Nosotros, hermanos, que por Cristo nos llamamos y somos cristianos, despreciando todos los bienes terrenos, transitorios y caducos junto con sus ciegos adoradores, deseosos de adherirnos a sólo Dios, cimentémonos en la caridad, para que merezcamos llamarnos y ser discípulos de aquel que a sus discípulos —y a nosotros por su medio— les dejó este mandato: La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros.
En esto, pues, se distinguirán los hijos de la luz de los hijos de la tiniebla, los discípulos de Cristo de los discípulos del diablo: si las entrañas de la caridad recíproca se hacen extensivas a todos. La caridad no excluye a ninguno, sino que a todos abarca, entregándose a todos sin distinción.
La caridad es el afecto del alma, que estrecha a Cristo con los brazos del amor. La caridad es el amor que abarca cielo y tierra: la caridad es el amor invencible, que no sabe ceder ni ante los suplicios ni ante las amenazas. La caridad es el vínculo indisoluble del amor y de la paz: la caridad, reina de las virtudes, no teme el encuentro con ningún vicio, sino que habiendo recibido en prenda la sangre de Cristo y llevando sobre la frente el estandarte de la cruz, pone en fuga a todos los adversarios, y no hay quien pueda resistir a su ímpetu.
Esta es la amiga del Rey eterno y no tiene temor alguno de acercarse a él con toda confianza. Si reina entre nosotros, hermanos, esta reina de las virtudes, inmediatamente conocerán todos, pequeños y grandes, que somos realmente discípulos del Señor. Quien no tiene caridad, no pertenece por este mero hecho a quien nos legó el mandamiento del amor. La caridad es el amor a Dios y al prójimo: y quien no ama al prójimo, no puede tampoco amar a Dios; y el que no ama, odia. Por eso, quien odia a su hermano, odia al autor de la caridad.
Por tanto, hermanos, nosotros, a quienes el amor de Cristo ha congregado en la unidad, amemos a Cristo, el Señor, con todo el corazón y con toda el alma, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Y por su amor, no amemos únicamente a los amigos, sino también a los enemigos, no sólo no odiándolos, sino amándolos de verdad. Esta es la escuela de Cristo, ésta es la doctrina del Espíritu Santo. Si alguien abandonare esta escuela y no perseverare en esta doctrina, creedme, hermanos, perecerá para siempre. En cambio, los discípulos de Jesucristo, los apasionados de la caridad, disfrutarán de una incomparable dulzura, de las riquezas de la eterna bienaventuranza, de los gozos de la eterna felicidad, gozos que se dignará otorgarnos aquel que, en la Trinidad perfecta, vive y reina, Dios, bendito por los siglos de los siglos. Amén.
Sermón 5 (5: PL 184, 901-902)
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