La finalidad de la iniciación es la de impartir la virtud y la eficacia del Espíritu bueno. La unción, en particular, nos introduce en la participación del Señor Jesús, en quien reside la salvación de los hombres, la esperanza de todos los bienes, por quien nos es comunicado el Espíritu Santo y por el cual tenemos acceso al Padre.
Mas lo que este ungüento procurará siempre a los cristianos y que les es útil en todo momento, son los dones de piedad, de oración, de caridad, de castidad y otros enormemente ventajosos para quienes los reciben. Y esto a pesar de que muchos cristianos no lo comprenden, ocultándoseles la gran importancia de este sacramento, antes —como se escribe en el libro de los Hechos— ni siquiera oyeron hablar de un Espíritu Santo. Semejante fallo es imputable en algunos a que, al recibir el sacramento antes de la edad adecuada, no estaban capacitados para comprender estos dones; a otros porque al recibirlo en plena adolescencia, se les cegaron los ojos del alma, arrastrados al torbellino de la culpa.
La verdad es que, el Espíritu otorga sus carismas a los iniciados, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. Ni nos abandona el mismo dador de esos bienes, él que nos ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo. No es, pues, inútil y superflua esta iniciación, porque así como en el divino baño recibimos el perdón de los pecados y el cuerpo de Cristo en la sagrada mesa y estas realidades no cesarán mientras no venga en su gloria el que es su fundamento, de igual modo conviene que los cristianos se beneficien de este sacratísimo ungüento y es altamente recomendable que participen de los dones del Espíritu Santo.
¿Sería, en efecto, razonable que mientras los demás sacramentos de la iniciación conservan toda su eficacia, sólo éste estuviera desposeído de ella? ¿Cómo pensar que —como dice san Pablo— sea Dios fiel a sus promesas en el primer caso y dudar que lo sea en el segundo? Ahora bien: desde el momento en que hemos de admitir o rechazar la eficacia sacramental en todos o en ninguno de los sacramentos, ya que en todos actúa la misma virtud, y única es la inmolación del único Cordero, es necesario concluir que su muerte y su sangre confieren la perfección a todos los sacramentos. Por consiguiente, es cosa comprobada la donación del Espíritu Santo. A unos se les ha dado para que puedan hacer el bien a los demás o, como dice san Pablo, para edificación de la Iglesia: prediciendo el futuro, administrando los sacramentos o curando las enfermedades con sola su palabra; a otros, para que ellos mismos sean mejores, modelos de piedad, de castidad, de caridad o de una extraordinaria humildad.
Así pues, el sacramento produce en todos los iniciados su efecto propio, si bien no todos tienen conciencia de los dones ni poseen la necesaria capacidad para la correcta utilización de tales riquezas: unos porque la inmadurez de la edad no les permite de momento la comprensión de lo que han recibido; otros porque no están preparados o por no manifestar el fervor necesario.
De la vida en Cristo (Lib 6: PG 150: 574-575)
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