Nosotros somos ciudadanos del cielo. Este es el cielo donde está la fe, la gravedad, la continencia, la doctrina, lavida celestial. Pues así como se llamó «tierra» al que habiendo perdido, por el pecado, la gracia celestial y, arrojado a los vicios terrenos, se enredó en los lazos de su prevaricación, así por el contrario se llama «cielo» al que, mediante la guarda de su integridad, lleva una vida angelical y modera su cuerpo con la sobriedad de la continencia; al que gobierna su alma con serena tranquilidad y reparte su dinero a los pobres con misericorde liberalidad. Existe, pues, también un cielo en la tierra, en el que pueden florecer virtudes celestiales. El texto: el cielo es mi trono, lo entiendo más por el afecto del justo que como un lugar concreto. Llamo «cielo» a aquel a cuya alma viene Cristo, y llama a su puerta; si le abre, entrará a él. Y no entra solo sino con el Padre, como él mismo dice: Yo y el Padre vendremos a él y haremos morada en él.
Ya ves que el Verbo de Dios provoca al ocioso y despierta al dormido. Pues quien viene y llama a la puerta, señal de que quiere entrar. Si no siempre entra, si no siempre permanece, eso ya depende de nosotros. Que tu puerta esté abierta de par en par para el que viene: ábrele tu alma, ensancha el regazo de tu inteligencia, para que pueda ver la riqueza de simplicidad, los tesoros de paz, la suavidad de la gracia. Dilata tu corazón, sal al encuentro del sol de la luz eterna, que alumbra a todo hombre. En realidad la luz verdadera luce para todos: pero si uno cierra sus ventanas, él mismo se privará de la luz eterna.
Así que, excluyes también a Cristo, si cierras las puertas de tu alma. Y aunque él podría entrar, no quiere parecer inoportuno, no quiere obligar a nadie. Nacido de la Virgen, salió de su seno llenando de resplandor el mundo entero, para que todos pudieran ser iluminados. Lo reciben quienes hambrean la claridad del fulgor eterno, que ninguna noche puede ofuscar. De hecho, mientras a este sol que todos los días vemos, le sucede una noche tenebrosa, el sol de justicia no tiene ocaso, porque a la sabiduría no le sucede la malicia.
¡Dichoso aquel a cuya puerta llama Cristo! Nuestra puerta es la fe: si la fe es fuerte, defiende toda la casa. Por eso la Iglesia dice en el Cantar de los cantares: Oigo a mi amado que llama. Mira cómo llama, mira cómo desea entrar: Ábreme, amada mía, mi paloma sin mancha, que tengo la cabeza cuajada de rocío, mis rizos, del relente de la noche. Fíjate cuándo el Verbo divino llama con más intensidad a tu puerta: cuando su cabeza está cuajada de rocío. Se digna visitar a los que se encuentran en la prueba y en la tribulación, para que no acaben por sucumbir, víctima de la angustia.
Pero si duermes y tu corazón no está en vela, se va sin ni siquiera llamar. Pero si tu corazón vigila, llama y te pide que le abras la puerta, ábrele, pues; desea entrar, quiere encontrar a la esposa vigilante.
San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 118 (Hom 12, 12-15: CSEL 62, 258-259)
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