viernes, 31 de octubre de 2014
Buscaba tu rostro, Señor
La lectura busca la dulzura de la vida bienaventurada, la meditación la encuentra, la oración la pide, la contemplación la saborea. La lectura es como un manjar sólido que uno se lleva a la boca, la meditación lo mastica y tritura, la oración le coge gusto, la contemplación es la misma dulzura que alegra y restablece. La lectura toca la corteza, la meditación penetra en la médula, la oración consiste en la expresión del deseo, y la contemplación radica en la delectación de la dulzura obtenida.
Viendo, pues, el alma que no puede alcanzar por sí misma la tan deseada dulzura del conocimiento y de la experiencia, y que cuanto más ella se engríe, tanto más Dios se aleja de ella, se humilla y se refugia en la oración, diciendo: Señor, que no te dejas ver sino por los limpios de corazón, investigo leyendo, meditando en qué consiste y cómo puede conseguirse la verdadera pureza de corazón para, mediante ella, poder conocerte al menos en parte.
Buscaba tu rostro, Señor, tu rostro, Señor, buscaba, largamente he meditado en mi corazón, y en mi meditación creció el fuego y el deseo de conocerte más. Mientras me partes el pan de la sagrada Escritura, y en la fracción del pan te me das a conocer, y cuanto más te conozco, tanto más deseo conocerte, no ya en la corteza de la letra, sino en el sabroso conocimiento de la experiencia. No pido esto, Señor, en razón de mis méritos, sino atendiendo a tu misericordia. Pues confieso ser una indigna pecadora; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos. Dame, pues, Señor, las arras de la futura herencia, una gota al menos de la lluvia celestial para refrescar mi sed, pues desfallezco de amor.
Con éstas o parecidas ardientes invocaciones, el alma inflama su deseo, muestra así su afecto, con estas encantadoras palabras reclama al esposo. Por su parte, el Señor, cuyos ojos miran a los justos y sus oídos escuchan no sólo sus gritos, sino que está pendiente de ellos, no espera el final de la súplica, sino que irrumpiendo en mitad de la oración, se mezcla rápidamente en ella, y sale presuroso al encuentro del alma que lo ansía, la cabeza cuajada del rocío de la celestial dulzura, perfumado con los más exquisitos ungüentos; recrea al alma fatigada, sacia a la hambrienta, engorda a la desnutrida, hace que se olvide de las realidades terrenas, la vivifica haciéndola maravillosamente morir en el olvido de sí misma, y, embriagándola, la hace sobria.
Beato Guigo el Cartujo
Sobre la vida contemplativa (Cap 3, 6-7: SC 163, 84-86.94-96)
jueves, 30 de octubre de 2014
Cristo en persona es nuestro arquetipo
Los que están poseídos por el amor de Dios y de la virtud deben estar prontos a soportar incluso las persecuciones y, si la ocasión se presenta, no han de rehusar exilarse y hasta aceptar alegremente las mayores afrentas, en la certeza de los grandes y preciosísimos premios que les están reservados en el cielo.
El amor de los combatientes hacia el caudillo y remunerador de la lucha produce este efecto: infunde en elfos una convicción de fe en los premios que todavía no están a la vista y les comunica una sólida esperanza en los premios futuros. De esta forma, pensando y meditando continuamente en la vida de Cristo, les inspira sentimientos de moderación y les mueve a compasión de la fragilidad de que son conscientes; les hace además delicados, justos, humanos y modestos, instrumentos de paz y de concordia, y, de tal suerte ligados a Cristo y a la virtud, que por ellos no sólo están prontos a padecer, sino que soportan serenamente los insultos y se alegran en las persecuciones. En una palabra, de estas meditaciones podemos sacar aquellos bienes inconmensurables que son el ingrediente de la felicidad. Y así, en aquel que es el sumo bien, podemos conservar la inteligencia, tutelar la habitual buena compostura, hacer mejor el alma, custodiar las riquezas recibidas en los sacramentos y mantener limpia e intacta la túnica real.
Pues bien: así como es propio de la naturaleza humana estar dotada de una inteligencia y actuar de acuerdo con la razón, así debemos reconocer que para contemplar las cosas de Cristo nos es necesaria la meditación. Sobre todo cuando sabemos que el arquetipo en el que los hombres han de inspirarse, tanto si se trata de hacer algo en sí mismos, como si se trata de marcar la dirección a los demás, es únicamente Cristo. El es el primero, el intermedio y el último que mostró a los hombres la justicia, tanto la justicia en relación con uno mismo como la que regula el trato y la conveniencia social. Por último, él mismo es el premio y la corona que se otorgará a los combatientes.
Por tanto, debemos tenerle siempre presente, repasando cuidadosamente todo cuanto a él se refiere y, en la medida de lo posible, tratar de comprenderlo, para saber cómo hemos de trabajar. La calidad de la lucha condiciona el premio de los atletas: fijos los ojos en el premio, arrostran los peligros, mostrándose tanto más esforzados cuanto más bello es el premio. Y al margen de todo esto, ¿hay alguien que desconozca la razón que le indujo a Cristo a comprarnos al precio de sola su sangre? Pues ésta es la razón: no hay nadie más a quien nosotros debemos servir ni por quien debemos emplearnos a fondo con todo lo que somos: cuerpo, alma, amor, memoria y toda la actividad mental. Por eso dice Pablo: No os poseéis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros.
De hecho, en el principio la naturaleza humana fue creada con miras al hombre nuevo; tanto la inteligencia como la voluntad a él están ordenadas: la inteligencia, para conocer a Cristo, y el apetito o el deseo para que corramos tras él, la memoria para llevarlo en nosotros, porque cuando éramos plasmados, él en persona nos sirvió de arquetipo.
Tratado de la vida en Cristo (Lib 6: PG 150, 678-679)
miércoles, 29 de octubre de 2014
La comunión de los santos en la unidad de la fe
La Iglesia de Cristo posee una estructura tan compacta gracias a la mutua caridad, que es místicamente una en la pluralidad y plural en su singularidad; hasta el punto de que no sin razón toda la Iglesia universal es singularmente presentada como la única esposa de Cristo, y cada alma en particular es considerada, en virtud del misterio sacramental, como la Iglesia en su plenitud.
De todo lo cual podemos claramente deducir que si toda la Iglesia es designada en la persona de un solo hombre y esa misma Iglesia es lógicamente llamada virgen única, la santa Iglesia es simultáneamente una en todos y toda en cada uno: simple en la pluralidad gracias a la unidad de fe, y múltiple en la singularidad gracias a la fuerza cohesiva de la caridad y la diversidad de carismas, ya que todos proceden del Uno.
Así pues, aunque diversificada por la multiplicidad de personas, la santa Iglesia está fundida en la unidad por el fuego del Espíritu Santo: por eso, aun cuando en su existencia corporal parezca geográficamente dividida, esta comprobación en nada consigue mermar la integridad del misterio de su íntima unidad. Pues el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Pues bien, este Espíritu, que indudablemente es uno y múltiple: —uno en la majestad de la esencia, múltiple en la diversidad de sus carismas—, es el que permite a la Iglesia santa —que él plenifica— ser una en su universalidad y universal en su parcialidad.
Por consiguiente, si los que creen en Cristo son una misma cosa, donde quiera que está visiblemente un miembro, allí está también místicamente presente todo el cuerpo. Donde se da una verdadera unidad de fe, esta unidad no admite la soledad en uno, ni en la pluralidad tolera el cisma de la diversidad. En realidad, ¿qué dificultad hay en que de una sola boca salga una diversidad de voces, voces que si son plurales por la lengua, es una misma fe la que las alterna? En efecto, toda la Iglesia es indudablemente un solo cuerpo.
Si, pues, toda la Iglesia es el único cuerpo de Cristo y nosotros somos miembros de la Iglesia, ¿qué inconveniente hay en que cada uno de nosotros nos sirvamos de las palabras de nuestro cuerpo, esto es, de la Iglesia, con la cual formamos realmente una unidad? Un ejemplo: si siendo muchos formamos una sola cosa en Cristo, en él cada uno de nosotros se posee íntegramente, hasta tal punto que, aunque parezcamos estar por la soledad de los cuerpos, muy alejados de la Iglesia, le estamos no obstante siempre íntimamente presentes en virtud del inviolable sacramento de la unidad. De esta suerte, lo que es de todos, lo es también de cada uno; y lo que para algunos es singularmente especial, es asimismo común a todos en la integridad de la fe y de la caridad. Rectamente, pues, puede el pueblo clamar: Misericordia, Dios mío, misericordia.
Nuestros santos Padres decretaron que la existencia de esta indisoluble unión y comunión de los fieles en Cristo debía adquirir un grado de certeza tal que la introdujeron en el símbolo de la profesión de fe católica, y nos ordenaron repetirla habitualmente entre los mismos rudimentos de la fe cristiana. Porque inmediatamente después de haber dicho: Creo en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia, añadimos a renglón seguido: en la comunión de los santos, para que al mismo tiempo que testimoniamos nuestra fe, en Dios, afirmemos también lógicamente la comunión de la Iglesia, que es una sola cosa con él. Esta es efectivamente la comunión de los santos en la unidad de la fe: que los que creen en el único Dios han renacido en un solo bautismo, han sido confirmados por un mismo Espíritu Santo, han sido invitados a la misma vida eterna en virtud de la gracia de adopción.
Opúsculo 11 (56.10: PL 145, 235-236. 239)
martes, 28 de octubre de 2014
Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo
Nuestro Señor Jesucristo instituyó a aquellos que habían de ser guías y maestros de todo el mundo y administradores de sus divinos misterios, y les mandó que fueran como astros que iluminaran con su luz no sólo el país de los judíos, sino también a todos los países que hay bajo el sol, a todos los hombres que habitan la tierra entera. Es verdad lo que afirma la Escritura: Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama. Fue, en efecto, nuestro Señor Jesucristo el que llamó a sus discípulos a la gloria del apostolado, con preferencia a todos los demás.
Aquellos bienaventurados discípulos fueron columnas y fundamento de la verdad; de ellos afirma el Señor que los envía como el Padre lo ha enviado a él, con cuyas palabras, al mismo tiempo que muestra la dignidad del apostolado y la gloria incomparable de la potestad que les ha sido conferida, insinúa también, según parece, cuál ha de ser su estilo de obrar.
En efecto, si el Señor tenía la convicción de que había de enviar a sus discípulos como el Padre lo había enviado a él, era necesario que ellos, que habían de ser imitadores de uno y otro, supieran con qué finalidad el Padre había enviado al Hijo. Por esto, Cristo, exponiendo en diversas ocasiones las características de su propia misión, decía: No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan. Y también: He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
De este modo, resume en pocas palabras la regla de conducta de los apóstoles, ya que, al afirmar que los envía como el Padre lo ha enviado a él, les da a entender que su misión consiste en invitar a los pecadores a que se arrepientan y curar a los enfermos de cuerpo y de alma, y que en el ejercicio de su ministerio no han de buscar su voluntad, sino la de aquel que los ha enviado, y que han de salvar al mundo con la doctrina que de él han recibido. Leyendo los Hechos de los apóstoles o los escritos de san Pablo nos damos cuenta fácilmente del empeño que pusieron los apóstoles en obrar según estas consignas recibidas.
Comentario sobre el evangelio de san Juan (Lib 12, cap 1: PG 74, 707-710)
lunes, 27 de octubre de 2014
Eres, oh hombre, una obra maestra, animada por la potencia creadora de Dios
Oh hombre, conócete a ti mismo. Conócete, alma, pues no estás hecha de tierra ni formada de barro, sino que Dios te insufló e hizo de ti un ser vivo. Eres una obra maestra, animada por la potencia creadora de Dios. Preocúpate de ti, como manda la ley: de ti, es decir, de tu alma. No te dejes atrapar por las cosas seculares y mundanas, ni te entretengan las terrenas. Dirígete con todo el impulso de tu ser hacia aquel cuyo soplo te creó.
Grande es el hombre y algo precioso el varón misericordioso; pero lo que hay que hallar es un hombre veraz. Aprende, oh hombre, de dónde procede tu grandeza, en qué sentido eres precioso. La tierra te presenta como algo vil, pero la virtud hace de ti un ser glorioso, la fe raro, la imagen precioso. ¿O es que hay algo más precioso que la imagen de Dios, que es lo primero que debe infundirte la fe, para que en tu corazón resplandezca una reproducción aproximada del Creador, no ocurra que quien interrogue tu mente, no reconozca a su autor?
¿Hay algo tan precioso como la humildad, por la que, conociendo la naturaleza del cuerpo y la del alma, te sometas al alma y aprendas a gobernar el cuerpo? Eres, pues, oh hombre, una gran obra de Dios y grande es asimismo lo que Dios te ha dado. Mira de no perder el gran don que Dios te ha hecho, de ser creado a imagen suya, para no merecer ser más gravemente castigado. En efecto, Dios no sanciona a su imagen, sino al que, habiendo sido hecho a semejanza de Dios, fue incapaz de conservar el don recibido. Se sanciona, pues, aquello que ha dejado de ser imagen de Dios, es decir, se castiga tu pecado. Porque Dios no condena su imagen, ni la envía a aquel fuego eterno; lo que venga es más bien su imagen en aquel que ha injuriado su imagen: ya que, por obra de la malicia, dejas de ser el hombre que eras, y de hombre te has convertido en un mulo.
Por tanto, la imagen es vengada, no condenada. Se la venga como repudiada, no se la condena como rea. De hecho, al pecar, comenzaste a ser otra cosa, y dejaste de ser lo que eras. Entonces, ¿cómo se castiga en ti lo que en ti no se encuentra? Pues de encontrarse en ti la imagen y semejanza de Dios, comenzarías a ser digno no de suplicio, sino de premio. De esta forma, aquella imagen, por la que fuiste creado a imagen y semejanza de Dios, no es condenada, sino premiada. Se te condena en aquello en que te has convertido, transformándote en serpiente, en mulo, en caballo. La Escritura ya nos ha condenado bajo estos nombres, pues despojados del ornamento de la imagen celeste, perdimos incluso el nombre de hombre al no haber sabido retener la gracia propia del hombre.
Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 10, 10-11: PL 14, 1332-1334)
viernes, 24 de octubre de 2014
El Verbo del Padre embellece, ordena y contiene todas las cosas
El Padre de Cristo, santísimo e inmensamente superior a todo lo creado, como óptimo gobernante, con su propia sabiduría y su propio Verbo, Cristo, nuestro Señor y salvador, lo gobierna, dispone y ejecuta siempre todo de modo conveniente, según a él le parece adecuado. Nadie ciertamente negará el orden que observamos en la creación y en su desarrollo, ya que es Dios quien así lo ha querido. Pues, si el mundo y todo lo creado se movieran al azar y sin orden, no habría motivo alguno para creer en lo que hemos dicho. Mas si, por el contrario, el mundo ha sido creado y embellecido con orden, sabiduría y conocimiento, hay que admitir necesariamente que su creador y embellecedor no es otro que el Verbo de Dios.
Me refiero al Verbo que por naturaleza es Dios, que procede del Dios bueno, del Dios de todas las cosas, vivo y eficiente; al Verbo que es distinto de todas las cosas creadas, y que es el Verbo propio y único del Padre bueno; al Verbo cuya providencia ilumina todo el mundo presente por él creado. El, que es el Verbo bueno del Padre bueno dispuso con orden todas las cosas, uniendo armónicamente lo que era entre sí contrario. El, el Dios único y unigénito, cuya bondad esencial y personal procede de la bondad fontal del Padre, embellece, ordena y contiene todas las cosas.
Aquel, por tanto, que por su Verbo eterno lo hizo todo y dio el ser a las cosas creadas no quiso que se movieran y actuaran por sí mismas, no fuera a ser que volvieran a la nada, sino que, por su bondad, gobierna y sustenta toda la naturaleza por su Verbo, el cual es también Dios, para que, iluminada con el gobierno, providencia y dirección del Verbo, permanezca firme y estable, en cuanto que participa de la verdadera existencia del Verbo del Padre y es secundada por él en su existencia, ya que cesaría en la misma si no fuera conservada por el Verbo, el cual es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; por él y en él se mantiene todo, lo visible y lo invisible, y él es la cabeza de la Iglesia, como nos lo enseñan los ministros de la verdad en las sagradas Escrituras.
Este Verbo del Padre, omnipotente y santísimo, lo penetra todo y despliega en todas partes su virtualidad, iluminando así lo visible y lo invisible; mantiene él unidas en sí mismo todas las cosas y a todas las incluye en sí, de tal manera que nada queda privado de la influencia de su acción, sino que a todas las cosas y a través de ellas, a cada una en particular y a todas en general, es él quien les otorga y conserva la vida.
Sermón contra los paganos (40-42: PG 25, 79-83)
jueves, 23 de octubre de 2014
En Cristo nos convertimos en una criatura nueva
El mismo nombre de «iglesia» connota ya una pluralidad de personas que creen en Cristo: ministros y pueblo, pastores y doctores, súbditos. Todos éstos fueron a su debido tiempo renovados en Cristo, a saber, cuando el Señor Dios brilló en nuestros corazones. Entonces sí, entonces fuimos conducidos a una novedad de vida, de costumbres y de instituciones, y también de culto.
Nos despojamos del inveterado hábito de pecar y, en Cristo, nos convertimos en una criatura nueva, iniciados en sus leyes y pedagogía y conducidos a una conducta noble y amable. Por lo cual, el sapientísimo Pablo escribe a los llamados por medio de la fe, y unas veces les dice: Despojaos de la vieja condición humana, corrompida por deseos de placer, y revestíos de la nueva condición, que se va renovando como imagen de su creador. Y otras añade: No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto.
Nos habla asimismo de crucificar nuestra vieja condición humana, para revestirnos de la nueva mediante una conducta y una vida en Cristo. Renovémonos, pues, también en razón del culto: unos —los seguidores del culto judío— abandonando las sombras y las figuras; pues en lo sucesivo ya no recurrirán a las víctimas de toros y del incienso, sino a fragantísimos sahumerios espirituales y no materiales, otros —los requisados y reclutados de entre las multitudes paganas— pasarán a ritos mejores: a aquellos ritos sin confrontación posible, debido a su incomparable elevación y a su misma excelencia.
En efecto, ya no tendrán que soportar la antigua opacidad de la mente, sino que, una vez recibida la divina e inteligible iluminación, se convertirán en santos y verdaderos adoradores. Dejarán de adorar a la criatura y a la materia muda e insensible, renunciarán a las adivinaciones y encantamientos y, para decirlo de una vez, dejando las costumbres más repugnantes y abandonando las pasiones mas execrables, estarán adornados de todas las virtudes y serán expertos en la doctrina de la verdad. Esta renovación nos atañe a nosotros; el ser nuevas criaturas es obra de Cristo.
El Dios del universo ha prometido que salvará con salvación eterna a todos, es decir, tanto a los que son hijos de Abrahán según la carne, como a los que son considerados hijos de Abrahán en virtud de la promesa, a fin de que se abstengan de acciones innobles e indecorosas, y esto permanentemente. En efecto, depuesto en Cristo el profano pecado y desatado el yugo de la diabólica tiranía, habiendo repudiado al mismo tiempo la corrupción y habiéndonos revestido de la incorrupción, permaneceremos para siempre en estas condiciones. Efectivamente, el pecado ya no nos insultará más, ni Satanás podrá someternos nuevamente a la antigua tiranía. E incluso el imperio de la muerte será enteramente subvertido, desapareciendo para siempre, sometido en Cristo, por quien y con quien le sea dado a Dios Padre la gloria y el poder, juntamente con el Espíritu Santo por siglos eternos. Amén.
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, Sermón 2: PG 70, 975-978)
miércoles, 22 de octubre de 2014
Piensa en qué misterios te es dado participar
Qué duda cabe de que la asiduidad en escuchar la sagrada predicación es cosa buena; pero esta obra buena resultaría perfectamente inútil, si no fuera acompañada de la utilidad que se deriva de la obediencia.
Por tanto, para que no os reunáis aquí en vano, debéis trabajar con gran celo —como varias veces os he pedido encarecidamente y no me cansaré de repetirlo— por traer aquí otros hermanos, por exhortar a los que yerran, por aconsejar y no sólo de palabra, sino también con el ejemplo. La doctrina que se expone es de mayor peso si va avalada por la conducta y el tenor de vida. Aunque no pronuncies palabra, con sólo salir de la asamblea litúrgica y manifestar a los hombres que no asistieron a la sinaxis, a través de tu talante exterior, de la mirada, de la voz, de tu modo de andar y de toda la modesta compostura del resto del cuerpo el provecho que de la reunión has recabado, es ya una valiosa exhortación y un consejo.
Pues hemos de salir de aquí como si saliéramos del Santo de los santos, como caídos del cielo, hechos más modestos, filosofando, diciendo y haciéndolo todo moderada y comedidamente. De modo que al ver la esposa a su marido de vuelta de la asamblea, el padre al hijo, el hijo al padre, el siervo a su señor, el amigo al amigo, el enemigo al enemigo, todos caigan en la cuenta de la utilidad que hemos sacado de esta reunión: y se darán cuenta si advierten que volvéis más sosegados, más pacientes y más religiosos.
Piensa en qué misterios te ha sido dado participar, tú que estás ya iniciado, con quiénes ofreces aquel místico canto, con quiénes entonas el himno tres veces santo. Demuestra a los profanos que has danzado con los Serafines, que perteneces al pueblo celestial, que formas parte del coro de los ángeles, que has conversado con el Señor, que te has reunido con Cristo. Si de tal modo nos comportáramos, no necesitaríamos de discursos para con los que no asistieron a nuestra asamblea, sino que del provecho que nosotros hemos sacado se darían cuenta del propio perjuicio, y acudirían prontamente para poder disfrutar de idénticas ventajas.
Cuando vieren con sus propios ojos la hermosura de vuestra alma, aun cuando fueren los más estúpidos de los hombres, arderán en deseos de vuestra eximia belleza. Si ya la belleza corporal es capaz de suscitar la admiración en los espectadores, mucho más puede conmoverles la hermosura del alma, e incitarles a un parecido celo.
Adornemos, pues, nuestro hombre interior, y recordemos en la calle lo que aquí se dijere: allí es donde las circunstancias nos exigen no echarlo en olvido. Como el atleta demuestra en la arena lo que ha aprendido en la palestra, así también nosotros debemos manifestar en nuestras relaciones exteriores lo que aquí hubiéramos oído.
Homilía 4 (PG 51, 179-180)
martes, 21 de octubre de 2014
¡Oh preclara herencia de los pobres!
Gloriémonos, hermanos, de ser pobres por Cristo; pero procuremos ser humildes con Cristo. Nada más detestable que un pobre soberbio, nada más miserable: pues ahora lo atenaza la pobreza y la soberbia lo esclavizará para siempre. En cambio, un pobre humilde, si bien es abrasado y purificado en el crisol de la pobreza, exulta con el refrigerio que le procura la riqueza de la conciencia, se consuela con la promesa de una santa esperanza, sabiendo y experimentando que es suyo el reino de Dios, que lo lleva ya dentro de sí como en germen o en raíz, a saber, como primicia del Espíritu y prenda de la herencia eterna.
Le habéis sacado, si no me equivoco, gusto a vuestra tarea: adquiriendo los bienes supremos a cambio de cosas despreciables y dignas tan sólo de ser arrojadas por la ventana. Efectivamente, no reina Dios por lo que uno come o bebe, sino por la justicia, la paz y la alegría que da el Espíritu Santo. Y si estamos convencidos de esto, ¿por qué confesamos paladinamente que el reino de Dios está dentro de nosotros? Lo que está dentro de nosotros es realmente nuestro, pues nadie puede arrebatárnoslo contra nuestra voluntad.
¡Oh preclara herencia de los pobres!, ¡oh dichosa posesión de quienes nada tienen! Ciertamente no sólo nos proporcionas todo cuanto necesitamos, sino que abundas en toda clase de gloria, desbordas todo tipo de alegría, como la medida rebosante que os verterán: Realmente tú traes riqueza, fortuna copiosa y bien ganada.
Vosotros, pues, que sois amigos de la pobreza y os es grata la humildad de espíritu, habéis recibido de la Verdad inmutable la seguridad de poseer el reino de los cielos, aseverando, que es vuestro y guardándooslo fielmente en depósito, a condición sin embargo de que vosotros mismos conservéis en vuestro pecho esta esperanza hasta el final con la cooperación de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea el honor y la gloria por todos los siglos de los siglos.
Beato Guerrico de Igny
Sermón en la solemnidad de Todos los Santos (5.6.7: SC 202, 508.510.512.514)
lunes, 20 de octubre de 2014
Sobre la victoria de Cristo
El Señor mismo, libre de todo pecado, murió entre los ultrajes del pueblo; y asumiendo como hombre la defensa y tutela de los hombres, aceptó el martirio y liberó a su estirpe de la culpa; dio a los cautivos la libertad, que él, como Dios y Señor, no necesitaba.
Estos son, pues, los caminos a través de los cuales nos llegó la verdadera vida, gracias a la muerte del Salvador. En cuanto al modo de hacer derivar esta vida a nuestras almas, tenemos la iniciación en los misterios, esto es, el baño, la unción y la participación en la sagrada mesa. Cristo viene a quienes esto hicieren, habita en ellos, se une y apega a ellos, elimina el pecado, les comunica su vida y su fortaleza, les hace partícipes de su victoria, corona a los purificados y los proclama triunfadores en la Cena.
Ahora bien, ¿a qué se debe el que la victoria y la corona nos vengan a través del baño, la unción y el banquete, cuando son más bien el premio a la fatiga, al sudor y a los peligros? Pues porque si bien, al participar de estos misterios, no luchamos ni nos fatigamos, sin embargo celebramos su combate, aplaudimos su victoria, adoramos su trofeo y manifestamos nuestro amor al esforzado, eximio e increíble luchador; asumimos aquellas llagas, aquellas heridas y aquella muerte y, en cuanto nos es posible, las reivindicamos como nuestras; y gustamos de la carne del que estaba muerto, pero ha vuelto a la vida. En consecuencia, no disfrutamos ilícitamente de los bienes derivados de aquella muerte y de aquellas luchas.
Esto es exactamente lo que pueden merecernos el baño y la cena: me refiero a una cena sobria y a las modestas delicias de la unción; pues cuando recibimos la iniciación, detestamos al tirano, lo escupimos y nos apartamos de él. Mientras que al fortísimo luchador lo aclamamos, lo admiramos, lo adoramos y lo amamos de todo corazón; y de la sobreabundancia del amor nos alimentamos como de pan, andamos sobrados como de agua.
Resulta, pues, evidente que por nosotros él aceptó esta batalla y que no rehusó morir, para que nosotros venciéramos. Por lo tanto, no es ni ilógico ni absurdo que nosotros consigamos la corona al participar de estos misterios. Nosotros pusimos de nuestra parte todo el ardor y el entusiasmo de que somos capaces, y enterados de que esta fuente tenía la eficacia derivada de la muerte y sepultura de Cristo, lo creímos todos, nos acercamos espontáneamente y nos sumergimos en las aguas bautismales. Cristo no es distribuidor de dones despreciables ni se contenta con mediocridades, sino que a cuantos se acercan a él imitando su muerte y sepultura los recibe con los brazos abiertos, otorgándoles no una corona cualquiera, ni siquiera comunicándoles su propia gloria, sino que se da a sí mismo, vencedor y coronado.
Y cuando salimos de la fuente bautismal, llevamos al mismo Salvador en nuestras almas, en la cabeza, en los ojos, en las mismas entrañas, en todos y cada uno de los miembros, limpio de pecado, libre de toda corrupción, tal como resucitó y se apareció a los discípulos y subió a los cielos; tal como ha de volver a exigirnos cuentas del tesoro confiado.
Tratado sobre la vida en Cristo (Lib 1: PG 150, 515-518)
domingo, 19 de octubre de 2014
Tanto amó Dios al mundo
Éste es el antídoto contra el mortífero veneno del pecado: una fe verdadera y viva en Cristo, una fe activa en la práctica del amor, del amor, sí, y de la caridad de Dios, ya que quien no tiene la caridad de Dios, no tiene a Dios: El que no ama permanece en la muerte.
Esta es la causa de la condenación, éste es el motivo por el que el mundo merece ser juzgado y condenado: que la luz vino al mundo, Dios se ha hecho hombre, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, la criatura al Creador, los errores, los vicios, los pecados, la muerte a la verdad, a las virtudes, a la gracia y a la vida eterna; prefirieron el mal al bien, llamando al mal bien y al bien mal, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas.
Atención, pues, hermano, no sea que prefieras las tinieblas a la luz. Algo tienes que amar, pues al corazón le es tan connatural el amor como al fuego el calor y la luz al sol. Como objeto del amor se te proponen la luz y las tinieblas, Dios y el mundo, la virtud y el vicio, la vida y la muerte, el bien y el mal. Mira lo que vas a elegir: si prefieres las tinieblas a la luz, lo amargo a lo dulce, permaneces en la muerte. Dios es luz, el mundo, tiniebla; Dios es oro, el mundo, barro.
¡Ah, por favor, no seamos ingratos! Si Dios nos ama de todo corazón como un padre a sus muy amados hijos, más aún, como una madre amantísima —¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré—, amemos nosotros a Dios, como unos hijos buenos aman al mejor de los padres. Fíjate, oh hombre, cómo te amó Dios, que entregó a su Hijo único por ti, por tu salvación personal: Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí; Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Tanto amó Dios al mundo. Cuando el pueblo de Israel era gravemente oprimido en Egipto por la cruel tiranía del Faraón, Dios, movido a compasión, bajó del cielo y se apareció a Moisés. Se le apareció envuelto en las llamas de un fuego ardentísimo y en medio de las zarzas. ¿Qué significa todo esto? Cuando alguien quiere ponderar su gran amor por el amigo, dice: «¡Por ti me arrojaría al fuego!» Por eso Dios se apareció envuelto en llamas y en medio de las zarzas para demostrarnos el vehementísimo amor que siente por nosotros y que estaba dispuesto a padecer atroces tormentos por nosotros, como lo demuestra la pasión de Cristo.
Por esta razón, cuando bajó a entregarnos la ley, descendió también envuelto en llamas y en medio de tinieblas. Las llamas designan la pasión de las penas; las tinieblas, la muerte y la privación de todos los bienes; pues para dar al hombre la fuerza sobrenatural de observar la ley y así tener acceso a la vida eterna, para esto tenía que venir Dios a sufrir muchos tormentos y a morir. Así es de sabio, próvido, justo, fuerte, paciente, pío, leal el amor divino, adornado de toda clase de virtud.
Homilía 1 en el lunes después de Pentecostés (5-6: Opera omnia, t. 8, 1943, 85-87)
sábado, 18 de octubre de 2014
Sus escritos nos sostienen
Glorioso es el Dios que nos ha llamado, pronto a otorgarnos la recompensa, él que nos ha salvado. El auxilia a quienes le conocen y alegra generosamente con sus dones espirituales y divinos a quienes lo glorifican.
Observa cómo realmente lo glorifican, diciendo: El es mi Dios y Salvador: confiaré en él. Y al instante él les promete tanto las fuentes como las aguas de la salvación.
Era efectivamente necesario que quienes salían de las tinieblas a la luz, que los llamados de la ignorancia del paganismo al conocimiento del Dios verdadero, no quedaran privados de la instrucción y de la palabra que infunde alegría y es capaz de conservarlos en la piedad. Pues no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación. Llama el profeta «agua» a la palabra de Dios que da la vida, y «fuentes» a los santos apóstoles y evangelistas, a los que agrega los mismos profetas; la «salvación» es evidentemente Cristo. Por tanto, dice el Señor, vosotros que me alegráis reconociéndome por la fe, Dios por naturaleza y Señor de todas las cosas, recibiréis en recompensa un gozo espiritual y divino, sacando de las fuentes de la salvación, es decir, de Cristo, la palabra que es capaz de guardaros y fortaleceros en vuestra misión de testigos.
De hecho, él constituyó a los santos apóstoles, de los que hasta el bienaventurado David canta: Aparecieron las fuentes de las aguas y se vieron los cimientos del orbe. Las fuentes de las aguas son los discípulos del Señor, los cuales, con la fuerza del Espíritu hacen llover de lo alto sus palabras sobre toda la tierra; y son ciertamente los cimientos del orbe. Cristo, en cambio, es la piedra escogida colocada —como se ha dicho— por Dios Padre como cimiento de Sión, es decir, de la Iglesia. Nosotros, en efecto, nos apoyamos sobre él y mediante la fe entramos en la construcción del. templo del Espíritu, para formar un templo consagrado al. Señor, para ser la morada de Dios, por el Espíritu.
Así pues, todos cuantos predican a Cristo por toda la tierra, pueden ser, y pueden ser llamados con perfecto derecho, piedras, respecto a Cristo, o también cimientos del orbe, ya que sus escritos nos sostienen y nos sirven de apoyo con la solidez y la firmeza de la fe y de la verdad.
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 2, 1: PG 70, 342-343)
viernes, 17 de octubre de 2014
El hombre inmortal es un magnífico himno de Dios
Buscad a Dios, y vivirá vuestro corazón. Quien busca a Dios, negocia activamente su propia salvación. ¿Encontraste a Dios? Posees la vida. Busquemos, pues, a fin de seguir viviendo. La recompensa de la búsqueda es la vida junto a Dios. Alégrense y gocen contigo todos los que te buscan; y digan siempre: «Dios es grande».
El hombre inmortal es un magnífico himno de Dios: está cimentado sobre la justicia y en él se hallan esculpidas las sentencias de la verdad. En efecto, ¿dónde inscribir la justicia sino en el alma prudente?, ¿dónde la caridad?, y el pudor, ¿dónde?, y la mansedumbre, ¿dónde? Tales son, a mi juicio, los divinos caracteres que los hombres han de imprimir en su alma, deben seguidamente considerar la sabiduría como un buen punto de partida para cualquier etapa sobre los caminos de la vida; ver en esta misma sabiduría un puerto de salvación, al abrigo de tempestades; por ella son buenos padres para con sus hijos los que se refugiaron junto al Padre, son buenos hijos para con sus padres los que han conocido al Hijo, son buenos maridos para con sus mujeres los que se acuerdan del Esposo, son buenos amos para con sus criados los que han sido liberados de la peor de las esclavitudes.
Y vosotros que habéis malversado tantos años viviendo en la impiedad, ¿no se os acabará cayendo la cara de vergüenza por haberos comportado más irracionalmente que los animales carentes de razón? Habéis sido primeramente niños, luego adolescentes, después jóvenes, y más tarde hombres, pero jamás virtuosos. Respetad al menos la ancianidad; cuando habéis llegado ya al ocaso de la vida entrad en razón; conoced a Dios aunque no sea más que al final de la existencia, para que este final de vuestra vida ceda el paso al comienzo de vuestra salvación.
Así pues, ¡cuánto mejor es para el hombre no querer apetecer desde un principio lo que está prohibido, que obtener el objeto de sus deseos! Vosotros, por el contrario, no soportáis lo que la salud comporta de austeridad. Y sin embargo, lo mismo que, de entre los alimentos, nos deleitan los que son dulces y los preferimos atraídos por lo agradable de su gusto, y no obstante son los amargos, que hieren e irritan el paladar, los que nos curan y restituyen la salud, e incluso lo amargo de la medicación fortalece y robustece a las personas delicadas de estómago, así también la costumbre nos resulta agradable y nos cosquillea, pero acaba empujándonos al abismo, mientras que la verdad nos eleva al cielo. La verdad es, de entrada, más ruda, pero después es «una excelente nodriza para los jóvenes»; la verdad es un grave y honesto gineceo y un prudente senado. No es de difícil acceso, ni imposible de conseguir; al contrario, está cerquísima y habita en nosotros como en una casa, y, como insinúa simbólicamente aquel hombre adornado de toda clase de sabiduría que fue Moisés, reside en estos tres miembros nuestros: en las manos, en la boca y en el corazón. Aquí tenemos un auténtico símbolo de la verdad, para cuya consecución se necesitan insobornablemente estos tres requisitos: la voluntad, la acción y la palabra.
Exhortación a los paganos (Cap 10: PG 8, 223-228)
jueves, 16 de octubre de 2014
La bondad de Dios es inexplicable
El que se une a Dios es un espíritu con él. Lo mismo que la bondad de Dios es inexplicable y su amor para con el género humano rebasa toda capacidad de expresión, por cuanto es únicamente equiparable a la sola bondad divina, así su unión con los que ama supera bajo todos los aspectos cualquiera unión que pudiéramos imaginar, ni puede ser explicada por comparaciones, dada su dignidad.
Por esta razón, la Escritura hubo de recurrir a numerosos ejemplos para expresar aquella estrechísima unión, no bastando uno solo. Unas veces echa mano del simbolismo del morador y la casa, otras del de la vid y los sarmientos, la unión esponsal, o también los miembros y la cabeza, sin que ninguno de ellos satisfaga plenamente, ya que ninguno nos permite captar la verdad en toda su crudeza. La correlación más exacta es la que media entre unión y amor y caridad. Pero, ¿hay algo que pueda equipararse al amor divino?
En segundo lugar, entre las cosas que parece pueden significar la compenetración y la unión, tenemos en primer lugar la unión nupcial y el vínculo existente entre los miembros y la cabeza. Pero incluso estas realidades distan muchísimo y están muy lejos de darnos una idea clara de la unión divina. En efecto, la unión conyugal nunca unirá a los cónyuges hasta el extremo de que uno esté en el otro y en él viva, como vemos que ocurre con Cristo y la Iglesia. Por eso, el santo Apóstol, después de haber dicho del matrimonio: Es éste un gran misterio, añade inmediatamente: Yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia, significando no ser aquéllas, sino éstas las bodas dignas de admiración.
En cuanto a los miembros, están unidos a la cabeza, y viven gracias a esta conexión y cópula, rota la cual mueren. En cambio estos miembros parecen más unidos a Cristo que a su cabeza, y viven más realmente de él que de la ligazón que los une a la cabeza. Buen ejemplo tenemos de ello en los mártires, que gustosos afrontaron la muerte, mientras que no quisieron ni oír hablar de separarse de Cristo. De hecho, ofrecieron con gozo la cabeza y sus miembros al verdugo, pero nadie consiguió apartarlos o alejarlos de Cristo ni por una simple palabra de abjuración.
Ahora bien, ¿quién está tan unido a otro como a sí mismo? Y sin embargo, esta misma unión o fusión es inferior y menos perfecta que aquélla. Cada uno de los espíritus bienaventurados es uno e idéntico a sí mismo, y no obstante está más unido al Salvador que a sí mismo, porque le ama más que a sí mismo. Confirma nuestra manera de pensar Pablo, que deseaba ser un proscrito lejos de Cristo por el bien de los judíos, para de esta suerte acrecer la gloria de Cristo.
Y si tan grande es el amor humano, imposible valorar adecuadamente el amor divino. Porque si los que son malos han sabido dar pruebas de tanta bondad, ¿qué diremos de aquella bondad? Si, pues, el amor es tan excelente y tan eximio, preciso es que la fusión a la que el amor empuja a los amantes humille la inteligencia humana hasta tal punto que no pretenda siquiera intentar captarla acudiendo a parangón o semejanza alguna.
Tratado sobre la vida en Cristo (Lib 1 PG 150, 498-499)
miércoles, 15 de octubre de 2014
Neguemos, hermanos, nuestro saber, y estemos colgados del saber de Dios
¡Bendito seas, Señor, Padre de los cielos y de la tierra, que escondiste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los chiquillos! ¿Quién es este «yo» que tengo que negar? Ese ser prudente, esa sabiduría, ese pensar que sabéis lo que os cumple, ese pensar que sois gran letrado y que os lo sabéis todo, eso habéis de dejar.
Aun si fuese en hacer zapatos, o en hacer una cosa, o en cualquier otro oficio, bien, aun en eso, súfrese; pero en las cosas que tocan a nuestra salvación, en este negocio de ir al cielo, en cómo estaréis en la gracia de Dios, cómo ayunaréis, cómo rezaréis, no lo podéis saber. Dejar tenéis vuestro saber; en todo lo que sea de servir a Dios no penséis que lo sabéis; negar tenéis vuestro saber para haber de entenderlo. No hay medio para que Dios se os descubra y os enseñe qué cosa es tener amor con Dios y con los prójimos, qué cosa es tener humildad y castidad y mansedumbre, y para que os enseñe qué es hablar cosas de Dios, sino negar vuestro saber y arrimaros al saber de Dios. Pensar que no sabéis lo que os cumple, sino poneros todo en las manos de Dios.
No podemos apreciar ni tener esas cosas en lo que son, porque, como dice el Apóstol, no las entiende el hombre animal sin Dios. Todo lo que es dones y frutos del Espíritu Santo no lo alcanza el hombre animal sino ayudado del mismo espíritu de Dios.
¿Qué es lo que llama el Apóstol hombre animal? Al que llama el evangelio de hoy sabio y prudente. Gracias te hago, Señor, Padre del cielo y de la tierra, que escondiste estas cosas a los sabios y prudentes. A éstos, pues, llama san Pablo animales. Eso es, que esté el otro Platón y el otro Aristóteles, y que sepan todo cuanto quisieren, tanto que se espante el vulgo de oírlos hablar, y si Dios no los enseña, animales son.
¿Qué es eso? Que aunque tengas el juicio cuan alto quisieres, sábete que no puedes con tu saber alcanzar a conocer la sabiduría de Dios; aunque te estires cuanto quisieres, no puedes alcanzar a conocer el espíritu de Dios, no puedes saber lo que te cumple. Aunque seas un Aristóteles, no te hace más ese saber, no puedes por eso conocer el saber de Dios, si no niegas tu saber y tu razón y te tienes por que no sabes ni entiendes nada.
Más es menester para hacerte necio que para hacerte gran letrado; y ésta es una de las grandes guerras y más dificultosas de vencer que tienen los que han estudiado y están vezados a razonar y disputar, y llevarlo por argumentos y sotilezas, que es hacerse chicos de los que Jesucristo dice, hacerse que no saben ni entienden nada, que no se pueden remediar si Dios no les socorre. Más es menester para negarse que para hacerse doctor en teología.
Y si de mi parecer me desarrimo, ¿en quién quedaré, padre?, ¿a quién seguiré? Arrímate al saber de Dios. Rígete por sólo el parecer de Dios. Niégate a ti mismo y sigue a Cristo. ¡Triste de ti, que cuando se hace el parecer de Dios te pesa, y cuando se hace lo que tú quieres te place! Cuando piensas que se ha de hacer la voluntad de Dios, temes; y cuando lo que la tuya quiere, te alegras. Al revés había de ser. ¿No estás mejor confiado de Dios que de ti? ¿No estás mejor arrimado a Dios que no arrimado a ti? Quita todo eso. ¡Triste de ti, que no sabes lo que te cumple! Nunca llegarás a Cristo si no quitas ese tu parecer.
Y yo estoy siempre contigo, dice Dios. Esta es buena sabiduría de aquellos con que Dios está, que se guían por el consejo y parecer de Dios; y poco es el saber de los que por su cabeza y parecer se quieren guiar. Neguemos, hermanos, nuestro saber, y estemos colgados del saber de Dios. Guía tú, Señor, y seguirte hemos; más vale tu consejo, aunque a mí me parezca recio, que el mío; más vale tu errar, si fuese así que pudieses errar, Señor, que no mi acertar. Quita ese parecer, corta esa confianza que tienes en tu saber.
Sermón 78 (BAC I1I, 293-296)
lunes, 13 de octubre de 2014
Siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y me dice: «Ven al Padre»
Nuestra vida en Cristo nace, es verdad, en este mundo y aquí tiene sus comienzos, pero logrará la perfección y se consumará en el mundo futuro, cuando lleguemos al día sin fin. Pero ni este tiempo presente ni el futuro son capaces de introducir e inocular en las almas de los hombres este tipo de vida de que estamos hablando, a menos que aquí tenga sus comienzos.
Pues lo cierto es que de momento la carne difunde las tinieblas por doquier, y la niebla y la corrupción que allí existen no pueden poseer la incorrupción. Por eso san Pablo pensaba que partir de esta vida para estar con Cristo le era enormemente beneficioso: Por un lado —dice—, deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor. La vida futura no aportará felicidad alguna a quienes la muerte sorprenda desprovistos de las facultades y de los sentidos necesarios a tal tipo de vida, sino que en aquel mundo feliz e inmortal vivirán muertos y desventurados. Es verdad que amanece el día y que el sol difunde sus luminosos rayos, pero no es ése el momento de que se forme el ojo. De idéntica forma, aquel día a los amigos les será permitido participar en los misterios juntamente con el Hijo de Dios y escuchar de su boca lo que él ha oído a su Padre, pero es absolutamente necesario que esos mismos amigos se acerquen provistos de oídos.
Este mundo presente alumbra al hombre totalmente interior, al hombre nuevo creado a imagen de Dios; y este hombre plasmado y troquelado aquí, una vez ya perfecto, es engendrado para aquel mundo perfecto y que jamás envejece. Lo mismo que el feto vive en las tinieblas y en la noche todo el tiempo que permanece en el claustro materno, y la naturaleza lo va preparando para que pueda respirar al nacer a esta luz y lo dispone para la vida que lo va a recibir conformándolo a determinados cánones o reglas, así ocurre también con los santos. Es lo que dice el apóstol Pablo escribiendo a los Gálatas: Hijos míos, otra vez me causáis dolores de parto, hasta que Cristo tome forma en vosotros. Con una diferencia: que los niños nonatos no conocen esta vida, mientras que los bienaventurados, ya en este mundo, conocen muchas cosas del mundo futuro. Y esta diferencia radica en que los primeros todavía no han disfrutado de esta vida, que sólo más tarde conocerán, pues en los oscuros lugares en que de momento habitan, no se filtra ni un rayo de luz, como tampoco tiene noticia de ninguna de las realidades en las que nuestra vida presente se apoya y la sustentan. En cambio, nuestra situación es completamente distinta: como la vida que esperamos está como fusionada y fundida con esta vida, y el sol que allí luce nos alumbra también a nosotros por la bondad de Dios, el ungüento celeste ha sido derramado en las regiones pestilentes y el pan de los ángeles ha sido distribuido también a los hombres.
Por cuya razón, a los hombres santos se les concede, ya en esta vida mortal, no sólo informarse y prepararse para la vida futura, sino incluso vivir y actuar conforme a ella. Conquista la vida eterna, dice Pablo en la primera carta a Timoteo. Y san Ignacio: «Siento en mi interior la voz de un agua viva que me habla y me dice: Ven al Padre».
Tratado sobre la vida en Cristo (Lib 1: PG 150, 494-495)
domingo, 12 de octubre de 2014
Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí
El que cree en el Señor y se acredita idóneo para enseñar, es preciso que primero aprenda a abstenerse de todo pecado; después a apartarse de todo lo que, por agradable que pueda parecer, por diversos motivos lo distrae de la obediencia debida al Señor. Pues es imposible que quien comete pecado, se enreda en los negocios de esta vida o anda preocupado por las cosas necesarias para la vida, sea siervo del Señor, ni menos discípulo de aquel que no dijo al joven: Anda, vente conmigo, antes de haberle mandado vender todos sus bienes y dar el dinero a los pobres. Más todavía: ni esto mismo le ordenó, antes de haber confesado; él mismo: Todo esto lo he cumplido.
Por tanto, quien todavía no ha conseguido el perdón de los pecados, ni ha sido purificado de ellos en la sangre de nuestro Señor Jesucristo, sino que sirve al diablo y está encadenado por el pecado que mora en él, no puede servir al Señor, que ha afirmado con sentencia sin apelación posible: Quien comete pecado es esclavo del pecado. El esclavo no se queda en la casa para siempre.
Más aún: el gran beneficio de la bondad divina, concedido mediante la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, resulta evidente además por lo dicho en otro lugar con estas precisas palabras: Así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos. Y en otro lugar, considerando la bondad de Dios en Cristo, y ésta más admirable todavía, dice: Al que no había pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios.
De los textos aducidos y de otros paralelos, y si no hemos recibido la gracia de Dios en vano, resulta absolutamente necesario que primeramente hemos de liberarnos del dominio del diablo, que al hombre vendido al pecado le induce a cometer el mal que no quiere; y en segundo lugar que cada cual, después de haber renunciado a todas las realidades presentes y a sí mismo, y de haberse apartado de las preocupaciones de la vida, ha de hacerse discípulo del Señor, como él mismo dijo: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga; esto es: hágase discípulo mío.
Y cuando haya sido concedido el perdón de los pecados, entonces el hombre recibirá del que nos ha redimido, de Jesucristo nuestro Señor, la liberación del pecado, de modo que pueda acceder a la Palabra. Y ni aun entonces será cualquiera digno de seguir al Señor, quien no dijo al joven: Anda, vente conmigo, sin antes haberle dicho: Vende lo que tienes y da el dinero a los pobres. Más todavía; ni esto mismo lo ordenó antes de haberse confesado exento de cualquier transgresión, diciendo haber cumplido todo lo que el Señor había dicho.
Por lo cual, en esta materia es asimismo necesario guardar un orden. Pues no se nos enseña a despreciar tan sólo los bienes que por cualquier razón poseemos y que nos son necesarios para la vida, sino que se nos manda despreciar también los derechos y las obligaciones que por ley natural o positiva están vigentes entre nosotros; pues dice Jesucristo nuestro Señor: El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. Lo cual hay que entenderlo asimismo del resto de nuestros prójimos, e indudablemente con mucha más razón de los extraños y de aquellos que no profesan nuestra misma fe. Y añade a continuación: El que no coge su cruz y me sigue, no es de digno mí. Y el Apóstol, que ha puesto en práctica todo esto, escribe para nuestra instrucción: El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.
Tratado [atribuido] sobre el bautismo (Lib 1, 2.3: PG 31,1515-1519)
sábado, 11 de octubre de 2014
Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos
Nuestro Señor Jesucristo, Hijo unigénito del Dios vivo, cuando, después de haber resucitado de entre los muertos, hubo recibido la promesa de Dios Padre, que le decía por boca del profeta David: Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy; pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión, los confines de la tierra, y hubo reclutado discípulos, lo primero que hace es revelarles con estas palabras el poder recibido del Padre: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. E inmediatamente después les confió una misión diciendo: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Habiendo, pues, el Señor ordenado primero: Haced discípulos de todos los pueblos, y agregado después: Bautizándolos, etc., vosotros, omitiendo el primer mandato, nos habéis apremiado a que os demos razón del segundo; y nosotros, convencidos de actuar contra el precepto del Apóstol, si no os respondemos inmediatamente —puesto que él nos dice: Estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere—, os hemos transmitido la doctrina del bautismo según el evangelio del Señor, bautismo mucho más excelente que el de san Juan. Pero lo hemos hecho de forma que sólo hemos recogido una pequeña parte del inmenso material que, sobre el bautismo, hallamos en las sagradas Escrituras.
Sin embargo, hemos creído necesario recurrir al orden mismo transmitido por el Señor, para que de esta suerte también vosotros, adoctrinados primeramente sobre el alcance y el significado de esta expresión: Haced discípulos, y recibida después la doctrina sobre el gloriosísimo bautismo, lleguéis prósperamente a la perfección, aprendiendo a guardar todo lo que el Señor mandó a sus discípulos, como está escrito. Aquí, pues, le hemos oído decir: Haced discípulos, pero ahora es necesario hacer mención de lo que sobre este mandato se ha dicho en otros lugares; de esta forma, habiendo descubierto primero una sentencia grata a Dios, y observando luego el apto y necesario orden, no nos apartaremos de la inteligencia de este precepto, según nuestro propósito de agradar a Dios.
El Señor tiene por costumbre explicar claramente lo que en un primer momento se había enseñado como de pasada, acudiendo a argumentos aducidos en otro contexto. Un ejemplo: Amontonad tesoros en el cielo. Aquí se limita a una afirmación escueta; cómo haya que hacerlo concretamente, lo declara en otro lugar, cuando dice: Vended vuestros bienes, y dad limosna; haced talegas que no se echen a perder, un tesoro inagotable en el cielo.
Por tanto —y esto lo sabemos por el mismo Señor—, discípulo es aquel que se acerca al Señor con ánimo de seguirlo, esto es, para escuchar sus palabras, crea en él y le obedezca como a Señor, como a rey, como a médico, como a maestro de la verdad, por la esperanza de la vida eterna; con tal que persevere en todo esto, como está escrito: Dijo Jesús a los judíos que habían creído en él: «Si os mantenéis en mi palabra seréis de verdad discípulos míos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres».
Tratado [atribuido] sobre el bautismo (Lib 1, 1-2: PG 31,1514-1515)
viernes, 10 de octubre de 2014
Un amigo fiel es un talismán
Entre los valores humanos nada Se apetece más santamente, nada se busca con mayor utilidad, nada es más difícil de encontrar, ninguna experiencia es más dulce, ni se retiene con mayor índice de rentalibilidad que la amistad, pues tiene un fruto para esta vida presente y para la futura. Porque la amistad sazona con su suavidad todas las demás virtudes, anula con su fuerza los vicios, hace más llevadera la adversidad, administra bien la prosperidad, hasta el punto de que, sin amigos, apenas si es posible la felicidad entre los mortales. Puede parangonarse con una bestia el hombre que no tiene con quién congratularse en los días de prosperidad ni compartir sus tristezas en los momentos difíciles; a quién descubrir sus negros pensamientos, a quién comunicar las ideas sublimes o luminosas que se le ocurrieren y que se sitúan al margen de lo ordinario. ¡Pobre del solo si cae: no tiene quien lo levante! Y solo absolutamente está quien sin un amigo está.
Y, por el contrario, ¡qué felicidad, qué seguridad, qué dicha tener alguien con quien puedas hablar como contigo mismo!, ¡a quien no temas confesar tus eventuales fallos!, ¡ a quien puedas revelar sin rubor tus posibles progresos en la vida espiritual!, ¡a quien puedas confiar todos los secretos de tu corazón y comunicarle tus proyectos!
¿Puede haber cosa más agradable que unir así un alma a otra alma y hacer de dos un solo ser, sin temer jactancia alguna, sin recelar ninguna sospecha, sin que uno se sienta dolido de ser por el otro corregido, sin que deba notar o censurar adulación ninguna en las alabanzas del otro? Un amigo fiel —dice el Sabio— es un talismán. ¡Muy bien dicho! No hay efectivamente revulsivo más enérgico, ni más eficaz, ni más cualificado para nuestras heridas en todas las temporales eventualidades, que tener alguien que sepa venir a nuestro encuentro, sufriendo con nosotros, en toda desgracia, y congratulándose con nosotros en los sucesos prósperos, de modo que —como dice el Apóstol—, arrimando los dos el hombro, se ayuden mutuamente a llevar sus cargas. Con una salvedad: que cada uno siente más llevadera la injuria propia que la del amigo.
Así pues, la amistad hace más espléndidos los momentos de prosperidad y, al comunicarlas y compartirlas, más llevaderas las adversidades. El amigo fiel es, pues, un magnífico talismán. Porque —y en esto compartimos la opinión con los paganos— el amigo nos es mucho más útil que el agua y el fuego. En todo trabajo, en cualquier empresa, en las cosas ciertas como en las dudosas, en un acontecimiento cualquiera, en cualquier condición, en público y en privado, en toda decisión, en casa o en la calle, en todas partes es grata la amistad, necesario el amigo, útil la gracia.
Y, lo que excede a toda ponderación, la amistad es un grado cercano a la perfección, que consiste en el amor y conocimiento de Dios: de esta forma el hombre, de amigo del hombre, se convierte en amigo de Dios, según lo que el Salvador dice en el evangelio: Ya no os llamo siervos, sino amigos míos.
Tratado sobre la amistad espiritual (Lib 2: Edit J. Dubois, 53-57)
jueves, 9 de octubre de 2014
Todos tenemos potestad para perdonar los pecados cometidos contra nosotros
Ahora bien, si tantos son nuestros acreedores, no es menos cierto que también nosotros tenemos deudores. Los hay que nos deben en cuanto hombres, otros en calidad de ciudadanos, de padres, de hijos; están los deberes de las mujeres para con los maridos y de los amigos para con los amigos. Pues bien: si alguno de nuestros numerosos deudores se mostrare menos solícito en devolvernos los servicios que nos adeuda, debemos reaccionar con humanidad, sin recordar las injurias, antes bien trayendo a la memoria las deudas propias, no solamente para con los hombres, sino para con el mismo Dios, y que tantas veces nos hemos resistido a saldar.
Teniendo, pues, presentes las deudas que no hemos pagado, sino que más bien hemos defraudado en el pasado, cuando debimos prestar al prójimo tal o cual favor, seremos más indulgentes con quienes nos deben y no nos pagan las deudas; máxime si no echamos en olvido lo que hemos pecado contra Dios y las palabras inicuas que hemos pronunciado contra el Excelso, bien por ignorancia de la verdad, bien por intolerancia de la adversidad en la vida.
Porque si no aceptamos ser condescendientes con nuestros deudores, correremos idéntica suerte que aquel empleado que se negó a condonar la deuda del compañero que le debía cien denarios. Habiéndosele perdonado la deuda —según nos cuenta la parábola evangélica—, a continuación el Señor ordenó que lo encadenaran, y le exigió el pago de lo que anteriormente le había perdonado. Y dijo: ¡Siervo malvado y haragán! ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti? Metedlo en la cárcel hasta que pague toda la deuda. Y el Señor concluye: Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano.
Todos tenemos, pues, potestad para perdonar los pecados cometidos contra nosotros, como se ve claramente en las palabras: Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; y en estas otras: Porque también nósotros perdonamos a todo el que nos debe algo.
Una vez que haya tratado sobre las diversas partes de la oración, creo que habrá llegado el momento de poner fin a este opúsculo. Me parece que son cuatro las partes de la oración que me toca describir y que hallo dispersas en las Escrituras, y a cuyo modelo debe cada cual reducir, como a un todo, su propia oración.
Estas son las partes de la oración. Según la capacidad de cada cual, al principio y como en el exordio de la oración,hay que dar gloria a Dios, por Cristo conglorificado, en el Espíritu Santo coalabado. Después cada cual debe situar la acción de gracias universal por los beneficios concedidos a la comunidad y luego las gracias personales recibidas de Dios. A la acción de gracias parece oportuno le suceda la dolida acusación ante Dios de sus propios pecados y la petición, en primer lugar, de la medicina que lo libere del hábito y de la inclinación al pecado, y luego, del perdón de los pecados cometidos. En cuarto lugar y después de la confesión me parece que ha de añadirse la súplica implorando los magníficos bienes celestiales, tanto para sí mismo como para toda la comunidad humana, para los familiares y para los amigos.
Y por encima de todo esto, la oración debe finalizar por la glorificación de Dios, por Cristo, en el Espíritu Santo. Pues es justo que una oración que comenzó por la glorificación, con la glorificación termine, alabando y glorificando al Padre de todos, por Jesucristo, en el Espíritu Santo, a quien sea la gloria por los siglos.
Opúsculo sobre la oración (28-33: PG 11, 526. 527.558-562)
miércoles, 8 de octubre de 2014
Da a cada uno lo que le es debido
Nosotros debemos y tenemos que cumplir ciertos deberes, y no sólo dando, sino hablando con afabilidad y cubriendo ciertas obligaciones. Más aún: tenemos en cierto modo la obligación de mostramos afectuosos con los demás. Y estas deudas o bien las saldamos haciendo lo que nos manda la ley divina, o bien, haciendo caso omiso de la recta razón, no las pagamos y nos constituimos en deudores. Idéntica escala de valores hemos de aplicar a las deudas con los hermanos: tanto con los hermanos que juntamente con nosotros han sido regenerados.en Cristo por las palabras de la religión, como con aquellos que han sido engendrados por la misma madre y el mismo padre que nosotros.
Tenemos asimismo unos especiales deberes para con nuestros conciudadanos, y otros comunes hacia todos los hombres; unos deberes concretos para con quienes tienen la edad de nuestros padres, y otros para con aquellos a quienes es justo honrar como a hijos o como a hermanos. Por tanto, quien no cumple sus deberes para con los hermanos, se convierte en deudor de cuanto ha omitido; e igualmente, si fallamos a los hombres en aquellas cosas que, por un humanísimo espíritu de sabiduría, estamos obligados a prestarles, se acrece la deuda. Aún más: por lo que a nosotros mismos se refiere, debemos ciertamente servirnos del cuerpo, y no extenuarlo entregándonos al placer; pero debemos preocuparnos también del alma y vigilar la vehemencia del carácter, así como el lenguaje, para que esté exento de acritud, sea útil y nunca ocioso. Si no cumplimos estos deberes para con nosotros mismos, la deuda es mucho más grave.
Además, como ante todo y sobre todo somos obra y hechura de Dios, debemos conservar hacia él un afecto particular, y amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todo el ser. Si no lo hiciéramos, nos convertiríamos en deudores de Dios, pecando contra el Señor. Y en tal caso, ¿quién rezará por nosotros? Pues como en el primer libro de Samuel dice Elí: Si un hombre ofende a otro, Dios puede hacer de árbitro; pero si un hombre ofende al Señor, ¿quién intercederá por él?
También somos deudores de Cristo, que nos redimió con su propia sangre, como un esclavo es deudor de su comprador, que ha pagado por él el precio estipulado. Tenemos contraída una deuda incluso con el Espíritu Santo, deuda que saldamos cada vez que no ponemos triste a aquel con el cual Dios nos ha marcado para el día de la liberación final; y no contristándolo, con su ayuda y con la acción vivificante que ejerce sobre nuestra alma, producimos los frutos que es justo espere de nosotros.
Por otra parte, aun cuando no sabemos exactamente cuál es nuestro ángel custodio, que está viendo siempre el rostro del Padre celestial, a una atenta consideración no se le escapa que somos también deudores de él. Más todavía: Si hemos sido dados en espectáculo público para ángeles y hombres, hemos de tener en cuenta que, así como quien ofrece un espectáculo está obligado a desempeñar este o aquel papel en presencia de los espectadores, y sino lo hiciere, sería multado por reírse del público, así también nosotros debemos exhibir ante el mundo entero, ante todos los ángeles y el género humano todo lo que la sabiduría está dispuesta a enseñarnos, si no oponemos resistencia.
Al margen de estos deberes de alcance más bien universal, existe un deber determinado para con la viuda, de la cual se cuida la Iglesia; está también el deber para con el diácono y para con el presbítero; y está finalmente el gravísimo deber para con el obispo, deber que de no ser saldado, el Salvador de la Iglesia universal nos pedirá cuentas el día del juicio.
Opúsculo sobre la oración (28: PG 11, 522-523)
martes, 7 de octubre de 2014
Vosotros que aspiráis a ser espirituales, pedid bienes celestiales en la oración
Toda oración sobre asuntos espirituales y místicos de que hemos hecho mención nace invariablemente de un alma que procede no dirigida por la carne, sino que, con el Espíritu, da muerte a las obras de la carne, que toma más en consideración lo que el sentido anagógico descubre a los exegetas que el posible beneficio recibido por quienes oran según la letra.
Y nosotros mismos hemos de procurar que nuestra alma no sea estéril, sino que la ley espiritual hemos de escucharla con oídos espirituales, para curarnos de la esterilidad y merecer ser escuchados como Ana y Ezequías; y ser, además, liberados de las insidias de los enemigos del mal, como Mardoqueo, Ester y Judit.
Además, el que sabe de qué cetáceo es figura el gran pez que se tragó a Jonás comprende que es aquel del que dice Job: Que le maldigan los que maldicen el día, los que entienden de conjurar al Leviatán. Este tal, si por cualquier falta de infidelidad, viniese a parar al vientre del cetáceo, arrepentido orará y saldrá de allí. Y una vez salido, si persevera en la obediencia a los mandatos de Dios, podrá, inflamado por el Espíritu de profecía, ser ocasión de salvación también ahora para tantos ninivitas a punto de perecer; pero no deberá llevar a mal la bondad de Dios, ni deseará que Dios persevere en su propósito de destruir a quienes se arrepienten.
Y aquel gran prodigio que leemos hizo Samuel recurriendo a la oración, puede realizarlo espiritualmente también hoy cualquiera de los incondicionales de Dios, que por eso mismo se ha hecho acreedor a ser escuchado. Está efectivamente escrito: Ahora preparaos a asistir al prodigio que el Señor va a realizar ante vuestros ojos. Estamos en la siega del trigo, ¿no es cierto? Pues voy a invocar al Señor para que envíe una tronada y un aguacero. Y el mismo Señor dice a todos los santos y verdaderos discípulos de Cristo: Levantad los ojos y contemplad los campos, que están dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando fruto para la vida eterna. Y realmente, en este tiempo de la siega, Dios realizó una obra maravillosa en presencia de quienes hacen caso de los profetas: al invocar a Dios aquel que está unido al Espíritu Santo, Dios truena desde el cielo y envía un aguacero que riega las almas, de suerte que el que antes estaba en pecado, tema grandemente a Dios, a la par que la atención que Dios presta a las súplicas del mediador del beneficio, demuestra su santidad digna de profunda veneración.
Después de haber expuesto los beneficios que los santos obtuvieron mediante la oración, comprenderemos aquel dicho: «Pedid cosas importantes, las secundarias se os darán por añadidura; pedid los bienes celestiales y los terrenales se os darán por añadidura». Todos los símbolos y las figuras son cosas secundarias en comparación con las verdaderas y espirituales. Por eso, cuando el Verbo de Dios nos exhorta a imitar las oraciones de los santos, de modo que consigamos en realidad de verdad lo que ellos obtuvieron sólo en figura, dice con gran precisión que los magníficos y celestiales bienes están como bosquejados en las realidades terrenas e insignificantes. Que es como si dijera: Vosotros que deseáis ser espirituales, pedid en la oración los bienes del cielo, para que conseguidos, como celestiales seáis herederos del reino de los cielos, y como grandes, disfrutéis de los máximos bienes; en cuanto a los bienes terrenos y de poca monta de que tenéis necesidad para el mantenimiento del cuerpo, el Padre os los facilitará en la medida de vuestras necesidades.
Opúsculo sobre la oración (13-14: PG 11, 455-459)
lunes, 6 de octubre de 2014
Ser constantes en orar
Al margen de estas cosas que están pletóricas de virtud, pienso que las mismas palabras pronunciadas por los santos en la oración, máxime cuando al orar rezan llevados del Espíritu, pero rezan también con la inteligencia, contienen una virtud divina, la cual, a una con la luz que brota del pensamiento del orante y que su voz emite, está llamada a extinguir el virus espiritual que las potencias adversas inoculan en las almas de quienes descuidan la oración y no observan lo que nos recomienda san Pablo de acuerdo con las enseñanzas de Cristo: Sed constantes en orar.
Pues la ciencia, la razón o la fe lanza desde el alma del santo en oración una especie de dardo destinado a destruir y a herir mortalmente a los espíritus enemigos de Dios, que intentan enredarnos en los lazos del pecado. Además, como quiera que los actos de virtud y el cumplimiento de los preceptos son el complemento natural de la oración, es constante en orar el que a la oración une las buenas obras y las buenas obras a la oración. El precepto: Sed constantes en orar únicamente podemos considerarlo posible si afirmamos que toda la vida del hombre santo es algo así como una sublime y continua oración, de la que la comúnmente llamada oración constituye una parte. Esta oración debe hacerse no menos de tres veces al día, como queda patente en el caso de Daniel, quien, bajo la amenaza de un gravísimo peligro, oraba tres veces al día.
La última oración viene indicada con estas palabras: El alzar de mis manos como ofrenda de la tarde. Y sin este tipo de oración no pasaremos bien ni siquiera las horas nocturnas, pues dice el profeta David: A medianoche me levanto para darte gracias por tus justos mandamientos; y en los Hechos de los apóstoles se nos cuenta que, en Filipos, a medianoche, Pablo y Silas oraban cantando himnos a Dios, de forma que los demás presos los oían.
Ahora bien, si Jesús ora y no ora en vano, sino que mediante la oración obtiene lo que sin ella quizá no hubiera llegado a conseguir, ¿quién de nosotros minusvalorará la oración? Dice efectivamente Marcos: Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Y las palabras: Yo sé que tú me escuchas siempre, pronunciadas por el Señor y recogidas por el evangelista, demuestran que quien ora siempre, es siempre escuchado.
Y si en este preciso momento cada uno de nosotros, recordando agradecido los beneficios recibidos, se propusiera alabar a Dios por ellos, ¿cuántas cosas no nos podría contar? Con frecuencia, y por uno cualquiera de sus santos, el Señor rompió los colmillos de los leones, que se derritieron como agua que se escurre. Con frecuencia hemos oído también que los transgresores de los divinos mandamientos, vencidos en un primer momento y tragados por la muerte, fueron salvados de una desgracia tan grande mediante la penitencia, dado que, aun cuando estaban encerrados en el vientre de la muerte, nunca desesperaron de la salvación.
Después de la enumeración de aquellos a quienes la oración ha sido de provecho, he creído necesario decir estas cosas con el propósito de apartar, a cuantos aspiran a una vida espiritual en Cristo, de pedir en la oración cosas insignificantes y terrenas, y para exhortar a los lectores de este opúsculo que se orienten hacia las gracias místicas, de las que lo hasta el presente expuesto son simples figuras.
Opúsculo sobre la oración (12-13: PG 11, 451-455)
domingo, 5 de octubre de 2014
Nuestro ángel custodio reza con nosotros
Además, mediante la pureza de corazón de que hemos hablado se hará partícipe de la oración del Verbo de Dios, que está también en medio de cuantos lo reconocen y jamás está ausente de las oraciones que se le dirigen, y ora al Padre junto con el hombre, cuyo mediador es. El Hijo de Dios es efectivamente el Pontífice de nuestra oblación y nuestro abogado junto al Padre; ora por los que oran, exhorta con los que exhortan. Pero no rezará, como por sus íntimos, por aquellos que no rezan asiduamente en su nombre, ni se constituirá en valedor ante Dios —como si ya fueran suyos— de aquellos que no obedecen los preceptos que él nos ha dado: hay que orar siempre sin desanimarse.
Y no es sólo el Pontífice el que ora con los que dignamente rezan, sino también los ángeles, que tienen más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse, así como también los santos que descansan ya en el Señor. Todo esto queda fuera de cualquier duda si pensamos que Rafael presentaba a Dios el memorial de la oración de Tobit y de Sara.
Ahora bien, una de las principales virtudes, es —según la palabra divina— la caridad para con el prójimo, caridad que hemos de pensar poseen mucho más acendrada los santos que descansan ya en el Señor para con los que luchan en la vida, que los que todavía se hallan en la lábil condición humana y apoyan la lucha de los más débiles. Pues no sólo aquí en la tierra y mediante la caridad fraterna se cumple aquello: Cuando un miembro sufre, todos sufren con él; cuando un miembro es honrado, todos se felicitan, sino que es además necesario que la caridad de quienes abandonaron esta vida diga: Aparte de todo, la preocupación por todas las comunidades. ¿Quién enferma sin que yo enferme?¿ Quién cae sin que a mí me dé fiebre?,máxime cuando Cristo ha declarado estar él enfermo en cada uno de sus santos; y que está asimismo en la cárcel, desnudo, es huésped, tiene sed, siente hambre.
¿Quién de entre los actuales lectores del evangelio ignora que Cristo refiere a su persona y considera como propio cuanto sucede a los creyentes? Si los ángeles de Dios se acercaron a Jesús y lo servían, no hemos de pensar que los ángeles hayan prestado este servicio exclusivamente durante el breve período de la presencia corporal de Cristo entre los hombres, y cuando todavía se hallaba en medio de los suyos no como quien está a la mesa, sino como el que sirve. ¡Cuán numerosos no serán verosímilmente los ángeles al servicio de Jesús que quiere reunir uno a uno a los hijos de Israel y congregar a los judíos de la diáspora, y que salva a los que le temen y lo invocan! ¡Cuántos colaboran más aún que los apóstoles al incremento y difusión de la Iglesia!
Ellos son, pues, los que, enterados en el momento de la oración por el mismo orante de las cosas que necesita, y como si hubieran recibido una delegación ilimitada, cumplen lo que pueden. Es Dios quien, al tiempo de la oración, reúne en un mismo lugar tanto al orante como al que puede venir en su ayuda, el cual, impulsado por su liberalidad, es incapaz de despreciar al que tales cosas necesita. Y para que cuando esto ocurra nadie piense que sucede casualmente, el mismo para quien hasta los pelos de la cabeza de los santos están contados, en el preciso momento de la oración une oportunamente y ofrece al necesitado que reza con fe el ángel que solícitamente le prestará el servicio requerido. Paralelamente hemos de pensar que a veces los ángeles —que son los inspectores y ministros de Dios— se hacen presentes a este o a aquel orante para contribuir a la actualización de las cosas solicitadas por él. Más aún: nuestro ángel custodio —incluso el de aquellos que son los más pequeños en la Iglesia—, que está viendo siempre el rostro del Padre celestial y contempla la divinidad de Dios nuestro creador, ora con nosotros, y ayuda en la medida de sus posibilidades a la realización de lo que pedimos.
Opúsculo sobre la oración (10-11 PG 11, 446)
sábado, 4 de octubre de 2014
Sobre la oración pura
Lo que acabamos de decir, hay que demostrarlo con el testimonio de las divinas Escrituras, por este orden: El que ora ha de alzar las manos puras, perdonando a todos las injurias recibidas, rechazando de su alma de tal forma cualquier perturbación, que a nadie guarde resentimiento. Más aún: para que ningún pensamiento extraño distraiga su mente es necesario que durante la oración olvide todo cuanto no dice relación con la oración. ¿Quién podrá dudar de que este estado de ánimo es el mejor, tal como enseña san Pablo en su primera carta a Timoteo, diciendo: Encargo a los hombres que recen en cualquier lugar alzando las manos limpias de ira y divisiones?
En efecto, cuando los ojos de la mente están tan elevados que ya no se fijan en las realidades terrenas ni se recrean en la contemplación de cosas materiales, planean a tales alturas que pueden permitirse despreciar todo lo corruptible y dedicarse exclusivamente al Uno, de modo que no piensan más que en Dios, a quien hablan reverente y humildemente en la seguridad de ser escuchados. ¿Cómo tales ojos no van a progresar enormemente, si con la cara descubierta, reflejan la gloria del Señor y se van transformando en su imagen con resplandor creciente? Ahora bien, ¿cómo es posible que el alma, segregada del cuerpo y elevada en seguimiento del Espíritu, y que no sólo va en pos del Espíritu, sino que es transformada en él, no se convierta en espiritual, depuesta la naturaleza animal?
Y si ya es una gran cosa el olvido de las ofensas, hasta el punto de que en él, como en un compendio, se contiene toda la ley, según lo que dice el profeta Jeremías: No fue ésta la orden que di a vuestros padres cuando los saqué de Egipto, sino que les ordené: Que nadie entre vosotros recuerde allá en su corazón la injuria que recibió de su prójimo; cuando nos acercamos a la oración olvidando las ofensas, observamos el precepto del Salvador, que dice: Cuando estéis de pie orando, perdonad lo que tengáis contra otros; está claro que cuando nos ponemos a orar con tales disposiciones, hemos ya obtenido un magnífico resultado.
Cuanto antecede, lo hemos dicho en la hipótesis de que de la oración no sacáramos ningún otro provecho: sería ya un óptimo resultado si llegáremos a comprender cómo hemos de orar y lo pusiéramos por obra. Es evidente que quien así ora, mientras todavía está hablando, fijos los ojos en el poder del que le escucha, oirá aquello: Aquí estoy, siempre que antes de la oración se haya liberado de toda ansiedad con respecto a la providencia. Es lo que significan aquellas palabras: Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia. Pues quien se contenta con cuanto sucede, está libre de toda atadura y jamás extenderá su mano contra Dios, el cual dispone todo lo que quiere para probamos; más aún, no se le ocurrirá siquiera murmurar allá en lo íntimo de su corazón y menos en un lenguaje audible a los hombres. Parece como si los que no se atreven a maldecir la providencia de viva voz o con toda el alma por las cosas que ocurren, pretendieran ocultar al Señor del universo lo que de mala gana soportan, imitando a los malos siervos, que no se atreven a desobedecer abiertamente las órdenes de sus amos.
Opúsculo sobre la oración (9-10: PG 11, 442-446)
viernes, 3 de octubre de 2014
Sobre la oración asidua
Respecto a las objeciones que se aducen contra la oración hecha para obtener que salga el sol, hay que decir lo que sigue. Ya hemos explicado cómo Dios se sirve del libre albedrío de cuantos vivimos en la tierra y cómo oportunamente lo ordena hacia determinadas utilidades de las realidades terrenas. Pues de idéntica manera hemos de admitir que, sirviéndose de las leyes necesarias, firmes y estables, que sabiamente rigen el curso del sol, de la luna y de las estrellas, haya Dios ordenado el ornato del cielo y las órbitas astrales teniendo en cuenta la utilidad del universo. Ahora bien, si no es inútil mi oración elevada por lo que depende de nuestro albedrío, mucho menos lo será por lo que depende del albedrío de aquellos cuerpos celestes, cuyo curso normal cede en utilidad de todas las cosas.
Por lo demás, no está fuera de propósito servirse de este ejemplo para incitar a los hombres a que recen y ponerlos en guardia contra la negligencia en la oración. No es necesario hablar mucho, ni pedir fruslerías, ni solicitar bienes terrenos, ni hay que acceder a la oración con un corazón irritado o con la perturbación en el alma. Como tampoco es imaginable que alguien pueda vacar a la oración sin la pureza de corazón, ni es posible que en la oración consiga el perdón de los pecados si antes no perdonare de corazón al hermano que le pide perdón por las injurias que le ha inferido.
Ahora bien, pienso que la ayuda que Dios promete al que ora como es debido o procura conseguirlo en la medida de sus fuerzas, puede venirle por varios cauces. Y en primer lugar, será de grandísimo provecho que, al recogerse para rezar, lo haga con la disposición de quien se coloca delante de Dios y habla con él, consciente de que le está presente y lo mira.
Y así como ciertas imágenes sensibles, refrescadas en la memoria, turban los pensamientos a que ellas dan origen, cuando la mente reflexiona sobre las mismas, así también hemos de creer en la utilidad del recuerdo de Dios que está presente y que sorprende todos los movimientos del alma, hasta los más recónditos, cuando ella se dispone a agradar como presente, como inspector, como escudriñador de todo espíritu, a aquel que penetra el corazón y sondea las entrañas. Y aun en el supuesto de que quien de tal modo se prepara a la oración no hubiera de reportar ninguna otra utilidad, no sería pequeña ventaja para el alma el permanecer en semejante disposición durante todo el tiempo de la oración. Los que asiduamente se entregan a la oración saben por experiencia hasta qué punto libra del pecado y cómo estimula a la virtud esta frecuente dedicación a la oración.
En efecto, si el recuerdo y la evocación de un hombre cuerdo y sabio nos estimula a imitarlo y muchas veces refrena nuestras malas inclinaciones, ¡cuánto más el recuerdo de Dios, Padre de todos, que implica la oración, no ayudará a quienes abrigan la persuasión de estar delante y hablar con Dios que les está presente y les escucha!
Opúsculo sobre la oración (7-8: PG 11, 439-442)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)