Nuestra vida en Cristo nace, es verdad, en este mundo y aquí tiene sus comienzos, pero logrará la perfección y se consumará en el mundo futuro, cuando lleguemos al día sin fin. Pero ni este tiempo presente ni el futuro son capaces de introducir e inocular en las almas de los hombres este tipo de vida de que estamos hablando, a menos que aquí tenga sus comienzos.
Pues lo cierto es que de momento la carne difunde las tinieblas por doquier, y la niebla y la corrupción que allí existen no pueden poseer la incorrupción. Por eso san Pablo pensaba que partir de esta vida para estar con Cristo le era enormemente beneficioso: Por un lado —dice—, deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor. La vida futura no aportará felicidad alguna a quienes la muerte sorprenda desprovistos de las facultades y de los sentidos necesarios a tal tipo de vida, sino que en aquel mundo feliz e inmortal vivirán muertos y desventurados. Es verdad que amanece el día y que el sol difunde sus luminosos rayos, pero no es ése el momento de que se forme el ojo. De idéntica forma, aquel día a los amigos les será permitido participar en los misterios juntamente con el Hijo de Dios y escuchar de su boca lo que él ha oído a su Padre, pero es absolutamente necesario que esos mismos amigos se acerquen provistos de oídos.
Este mundo presente alumbra al hombre totalmente interior, al hombre nuevo creado a imagen de Dios; y este hombre plasmado y troquelado aquí, una vez ya perfecto, es engendrado para aquel mundo perfecto y que jamás envejece. Lo mismo que el feto vive en las tinieblas y en la noche todo el tiempo que permanece en el claustro materno, y la naturaleza lo va preparando para que pueda respirar al nacer a esta luz y lo dispone para la vida que lo va a recibir conformándolo a determinados cánones o reglas, así ocurre también con los santos. Es lo que dice el apóstol Pablo escribiendo a los Gálatas: Hijos míos, otra vez me causáis dolores de parto, hasta que Cristo tome forma en vosotros. Con una diferencia: que los niños nonatos no conocen esta vida, mientras que los bienaventurados, ya en este mundo, conocen muchas cosas del mundo futuro. Y esta diferencia radica en que los primeros todavía no han disfrutado de esta vida, que sólo más tarde conocerán, pues en los oscuros lugares en que de momento habitan, no se filtra ni un rayo de luz, como tampoco tiene noticia de ninguna de las realidades en las que nuestra vida presente se apoya y la sustentan. En cambio, nuestra situación es completamente distinta: como la vida que esperamos está como fusionada y fundida con esta vida, y el sol que allí luce nos alumbra también a nosotros por la bondad de Dios, el ungüento celeste ha sido derramado en las regiones pestilentes y el pan de los ángeles ha sido distribuido también a los hombres.
Por cuya razón, a los hombres santos se les concede, ya en esta vida mortal, no sólo informarse y prepararse para la vida futura, sino incluso vivir y actuar conforme a ella. Conquista la vida eterna, dice Pablo en la primera carta a Timoteo. Y san Ignacio: «Siento en mi interior la voz de un agua viva que me habla y me dice: Ven al Padre».
Tratado sobre la vida en Cristo (Lib 1: PG 150, 494-495)
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