Renovamos cada día la oblación del cuerpo de Cristo — si bien Cristo padeció una vez para siempre—, porque cada día caemos en el pecado, sin el cual no podemos vivir marcados como estamos por la debilidad de nuestra carne.
Cristo quiso mostrarnos su cuerpo bajo la especie de pan, porque él es el pan vivo que ha bajado del cielo, y quiso designar la unión del cuerpo con la cabeza bajo la especie de pan, como dice el Apóstol: El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan. Así como de muchos granos se hace un único pan, así también, mediante la fusión de la fe, la esperanza y el amor, de miembros diversos formamos un único cuerpo de Cristo.
Por tanto, quien desee unirse al cuerpo de Cristo en calidad de miembro, ha de participar con los demás del pan celestial, pues el Señor partió el pan y lo distribuyó. Lo que es uno, quiso que fuera participado por todos, cuando dijo: Tomad por la conformidad, comed todos el mismo sacramento: Haced esto en conmemoración mía, para que recibiendo el cuerpo y la sangre, reavivemos la memoria de su pasión, de modo que así como él padeció por nosotros, también nosotros muramos por él si las circunstancias lo exigieren. Y lo mismo del cáliz, al que llamó «nuevo testamento», es decir, nueva promesa, porque por medio de aquella sangre no prometía bienes temporales, sino eternos. Esta conmemoración debe hacerse «hasta que venga», esto es, hasta el fin de los tiempos, cuando vendrá para juzgar.
En consecuencia, carísimos hermanos, puesto que el Señor quiso que, para conservar la unidad, asumiéramos y participáramos de su cuerpo, si alguien se apartare de la unidad cediendo a la ira o al odio o a la discordia, no podrá recibir dignamente el cuerpo del Señor, ni su participación podrá unirlo a Cristo. Pues así como el vínculo de la caridad agrupa a muchos, así también la discordia y el odio dividen lo que es uno. Vigilad, pues, hermanos, para que el veneno de la discordia no genere el odio entre vosotros, corrompiendo y aniquilando la dulzura de la caridad. Tened fija la vista en vuestra cabeza, considerad la causa de vuestra redención.
En efecto, Cristo nos salvó únicamente por amor, como dice el Apóstol: Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo —por pura gracia estáis salvados—. En efecto, cuando éramos todavía enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él por la muerte de su Hijo. Nadie tiene amor más grande que el que da lavida por sus amigos. No obstante, Cristo tuvo un amor superior a éste, pues padeció la muerte no por los amigos, sino por los enemigos, es decir: Cuando todavía éramos enemigos, por su muerte fuimos reconciliados con Dios. De hecho, él murió, el inocente por los culpables: ahora bien, ¿quién habrá que muera por un justo? Ninguno. Así pues, antes de recomendar de palabra el amor, Cristo lo mostró en sus obras. Y si bien repetidas veces les había inculcado el amor, en su último discurso consolidó más firmemente el amor en el corazón de sus discípulos con la palabra y el ejemplo.
Sermón 21 en la Cena del Señor (PL 208, 839-840)
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