Él nos ha destinado a ser sus hijos, queriendo, y queriéndolo ardientemente, que se manifieste la gloria de su gracia. Por pura iniciativa suya —dice—, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo... Por tanto, si nos ha hecho gratos para alabanza de su gracia y para manifestar su gracia, permanezcamos en ella.
Y ¿por qué quiere ser alabado y glorificado por nosotros? Para que de esta forma nuestro amor hacia él sea más ferviente. Pues de nosotros no desea otra cosa que nuestra salvación; no el servicio o la gloria u otra cosa por el estilo, y todo lo hace con este fin. Pues quien alaba y admira la gracia que se le ha otorgado, se vuelve más atento, más diligente.
El Señor ha actuado como uno que restituyera la lozana juventud a un ser marcado por la sarna, la peste, por la enfermedad o la vejez prematura, o reducido a la extrema pobreza y al hambre, haciendo de él el más hermoso de los hombres, con un rostro radiante, como si ocultase los rayos del sol con el destello de sus ojos centelleantes; lo situara a continuación en la flor de la juventud, y después lo vistiera de púrpura, le impusiera la diadema, adornándolo todo con ornato regio: pues así ha equipado el Señor nuestra alma, la hermoseó y la hizo deseable y amable, hasta el punto de que los mismos ángeles desean contemplarla. En efecto, prendado está el Rey de tu belleza, dice el salmista. Considera, pues, cuántas cosas malas decíamos antes, y qué palabras llenas de gracia profieren ahora nuestros labios. Ya no ambicionamos las riquezas, ni deseamos más los bienes presentes, sino los celestiales y las cosas que están en el cielo. ¿No tenemos por gracioso y educado al muchacho que a la elegancia y a la belleza corporales añade una notable gracia en su manera de hablar? Así son los fieles.
Fíjate de qué cosas hablan los que están iniciados en los misterios. ¿Es que puede haber algo tan gracioso como una boca, que dice cosas admirables y, con un corazón y unos labios puros, participa de la misma mesa mística, con gran esplendor y confianza? ¿Hay algo más sublime que las palabras con que renunciamos al diablo, por las que nos enrolamos en la milicia de Cristo, con las que hacemos la confesión que precede y sigue al bautismo? ¡Pensemos cuántos de nosotros hemos profanado el bautismo, y gimamos para que nos sea dado recuperarlo!
Por este Hijo —dice—, por su sangre, hemos recibido la redención. ¿Cómo? Lo admirable no es ya únicamente que nos haya dado a su Hijo, sino que nos lo haya dado de forma que, el mismo amado, haya sido muerto por nosotros. ¡Paradoja increíble: entregó al amado como precio de aquellos que lo odiaban! ¡Fijate lo que nos aprecia! Si cuando le odiábamos y éramos enemigos suyos nos entregó a su Hijo, ¿qué no hará cuando hayamos sido reconciliados por su gracia?
De las realidades más elevadas desciende a las más llanas: habiendo hablado primero de la adopción filial, de la santificación y de la vocación a la pureza, habla también ahora del pecado; pero lo hace, no restando interés al discurso o descendiendo de lo sublime a lo sencillo, sino elevándose de lo sencillo a lo sublime. En efecto, nada hay tan sublime como que por nosotros se haya derramado la sangre de Dios; y el no haber perdonado ni a su propio Hijo es más de apreciar que la misma adopción filial y que el resto de los dones. Gran cosa es que se nos hayan perdonado los pecados; pero lo es aún mayor que este perdón se nos haya otorgado por la sangre del Señor.
Comentario sobre la carta a los Efesios (Hom 1, 3: PG 62, 13-14)
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