Entra en el edificio de la ciudad celestial quien, en la santa Iglesia, considera la conducta de los buenos y la imita. Porque entrar es considerar aquel edificio situado en lo alto del monte, es decir, cómo los elegidos de la santa Iglesia, situados en la cima de la virtud, progresan en el amor.
Por ejemplo: éste lleva vida de casado, vive contento con lo suyo, no dilapida los bienes ajenos, da de lo suyo a los pobres en la medida de sus posibilidades, no se olvida de llorar a diario los pecados de que no está exenta la vida conyugal. Pues la misma preocupación de la familia es para él motivo de turbación, y le excita a las lágrimas.
En cambio, aquél ha abandonado ya todo lo del mundo, ni tiene apetencias mundanas, se alimenta exclusivamente de la contemplación, llora de alegría ante la perspectiva de los premios celestiales, se priva incluso de lo que le estaría permitido tener, procura tener cada día un rato de intimidad con Dios, ninguna preocupación de este mundo que pasa logra turbar su ánimo, ensancha constantemente su alma con la expectativa de los goces del cielo.
Aquel otro ha abandonado ya todo lo de este mundo y su alma se eleva en la contemplación de las realidades celestiales y, sin embargo, debiendo ocupar un puesto de gobierno para la edificación de muchos, él, que por gusto no sucumbe a las cosas transitorias, debe en ocasiones ocuparse de ellas por compasión hacia el prójimo, para, de esta forma, subvenir a la necesidad de los indigentes; predica a los oyentes la palabra de vida, suministra lo necesario a las almas y a los cuerpos. Y el que, por vocación, vuela ya, en la contemplación, al deseo de los bienes celestiales, debe afanarse, sin embargo, en las cosas temporales en provecho y utilidad del prójimo.
Por tanto, quienquiera que, en la santa Iglesia, se esfuerza solícitamente por progresar, bien en la vida de los buenos casados, bien en la cumbre de los que viven en continencia o de los que abandonaron todos los bienes de este mundo, o incluso en la cima de los predicadores, ya ha entrado en el edificio de la ciudad situada en lo alto del monte. Porque quien no se preocupa de observar la vida de los mejores para su propio progreso, todavía está fuera del edificio. Y si admira el honor de que la santa Iglesia goza ya en el mundo, es como quien contempla un edificio desde el exterior y queda maravillado. Y como sólo pone su atención en el exterior, no entra en el interior.
Homilía sobre el libro del profeta Ezequiel (Lib 2, Hom 1, 7: CCL 142, 213-214)
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