En la sagrada Escritura hallamos una triple consideración sobre la obligación de hacer penitencia. Pues nadie se acerca correctamente al bautismo de Cristo, en el que se perdonan todos los pecados, sino haciendo penitencia de la vida pasada. En efecto, nadie opta por una vida nueva sin antes arrepentirse de la pasada. Que los bautizandos deben hacer penitencia es algo que hemos de probar acudiendo a la autoridad de los libros sagrados.
Cuando fue enviado el Espíritu Santo anteriormente prometido y el Señor colmó la fe en su promesa, los discípulos, una vez recibido el Espíritu Santo, se pusieron —como bien sabéis— a hablar en todas las lenguas, de forma que los presentes reconocían en ellas su propio idioma. Pasmados ante semejante prodigio, pidieron a los apóstoles consejos de vida.
Entonces Pedro les exhortó a adorar al que habían crucificado, para que, creyendo, bebieran la sangre que habían derramado persiguiendo. Habiéndoles anunciado a nuestro Señor Jesucristo y reconociendo su propio delito, prorrumpieron en llanto, para que se cumpliera en ellos lo que había predicho el profeta: Revolcábame en mi miseria, mientras tenía clavada la espina. Se revolcaron en la miseria del dolor, mientras se les clavaba la espina del pecado del recuerdo. No creían haber hecho nada malo, pues todavía la interpelante Escritura no había dicho: Mientras Pedro hablaba prorrumpieron en llanto.
Cuando, compungidos por la espina del recuerdo, preguntaron a los apóstoles: ¿Qué tenemos que hacer? Pedro les contestó: Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo, para que se os perdonen los pecados. Esta es la primera consideración de la penitencia, típica de los competentes y de los que anhelan llegar al bautismo.
Existe otra: la de cada día. ¿Cuál es su campo de acción? No encuentro medio mejor para indicarlo, que acudir a la oración cotidiana, con la que el Señor nos enseñó a orar, nos manifestó qué es lo que hemos de decir al Padre, y en la que hallamos estas palabras: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
Existe otro tipo de penitencia más grave y doloroso, al que son llamados en la Iglesia los técnicamente denominados penitentes, apartados hasta de la participación del sacramento del altar, por miedo a que recibiéndolo indignamente, se coman y beban su propia condenación. La herida es grave: adulterio quizá, tal vez un homicidio, posiblemente algún sacrilegio: la cosa es grave, grave la herida, herida letal, mortífera; pero el médico es omnipotente.
Sermón 352 (2: PL 39,1550-1551)
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