Celebramos hoy, amadísimos hermanos, la gloriosa festividad de la bienaventurada Virgen María, fiesta llena de gozo y repleta de dones inmensos por su asunción a los cielos. Solemnidad ilustre por sus méritos, pero mucho más ilustre por la gracia con que es ilustrada no sólo la misma santísima Virgen, sino también, y por su medio, toda la Iglesia de Cristo. Pues la gloriosa virginidad no se granjeó la gracia a causa de sus méritos, sino que, en virtud de la gracia, recibió el premio de los méritos. Por eso, la presente celebración es tanto más gloriosa que la fiesta natalicia de los demás santos, por cuanto la bienaventurada Virgen y Madre del Señor es ilustrada con los inefables privilegios de los divinos misterios, ya que el crecimiento de los méritos arranca de su original plenitud de gracia. Por eso, me inclino a creer que no hay nadie capaz de pensar, pero es que ni siquiera de imaginar, lo grandes que ante el Señor son sus méritos y sus premios, ni de hablar adecuadamente, sino el que lograse estimar en lo que vale cuál y cuán grande sea la gracia de que está llena aquella por cuyo medio vino al mundo la majestad de Dios.
Hoy subió al cielo llamada por Dios, y recibió de mano del Señor, junto con la palma de la virginidad, la corona inmarcesible. Hoy ha sido acogida y sentada en el trono del reino. Hoy ha entrado en el tálamo nupcial, porque fue simultáneamente virgen y esposa. Hoy, en efecto, ha escuchado la acariciadora voz del que le decía desde su sede: «Ven, amada mía, y te pondré sobre mi trono, pues prendado está el rey de tu belleza».
Ante tal invitación, estamos persuadidos de que, gozosa y exultante, se desligó aquella dichosa alma y se dirigió al encuentro del Señor, y allí se convirtió ella misma en trono, ella que, en la carne, había sido el templo de la divinidad. Tanto más hermosa y sublime que los demás, cuanto más refulgente brilló por la gracia. Esta es ciertamente, hermanos, la recompensa divina, de la que se ha dicho: El que se humilla será enaltecido. Como estaba cimentada sobre una profunda humildad y dilatada en la caridad, por eso hoy ha sido tan sublimemente exaltada.
La Virgen se humilla en todo, para poder recibir en ella la plenitud de gracia del donante, pues la gracia que a los demás se les ha dado parcialmente, descendió sobre ella en toda su plenitud. De ella vale lo que dice el evangelista: De su plenitud todos hemos recibido. En efecto, la desbordante gracia de la bienaventurada Virgen María, mereció, amadísimos, los desbordantes premios de la eterna remuneración; y porque, en medio de la inmensidad de dones y de los mutuos intercambios con la divinidad, se mantuvo profundamente humilde, por eso hoy el Señor exalta inmensamente a la gloriosa.
Y la razón última de que Cristo humilde se encarnase en una humilde Virgen, elegida por él, es para, desde una humildad tan profunda, alzarse con el triunfo de la salvación, y para —como hemos cantado— elevarla a ella sobre los coros de los ángeles. Esta exaltación es ciertamente un privilegio de la gracia. Por lo cual, hemos de recordar estos místicos sacramentos de los dones de Dios con un temor y un temblor nacidos de una caridad perfecta, e intercambiar de esta forma los dones de gracia de esta celebración.
Pensad, pues, hermanos, con qué reverencia y con qué devoto obsequio hemos de participar en tan grandes misterios. El mismo ángel le comunicó reverentemente la buena noticia, no sin un santo temor y con el debido honor. Pues el ángel presentía que el Señor moraba ya de un modo especial en la santísima Virgen, y no desconocía los futuros sacramentos del divino misterio. Por eso le dijo con tanta reverencia: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.
Por tanto, demos también nosotros gracias a nuestro Creador, porque los privilegios que él nos ha otorgado son nuestra ofrenda, son nuestra masa, ya que la levadura que se metió en la especie se ha difundido por el género humano, hasta que todo haya fermentado, formando un solo cuerpo, una única masa nueva: Cristo y la Iglesia.
Por tanto, carísimos, es necesario que esta festividad que, mediante la fe, nos inflama el alma, sea poseída y contemplada por todos en la visión; y mientras ahora resplandece, por la fe, únicamente en los corazones, un día nuestros ojos puedan contemplarla en toda su gloria. Entonces será para nosotros una fiesta continua y eterna, la que ahora, en el alma, es diurna y hodierna; de modo que la que ahora nos hace arder en la fe y suspirar en la esperanza, pueda, a justo título, perpetuarse, vibrante, en la caridad, a fin de que podamos tomar parte en aquella festividad, en la que se halla presente la bienaventurada y gloriosa Madre de Dios y reina nuestra, que hoy ha sido asunta al cielo por Jesucristo, nuestro Señor, que vive y reina con Dios Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
Sermón 3 (PL 96, 254-257)
No hay comentarios:
Publicar un comentario