La iluminación bautismal se opera instantáneamente en el alma de los neófitos; pero sus efectos no son inmediatamente discernibles por todos, sino sólo —y después de un cierto tiempo— son conocidos por algunas personas probas, que purificaron los ojos del alma a base de muchos sudores y fatigas y mediante el amor a Cristo. La Unción sagrada dispone favorablemente los templos para ser casas de oración. Ungidos con este óleo sagrado, son para nosotros lo que significan. Porque Cristo —unción derramada— es nuestro abogado ante Dios Padre. Para esto se derramó y se hizo unción: para empapar hasta las médulas de nuestra naturaleza.
Los altares vienen a ser como las manos del Salvador: y así, de la sagrada mesa, cual de su santísima mano, recibimos el pan, es decir, el cuerpo de Cristo, y bebemos su sangre, lo mismo que la recibieron los primeros a quienes el Señor invitó a este sagrado banquete, invitándoles a beber aquella copa realmente tremenda.
Y dado que él es al mismo tiempo sacerdote y altar ofrenda y oferente, sujeto y objeto de la ofrenda, ha repartido las funciones entre estos dos misterios, asignando aquéllas al pan de bendición, y éstas a la unción sagrada. El altar es realmente Cristo, que sacrifica en virtud de la unción. Ya desde su misma institución, el altar lo es en virtud de su unción, y los sacerdotes lo son por haber sido ungidos. Pero el Salvador es además sacrificio por la muerte en cruz, que padeció para gloria de Dios Padre. Por eso nos dice que, cada vez que comemos este pan anunciamos su muerte y su inmolación.
Es más. El Señor es ungüento y es unción por el Espíritu Santo. Esta es la razón por la que Cristo podía, sí, ejercer las más sagradas funciones y santificar; pero no podía ser santificado ni en modo alguno padecer. Santificar es incumbencia del altar, del sacrificador y del oferente, no de la víctima ofrecida y sacrificada. Que el altar tenga capacidad de santificar lo afirma la Escritura: Es el altar —dice— el que consagra la ofrenda. Cristo es pan en virtud de su carne santificada y deificada: santificada por la unción, deificada por las heridas. Dice en efecto: El pan que yo daré es mi carne, carne que yo daré —a saber, sacrificándola— para la vida del mundo. El mismo Cristo es ofrecido como pan y ofrece como ungüento, bien deificando la propia carne, bien haciéndonos partícipes de su unción.
Tenemos en Jacob un tipo de estas realidades, cuando habiendo ungido la piedra con aceite, se la dedicó al Señor ofrendándosela junto con la unción: rito que indicaba ora la carne del Salvador como piedra angular, sobre la que el verdadero Israel —el Verbo, único que conoce al Padre—derramó la unción de la divinidad; ora para prefigurarnos a nosotros, que nos ha hecho hijos de Abrahán sacándonos de las piedras y haciéndonos partícipes de la unción. Prueba de ello es que el Espíritu Santo, derramado sobre los que recibieron la unción, es —sin hablar de los demás dones que nos otorga— un Espíritu de adopción filial. Ese Espíritu —dice— y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y es el mismo que clama en nuestros corazones: ¡Abba! (Padre). Tales son los efectos que la sagrada unción produce en los que desean vivir en Cristo.
De la vida en Cristo (Lib 3: PG 150, 578-579)
No hay comentarios:
Publicar un comentario