la unión divina. En efecto, la unión conyugal nunca unirá a los cónyuges hasta el extremo de que uno esté en el otro y en él viva, como vemos que ocurre con Cristo y la Iglesia. Por eso, el santo Apóstol, después de haber dicho del matrimonio: Es éste un gran misterio, añade inmediatamente: Yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia, significando no ser aquéllas, sino éstas las bodas dignas de admiración.
En cuanto a los miembros, están unidos a la cabeza, y viven gracias a esta conexión y cópula, rota la cual mueren. En cambio estos miembros parecen más unidos a Cristo que a su cabeza, y viven más realmente de él que de la ligazón que los une a la cabeza. Buen ejemplo tenemos de ello en los mártires, que gustosos afrontaron la muerte, mientras que no quisieron ni oír hablar de separarse de Cristo. De hecho, ofrecieron con gozo la cabeza y sus miembros al verdugo, pero nadie consiguió apartarlos o alejarlos de Cristo ni por una simple palabra de abjuración.
Ahora bien, ¿quién está tan unido a otro como a sí mismo? Y sin embargo, esta misma unión o fusión es inferior y menos perfecta que aquélla. Cada uno de los espíritus bienaventurados es uno e idéntico a sí mismo, y no obstante está más unido al Salvador que a sí mismo, porque le ama más que a sí mismo. Confirma nuestra manera de pensar Pablo, que deseaba ser un proscrito lejos de Cristo por el bien de los judíos, para de esta suerte acrecer la gloria de Cristo.
Y si tan grande es el amor humano, imposible valorar adecuadamente el amor divino. Porque si los que son malos han sabido dar pruebas de tanta bondad, ¿qué diremos de aquella bondad? Si, pues, el amor es tan excelente y tan eximio, preciso es que la fusión a la que el amor empuja a los amantes humille la inteligencia humana hasta tal punto que no pretenda siquiera intentar captarla acudiendo a parangón o semejanza alguna.
Tratado sobre la vida en Cristo (Lib 1 PG 150, 498-499)
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