Él es el pan bajado del cielo; pero es un pan que rehace sin deshacerse, un pan que puede sumirse, pero no con-sumirse. Este pan estaba simbolizado por el maná. Por eso se escribió: Les dio un trigo celeste; y el hombre comió pan de ángeles. Y ¿quién sino Cristo es el pan del cielo? Mas para que el hombre comiera pan de ángeles, se hizo hombre el Señor de los ángeles. Si no se hubiera hecho hombre no tendríamos su carne, no comeríamos el pan del altar. Apresurémonos a tomar posesión de la herencia, de la que tan magnífica prenda hemos recibido.
Hermanos míos: deseemos la vida de Cristo, pues que tenemos en prenda la muerte de Cristo. ¿Cómo no ha de darnos sus bienes el que ha padecido nuestros males? En esta tierra, en este mundo malvado, ¿qué es lo que abunda sino el nacer, el fatigarse y el morir? Examinad las realidades humanas y convencedme si es que estoy equivocado. Considerad, hombres todos, y ved si hay en este mundo algo más que nacer, fatigarse y morir. Esta es la mercancía típica de nuestro país, esto es lo que aquí abunda. A por tales mercancías descendió el divino Mercader.
Y como quiera que todo mercader da y recibe: da lo que tiene y recibe lo que no tiene —cuando compra algo, paga el precio estipulado y recibe el producto comprado–, también Cristo, en este mercado del mundo, da y recibe. Y ¿qué es lo que recibe? Lo que aquí abunda: nacer, fatigar-se y morir. Y ¿qué es lo que dio? Renacer, resucitar y eternamente reinar. ¡Oh Mercader bueno, cómpranos! Mas ¿por qué digo cómpranos, si lo que debemos hacer es darle gracias por habernos comprado?
Nos entregas nuestro propio precio: bebemos tu sangre; nos entregas nuestro propio precio. El evangelio que leemos es el acta de nuestra adquisición. Somos siervos tuyos, criatura tuya somos; nos hiciste, nos redimiste. Comprar un siervo está al alcance de cualquiera, pero crearlo no. Pues bien, el Señor creó y redimió a sus siervos.
Los creó para que fuesen; los redimió para que cautivos no fuesen. Habíamos caído en manos del príncipe de este mundo, que sedujo a Adán y lo hizo esclavo. Y comenzó a poseernos como herencia propia. Pero vino nuestro Redentor y fue vencido el seductor. Y ¿qué es lo que nuestro Redentor hizo con nuestro esclavizador? Para pagar nuestro precio tendió la trampa de su cruz, poniendo en ella como cebo su propia sangre. Sangre que el seductor pudo verter, pero que no mereció beber.
Y por haber derramado la sangre de quien no era deudor, fue obligado a restituir los deudores. Derramó la sangre del Inocente, fue obligado a dejar en paz a los culpables. Pues en realidad el Salvador derramó su sangre para borrar nuestros pecados. La carta de obligación con que el diablo nos retenía fue cancelada por la sangre del Redentor. Amémosle, pues, porque es dulce. Gustad y ved qué bueno es el Señor.
Sermón 130 (2: Edit. Maurist. t. 5, 637-638)
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