El Señor mismo, libre de todo pecado, murió entre los ultrajes del pueblo; y asumiendo como hombre la defensa y tutela de los hombres, aceptó el martirio y liberó a su estirpe de la culpa; dio a los cautivos la libertad, que él, como Dios y Señor, no necesitaba.
Estos son, pues, los caminos a través de los cuales nos llegó la verdadera vida, gracias a la muerte del Salvador. En cuanto al modo de hacer derivar esta vida a nuestras almas, tenemos la iniciación en los misterios, esto es, el baño, la unción y la participación en la sagrada mesa. Cristo viene a quienes esto hicieren, habita en ellos, se une y apega a ellos, elimina el pecado, les comunica su vida y su fortaleza, les hace partícipes de su victoria, corona a los purificados y los proclama triunfadores en la Cena.
Ahora bien, ¿a qué se debe el que la victoria y la corona nos vengan a través del baño, la unción y el banquete, cuando son más bien el premio a la fatiga, al sudor y a los peligros? Pues porque si bien, al participar de estos misterios, no luchamos ni nos fatigamos, sin embargo celebramos su combate, aplaudimos su victoria, adoramos su trofeo y manifestamos nuestro amor al esforzado, eximio e increíble luchador; asumimos aquellas llagas, aquellas heridas y aquella muerte y, en cuanto nos es posible, las reivindicamos como nuestras; y gustamos de la carne del que estaba muerto, pero ha vuelto a la vida. En consecuencia, no disfrutamos ilícitamente de los bienes derivados de aquella muerte y de aquellas luchas.
Esto es exactamente lo que pueden merecernos el baño y la cena: me refiero a una cena sobria y a las modestas delicias de la unción; pues cuando recibimos la iniciación, detestamos al tirano, lo escupimos y nos apartamos de él. Mientras que al fortísimo luchador lo aclamamos, lo admiramos, lo adoramos y lo amamos de todo corazón; y de la sobreabundancia del amor nos alimentamos como de pan, andamos sobrados como de agua.
Resulta, pues, evidente que por nosotros él aceptó esta batalla y que no rehusó morir, para que nosotros venciéramos. Por lo tanto, no es ni ilógico ni absurdo que nosotros consigamos la corona al participar de estos misterios. Nosotros pusimos de nuestra parte todo el ardor y el entusiasmo de que somos capaces, y enterados de que esta fuente tenía la eficacia derivada de la muerte y sepultura de Cristo, lo creímos todos, nos acercamos espontáneamente y nos sumergimos en las aguas bautismales. Cristo no es distribuidor de dones despreciables ni se contenta con mediocridades, sino que a cuantos se acercan a él imitando su muerte y sepultura los recibe con los brazos abiertos, otorgándoles no una corona cualquiera, ni siquiera comunicándoles su propia gloria, sino que se da a sí mismo, vencedor y coronado.
Y cuando salimos de la fuente bautismal, llevamos al mismo Salvador en nuestras almas, en la cabeza, en los ojos, en las mismas entrañas, en todos y cada uno de los miembros, limpio de pecado, libre de toda corrupción, tal como resucitó y se apareció a los discípulos y subió a los cielos; tal como ha de volver a exigirnos cuentas del tesoro confiado.
Tratado sobre la vida en Cristo (Lib 1: PG 150, 515-518)
No hay comentarios:
Publicar un comentario