Esto os mando, dice el Señor: que os améis unos a otros. De lo cual debemos colegir que éste es nuestro fruto, del que dice: Yo os he elegido para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. Y lo que añade: De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé, demuestra que ciertamente nos lo dará, si nos amamos unos a otros. Pues incluso esto es donación de aquel que nos eligió cuando no dábamos fruto –pues no fuimos nosotros quienes le elegimos a él–, y nos destinó para que diéramos fruto, esto es, para que nos amáramos mutuamente. Sin él, nosotros no podemos producir este fruto, como los sarmientos no son capaces de dar fruto separados de la vid. La caridad es, pues, nuestro fruto, fruto que el Apóstol define: El amor brota del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sincera. Por esta caridad nos amamos mutuamente, por la caridad amamos a Dios.
Pues no podríamos amarnos mutuamente con amor sincero, si no amásemos a Dios. Se ama al prójimo como a sí mismo, si se ama a Dios, ya que si no ama a Dios, no se ama a sí mismo. Estos dos mandamientos del amor sostienen la ley entera y los profetas. Este es nuestro fruto. Éste es el fruto que nos exige a nosotros al decir: Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros. Por eso el apóstol Pablo, queriendo recomendar el fruto del Espíritu en oposición a las obras de la carne, coloca en primer lugar al amor, diciendo: El fruto del Espíritu es: el amor; y a continuación enumera los restantes como emanados del amor y en íntima conexión con él. Son: alegría, paz, longanimidad, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí.
¿Quién puede alegrarse de verdad, si no ama el bien del que dimana su alegría? ¿Quién puede tener auténtica paz, si no la tiene con quien ama de verdad? ¿Quién es longánime conservándose perseverante en el bien, si no posee el fervor de la caridad? ¿Quién es servicial sin amar al que socorre? ¿Quién es bueno si no lo es por el amor? ¿Quién es provechosamente fiel, sino en virtud de una fe activa en la práctica del amor? Con razón, pues, el Maestro bueno nos recomienda tan a menudo el amor, como el único mandamiento posible, sin el cual todas las demás cualidades buenas no sirven de nada, y que no puede poseerse sin estas otras buenas cualidades, que hacen bueno al hombre.
San Agustín de Hipona, Tratado 87 sobre el evangelio de san Juan (1: CCL 36, 543-544)
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