El que cree en el Señor y se acredita idóneo para enseñar, es preciso que primero aprenda a abstenerse de todo pecado; después a apartarse de todo lo que, por agradable que pueda parecer, por diversos motivos lo distrae de la obediencia debida al Señor. Pues es imposible que quien comete pecado, se enreda en los negocios de esta vida o anda preocupado por las cosas necesarias para la vida, sea siervo del Señor, ni menos discípulo de aquel que no dijo al joven: Anda, vente conmigo, antes de haberle mandado vender todos sus bienes y dar el dinero a los pobres. Más todavía: ni esto mismo le ordenó, antes de haber confesado; él mismo: Todo esto lo he cumplido.
Por tanto, quien todavía no ha conseguido el perdón de los pecados, ni ha sido purificado de ellos en la sangre de nuestro Señor Jesucristo, sino que sirve al diablo y está encadenado por el pecado que mora en él, no puede servir al Señor, que ha afirmado con sentencia sin apelación posible: Quien comete pecado es esclavo del pecado. El esclavo no se queda en la casa para siempre.
Más aún: el gran beneficio de la bondad divina, concedido mediante la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, resulta evidente además por lo dicho en otro lugar con estas precisas palabras: Así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos. Y en otro lugar, considerando la bondad de Dios en Cristo, y ésta más admirable todavía, dice: Al que no había pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios.
De los textos aducidos y de otros paralelos, y si no hemos recibido la gracia de Dios en vano, resulta absolutamente necesario que primeramente hemos de liberarnos del dominio del diablo, que al hombre vendido al pecado le induce a cometer el mal que no quiere; y en segundo lugar que cada cual, después de haber renunciado a todas las realidades presentes y a sí mismo, y de haberse apartado de las preocupaciones de la vida, ha de hacerse discípulo del Señor, como él mismo dijo: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga; esto es: hágase discípulo mío.
Y cuando haya sido concedido el perdón de los pecados, entonces el hombre recibirá del que nos ha redimido, de Jesucristo nuestro Señor, la liberación del pecado, de modo que pueda acceder a la Palabra. Y ni aun entonces será cualquiera digno de seguir al Señor, quien no dijo al joven: Anda, vente conmigo, sin antes haberle dicho: Vende lo que tienes y da el dinero a los pobres. Más todavía; ni esto mismo lo ordenó antes de haberse confesado exento de cualquier transgresión, diciendo haber cumplido todo lo que el Señor había dicho.
Por lo cual, en esta materia es asimismo necesario guardar un orden. Pues no se nos enseña a despreciar tan sólo los bienes que por cualquier razón poseemos y que nos son necesarios para la vida, sino que se nos manda despreciar también los derechos y las obligaciones que por ley natural o positiva están vigentes entre nosotros; pues dice Jesucristo nuestro Señor: El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. Lo cual hay que entenderlo asimismo del resto de nuestros prójimos, e indudablemente con mucha más razón de los extraños y de aquellos que no profesan nuestra misma fe. Y añade a continuación: El que no coge su cruz y me sigue, no es de digno mí. Y el Apóstol, que ha puesto en práctica todo esto, escribe para nuestra instrucción: El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.
Tratado [atribuido] sobre el bautismo (Lib 1, 2.3: PG 31,1515-1519)
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